lunes, 30 de marzo de 2015

Pez fuera del agua

En Lima nadie habla de béisbol, eso no existe en estos lados del mundo. 

Alguien me comentó tiempo atrás que había algún campo para practicarlo por allí, pero no me dijo en cuál distrito, nunca lo he visto, ni he visto una nota en prensa, ni un comentario en televisión donde se mencione, incluso como una curiosidad lejana, ese extraño deporte donde unos tipos equipados con palos de madera se enfrentan a otros, armados con guantes de cuero y pelotas blancas con costuras.


Aquí en Lima se habla y mucho de fútbol, fútbol local y fútbol de algunos otros países, sobretodo países en los que juega algún peruano. También se habla algo de voleibol, algo de automovilismo, poco la verdad, algo de boxeo y algo de surf, la tabla, como se le llama por acá al deporte de pasear sobre las olas. Pero de béisbol nada, ni siquiera como una cosa extraña, una curiosidad de tierras distantes. De béisbol en Perú no hablan ni los japoneses, una colonia importante aquí, y que, por ejemplo, en Brasil, son el núcleo duro de la práctica de este deporte en un país muy futbolero. Aquí no hay béisbol, cosa rara para mi, porque de donde vengo, el béisbol no es un deporte, es una religión. Allí, en ese país donde nací, e incluso, en esas ruinas que quedan hoy de lo que fue aquello, el béisbol es de las pocas cosas que es capaz de aglutinar a un país, de sentar juntos a unos y a otros.



En estas fechas en las que están por comenzar los juegos de una nueva temporada de las Grandes Ligas y uno no ve en la prensa local ni una pequeña seña de ese mundo paralelo, no puede uno evitar sentirse lejos, huérfano de un mundo que le acompaña desde la infancia.

En Venezuela si el béisbol es una religión, los equipos son sus iglesias, y los jugadores los santos de tanto fervor. Los niños, esos que crecen escuchando a los padres hablar del equipo preferido y admirando las gestas heroicas de sus ídolos, pronto toman partido, asumiéndose parciales de alguna divisa regional o de esas que tienen la particularidad de tener fanáticos en varias zonas del país, como los Leones o los Navegantes.



Yo crecí escuchando a mi papá hablar de los Leones del Caracas y, por tanto, desde que tengo memoria no he tenido otro equipo preferido, salvo en aquel año en que, en medio de un ambiente muy confuso para el niño que yo era (tendría 7-8 años creo yo), los Leones se convirtieron en Tibuleones y se fueron a jugar a los llanos de Venezuela, dejando a la capital sin equipo de pelota. Y cuando, siendo un niño de pantalones cortos, iba con mi padre al stadium de béisbol de la Ciudad Universitaria de Caracas, participaba del ritual de los sobrecitos de colores que vendían antes de comenzar el partido, suerte de apuesta por ver si el nombre dentro del sobre coincidía con el primer jugador en dar un hit, en cuyo caso podía uno reclamar un premio, premio que a mi nunca me tocó. Participar de la fiesta de esconderse para que no le mojara a uno la cerveza que solían lanzar al aire al momento de ocurrir un evento importante en el juego. Crecí viendo de lejos los pinchos de carne, solo porque mi padre dijo siempre que esas cosas, muchas veces de raros, colores rojos y naranjas, las hacían con carne de perro o de gato. Crecí tomando refrescos y perros calientes en el lado izquierdo de la vieja tribuna con asientos de madera, con baños con olor rancio, escuchando en la parte de arriba de la tribuna a los narradores que escuchaba desde casa a través de la radio, Carlos Tovar Bracho y Delio Amado León.

Yo escuché por la radio debutar a Willibaldo Quintana, que en alguno de los turnos de su primer juego soltó un doblete, que lamentablemente no ayudo a que mi equipo ganara el juego. Yo escuché por la radio dar jonrones a Antonio Armas y escuché por la radio a un importado de apellido Miller robarse muchas bases. 



El equipo de mi infancia es una mezcla de años y temporadas. Si reviso las estadísticas probablemente solo jugaron todos juntos un año o dos, o nunca, pero así es la memoria, uno mezcla los hechos con los afectos y arma un equipo con el foco en las cosas más cercanas, en los recuerdos más próximos. El Caracas de mi niñez tenía a el Gato Galarraga en la primera,a Jesús Marcano Trillo en la segunda base, tenía todavía a Cesar Tovar y a Vitico Davalillo en los jardines, tenía a Antonio Armas en el center field, tenía a Baudilio Díaz en la receptoría, tenía a Diego Seguí sobre la lomita y a un relevista gordo, de apellido Marcano, que tomaba cervezas con mi papá en Juan Griego.  Yo, que supe de las hazañas de Ubaldo Heredia, de Gonzalo Marquez, de Luis Peñalver, vii comenzar a jugar vi comenzar a jugar a Bob Abreu, yo recuerdo el No Hit No Run de Urbano Lugo. Yo vi comenzar a jugar a Omar Vizquel, tal vez el último jugador de los Leones con el que he sentido esa identificación que sentía de niño.



Yo tengo todavía en la casa de Caracas barajitas de cartón con los los nombres de Cesar Tovar y Antonio Armas, yo tuve en mi cuarto de la casa de Los Chorros afiches pintados por mi en láminas de papel bond en los cuales los leones siempre vencían a los otros equipos. 



En estos días de primavera del norte comenzarán los juegos de las Grandes Ligas y la total ausencia de noticias locales sobre ese mundo paralelo no hace otra cosa que recordarme que vengo de un mundo distinto, que todavía soy un pez fuera del agua.

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