Entre una cosa y la otra me entero a través de internet que Pearl River está en proceso de cierre, que no puede pagar el alquiler y el dueño del edificio que ocupa en una acera oeste de Broadway está pidiéndoles que se vayan.
Pensar que las cosas que a uno le gustan no prosperan, no pueden sobrevivir, están condenadas a su desaparición, a ser sustituidas por lo anodino, lo prescindible, lo repetitivo (asumo que llegará en su sustitución un Walmart, una franquicia de ropa o de zapatos, cualquier cosa prescindible por repetitiva) es una metáfora de los miedos que a uno le asaltan cuando, metido en el tráfico, esperando el comienzo de una reunión o simplemente haciendo un alto en el ajetreo diario, entre un correo y el otro, uno se pregunta cuál es nuestro lugar en el mundo, cuántos ven las cosas desde el mismo ángulo. Peor aún cuando uno piensa que esas cosas, esos lugares, son populares, son lugares que nos sirven de encuentro con muchas otras personas. Y resulta que no, que no pueden ni siquiera pagar el alquiler.
Pearl River es una metáfora. Una metáfora de la soledad.
¿Se verá uno, también, como Pearl River, como J&R, como Pearl Paint, como Inaka, como Shackman & Co., condenado a desaparecer?
Es ley de vida, de eso están llenos los libros y los bares. La nostalgia siempre ha tenido suficiente alimento en la degradación personal y en la modificación del hábitat. Pero no deja de golpear en la boca del estómago la desaparición de las referencias.
Uno lee estas noticias sin poder evitar la sensación de pérdida. Es una despedida.
Descubrimos Pearl River Mart cuando quedaba en otro lugar de la misma ciudad, a dos cuadras de donde está ahora y en la acera de enfrente. En los mediados noventas del siglo pasado Patricia y yo solíamos ir a Nueva York con poco dinero en los bolsillos y muchas ganas de caminar por las calles llenas de gente. Y Pearl River Mart era entonces un negocio insólito, a medio camino entre un depósito, una quincalla, y una tienda de descuento con la mercancía descartada de otros sitios. En 10 metros podías pasar de zapatos chinos de tela y plástico a jabones de tocador de envoltorios de dudosa calidad, a muñecos de plástico, a tazas de cerámica japonesa de una belleza suprema. Y así era toda la planta del negocio, ubicado encima de un mercado de minitiendas y vendedores ambulantes, en una esquina de Canal Street. Diversos espacios conectados por pasillos, sumatoria de locales de formas diversas, entrada desde la calle a través de pasillos y escaleras a prueba de normas de bomberos. Lámparas de papel de arroz, juguetes de lata, caramelos chinos White Rabbit Brand, libretas, carteras de tela, budas de piedra, incienso, todo mezclado en un intenso desorden y con un gran sentido de la acumulación...así era Pearl River 20 años atrás.
La planta baja, a la izquierda las porcelanas japonesas |
Con los años la situación económica de Pearl River mejoró y la nuestra también. Todo un gesto solidario, tal vez por eso el afecto. No sé exactamente hace cuántos años, pero probablemente hace una década, Pearl River se mudó poco más de una cuadra más arriba de la esquina en donde estaba anteriormente. Ahora ocupaba todo un edifico con frente a Broadway y se reorganizó con la apariencia de una tienda por departamentos. Tenía un Sótano con una farmacia china, ropa, juguetes, estatuas de buda y artículos de cocina, en la planta baja estaba en miniautomercado, las cerámicas chinas y japonesas y la sección de ropa y adornos; en el piso de arriba estaban los muebles. Se había civilizado el espacio, pero seguía manteniendo esa mezcla ecléctica de zapatos chinos con juguetes, de jabones con artefactos de cocina de dudosa calidad, de libretas con porcelanas japonesas, de latas de te verde con gomas de borrar en forma de sushi, solo que con más orden y más ambición que cuando estaba en Canal Street.
Durante cada año de casi 20 años viajamos a Nueva York para volver a encontrarnos con las mismas calles, la brisa fría y los marrones del otoño, los grises del invierno, el cielo azul y la luz, el rumor de la gente, el pan de maíz y el pavo, los adornos de navidad, el resurgir de la primavera, los anuncios del verano, la energía de la ciudad que nunca duerme. Y en cada viaje fueron desde Pearl River hasta Caracas vasijas de porcelana japonesa, carteritas de tela, libretas de papel, bolsos de plástico, latas de te verde, caramelos "de conejo", jaboncitos chinos de sándalo, juguetes de metal, postales. Cosas prescindibles todas, pero sin las cuales la vida tiene poca alegría.
El Sótano |
Hace casi dos años que no he podido volver a Nueva York. La mudanza a Perú ha traído nuevos gastos y otras prioridades. No temo no volver, algún día será, algún día sobrará algo de dinero para volver, pero temo que cuando vuelva ya no encuentre lo que fui a buscar.
Pearl River es solo una quincalla, una gran quincalla. Su desaparición es irrelevante ante los problemas del mundo. Ese no es el punto. Todo o casi todo lo que allí se encuentra seguro se encontrará en alguna otra parte. Pero la ciudad y los viajes a ella ya no serán iguales, ese es el asunto.
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