3. El Copey
En la misma época en que nos
mudamos a la casa de Los Chorros, mi papá también compró – a crédito, para
variar, recuerden siempre el mantra “fiao hasta un vapor” - por doce mil
bolívares de entonces una casa en Altagracia –o Los Hatos, que es como los
margariteños llaman a este pueblo del norte de la isla, que en algún tiempo
remoto antes de ser pueblo fue el “hato de Suarez” -, pueblo donde habían
nacido mis padres y en el cual aún vivían entonces tres de mis abuelos.
Era una
casa tradicional margariteña de paredes gruesas de ladrillos de adobe con la
fachada de dos colores, creo que originalmente era verde y blanca y luego amarilla
y blanca, con molduras alrededor de las grandes puertas y ventanas, techos
altos de caña brava y tejas, corredor en forma de ele, pisos de cemento pulido
coloreado, un tanque grande de agua tapado por láminas de zinc sobre una
estructura de madera y un patio trasero amplio, largo, delimitado por una cerca
de alambre de púas y en algunos tramos por malla de gallinero. Tenía, a un
costado, un galpón de paredes de ladrillos grises y techo de zinc, en el cual
cabían dos o tres carros grandes, al cual mi papá le puso dos puertas grandes
de metal. En cuanto la compró, mi papá amplió la casa, contratando a unos
albañiles de medio pelo del mismo pueblo, agregando un baño, una cocina, un
lavadero y un nuevo comedor, separado del corredor por una jardinera con
ladrillos rojos. También le agregó un pozo séptico al fondo del terreno y un
tanque de agua elevado, alimentado por una bomba eléctrica, que siempre fue la
mayor preocupación de mi papá, porque las pocas veces que alguien se metió en
la casa aprovechando los meses en los que no estábamos en la isla, lo hicieron
buscando llevarse ese aparato. También reconstruyó los pisos de la casa, toda
la instalación eléctrica, y la pintó nuevamente, por completo, en una
combinación de amarillo y blanco que destacaba especialmente en la fachada.
La casa estaba ubicada en la
calle 9 de diciembre, a la que todo el mundo llamó siempre El Copey, calle que
se iniciaba en la Plaza Sucre, un espacio triangular poblado de guayacanes y árboles
de uva de playa, caminerías de cemento y lámparas de plástico en forma de cono
invertido, en cuyos bancos de granito blanco era común ver a los lugareños esperar
el transporte público, tomar la siesta, a los borrachitos pasar la rasca y a
los enamorados “pelar la pava”, bajo la mirada vigilante de las casas vecinas,
en las que al caer la tarde la gente sacaba las mecedoras para “agarrar el
fresco”, saludar a los que pasaban y, en ocasiones, comprar una torreja
azucarada o una empanada caliente a los que pasaban ofreciéndolas por la calle,
a viva voz.
Cuando mi papá compró la casa, en
un extremo de la plaza todavía estaba un pequeño tanque y una pila pública de
agua, a la cual acudían con sus envases los vecinos de la calle que aún no
tenían servicio de agua corriente en sus casas, por ejemplo, la familia de
Chemané, el panadero, que andaba en una bicicleta negra con una cesta al
frente, en la cual llevaba los panes de anís, las empanadas de guayaba y las
rosquitas azucaradas que tanto me gustaban y que Chemané horneaba en el patio
de la casa de su suegra, nuestros vecinos, a donde vivió hasta que pudo hacerse
su propia casa en otra zona del pueblo. Al segundo o tercer año de nuestras
vacaciones anuales allí, ya todas las casas tenían agua por tubería y entonces,
ante su inutilidad, demolieron el tanque y ampliaron las áreas verdes de la
plaza.
En una esquina de la plaza, en
una casa amarilla y verde, estaba la zapatería La Estrella, cruzando la calle
San Antonio quedaba un botiquín con rockola donde se jugaba ajiley y truco al
ritmo de las canciones de Julio Jaramillo; en la otra esquina de la plaza, al
costado de la bodega de su mamá, Puglia, construyeron los primos Wettel Tovar
una edificación a la que los lugareños llamaban “el edificio”, una casa de
aspecto moderno con techo de tejas de dos pisos, con dos apartamentos y dos
locales comerciales, en los que, al amparo del Puerto Libre, se vendían
electrodomésticos, colchones, muebles y bicicletas. A partir de la Plaza Sucre,
donde El Copey se encontraba con la Calle San Antonio –la denominación urbana
de la carretera de Juan Griego a Santa Ana del Norte-, la calle El Copey no
tenía más de cuatro cuadras, pobladas de casas de una planta, cuatro negocios –
dos bodegas y dos tiendas de puerto libre, a donde iba a buscar kitkats, smarties y toblerones,
que se derretían en minutos al salir del ambiente controlado de las tiendas a
las que acudían revendedores de ropa venidos de Caracas a buscar mejores
precios que los que ofrecían las tiendas de Porlamar y Juan Griego.
Yo, advertido por mis padres de
no entrar en la Calle San Antonio, por donde pasaban los carros con gran
velocidad, recorría El Copey en bicicleta hasta donde desaparecían las casas, y
en los bordes del camino solo se veían cardones, yaques, chivos y guaripetes y
el sol calentaba el asfalto al punto de sentir que se quemaban los pies,
incluso, a través de la suela de goma.
Poco tiempo después de que mi
papá comprara la casa de Altagracia, en medio de boom de inversiones turísticas
en la isla, hoteles, tiendas, restaurantes, nuevas avenidas, abrió sus puertas
al final de la calle El Copey el Safari Margarita, un parque en el que podían
verse tigres, leones, osos, cebras, jirafas, antílopes, búfalos, monos, garzas
rosadas, hipopótamos y rinocerontes, en un recorrido que se hacía en carro con
los animales sueltos alrededor. Solo entramos con mi papá haciendo el recorrido
completo en el carro una vez, que yo recuerde, además del día de la
inauguración, donde todos los habitantes del pueblo hicimos cola con nuestros
carros para ver de cerca a los animales de la sabana africana en los montes en
los que mi padre había ido desde niño buscando conejos o frutos de pichiguey. En
la entrada de safari hubo un restaurante y una tienda de recuerdos, un parque
mecánico, y construyeron poco tiempo después de la inauguración unos
dinosaurios de concreto pintado a los que nos subíamos los muchachos de la
zona, incluso tiempo después de que cerrara el safari, quedando solo la
cervecería, viendo a lo lejos los cerros resecos bajo el sol abrasador de la
isla.
A partir de entonces, en nuestras
vacaciones escuchábamos desde la casa, en las noches, acostados en nuestros chinchorros y arrullados
por los ventiladores eléctricos, que apaciguaban el calor y alejaban a los
zancudos, el rugir de los leones, a los que comenzaron a alimentar con los
burros realengos de la isla, al punto de prácticamente verlos desaparecer en
pocos años. Con mi bicicleta pedaleaba hasta la entrada del parque y me quedaba
viendo los cachorros de león que tenían en un espacio confinado cercano al
restaurante, también recuerdo haber ido algunas veces bordeando la cerca del
parque, por afuera, y darle de comer con la mano a las jirafas, que sacaban su
largo cuello por encima de la cerca perimetral, en las proximidades de la
carretera que une a Santa Ana con el Valle de Pedro González, a las afueras de
Altagracia.
A esa Margarita de los 70s, en la
que comenzaban a sentirse los efectos de la Zona Franca, del Puerto Libre y el
turismo masivo, pero en la que en sus pueblos la gente continuaba durmiendo con
la puerta abierta, peregrinábamos cada año, algunas veces copando todas
nuestras vacaciones escolares, por lo que estábamos allí dos meses entre julio
y septiembre y luego volvíamos para navidades y fin de año. Allí aprendimos a
montar bicicletas, a jugar yaqui y juegos de cartas con los vecinos, a la
puerta de cuya casa nos asomábamos para ver la televisión, y también a jugar
bolas criollas, a ponerle dinero a las rockolas
y a disfrutar una Gaseosa Espartana o
una uva Grappette a media tarde,
cuando convencíamos a nuestros padres de darnos un medio para ir a la bodega,
en la que a veces el bodeguero nos hacía señas desde una hamaca para que
sacáramos nosotros mismos la botella fría de la nevera y le dejáramos el pago
sobre la misma, junto a la botella vacía. También íbamos a la playa dos o tres
veces por semana, mayormente a Playa El Yaque, al otro extremo de la isla,
antigua hacienda de cría de chivos que recibió mi bisabuela como pago de una
deuda hace unos 90 años y en la que décadas después se construyó el actual
aeropuerto de la isla, aunque también a íbamos a Puerto Viejo, Puerto Cruz y
Playa Zaragoza, en Pedro González, el pueblo vecino de Altagracia.
Playas Puerto Viejo y, al fondo Puerto Cruz, Pedro González, Isla de Margarita
También nos acercábamos cada año algunos
pocos días a Porlamar, la capital comercial de la isla. Mi madre, a la que no
le gustaba mucho ir a la playa, hubiese deseado ir a diario, a recorrer las
tiendas y a visitar a su tía Valentina, que tenía varios negocios cerca de la
calle Guevara, pero a mi papá no le gustaba para nada ir de compras, a menos
que fuese a buscar alguna oferta de whiskey escocés. La aversión de mi padre a pasarse el día de
tienda en tienda era tal que, a partir de cuando cumplí 13 años, coincidiendo
con la época en que dejé de ir al colegio en el transporte del señor Amadeo y
comencé a volver a mi casa desde el colegio en camionetica por puesto, mis
padres me llevaban por la mañana, temprano, desde Altagracia a Porlamar,
después de desayunar carite frito con arepas, y me dejaban donde entonces
terminaban los locales comerciales de la avenida 4 de Mayo, frente a la tienda
Minicentro, con la promesa de volver a buscarme al final de la tarde en la panadería
4 de Mayo, ubicada en las proximidades de Bencamar y cerca de donde luego
estuvo la tienda Rattan, a dos cuadras de Saks y La Media Naranja, los íconos
comerciales de la zona en aquella época.
Cruce de las Avenidas 4 de Mayo y Santiago Mariño, a la izquierda La Media Naranja, años 70s
Mi mamá me daba un sobre con
dinero -que yo guardaba celosamente en el bolsillo del pantalón- e
instrucciones de no alejarme de las avenidas 4 de Mayo y Santiago Mariño. Así
como mi papá tenía su mantra crediticio, mi mamá se pasó todos esos años
repitiéndonos que era preferible tener una sola camisa buena que un montón de
ropa de baja calidad “que no representa” y que se puede ahorrar en otras cosas
menos en los zapatos. A la hora que las tiendas ya estaban abiertas y
comenzaban a verse compradores en bermuda y zapato de goma paseando por
aquellas avenidas, me quedaba viendo a mis padres alejarse en el Chevrolet de
mi papá y, con mi hermano, nos pasábamos el día de nuestra cuenta, recorriendo
tiendas, pegando la nariz en las vitrinas de las joyerías -como aquella de la
planta baja del Hotel For You en la que ponían en la vitrina un aviso que
rezaba “si usted necesita preguntar los precios, mejor no entre”- probando los
perfumes de Don Lolo, viendo los quesos de bola holandeses apilados en los
bodegones, buscando las cosas que la noche previa ya habíamos acordado con
mamá, las cosas que mi hermano y yo necesitábamos comprar para el nuevo año
escolar de nuestro colegio sin uniforme –usualmente unos zapatos deportivos, All Star en Saks o Adidas bajando por la Santiago Mariño, mi hermano prefería los Vans, zapatos de diario para ir al
colegio, Kickers cada año, mi mamá
decía que eran los únicos que le duraban a mi hermano todo el año, y, luego, ya
hacia finales del bachillerato, Bass
o Sebago, pantalones, Wrangler de pana, al principio, mi mamá
decía que eran tan buenos como los Levis
y costaban 5 o 10 bolívares más baratos y, luego, cada año, cuando ya no seguía
estrictamente las recomendaciones de mi mamá, Benetton y Sisley,
camisas, medias, interiores-. Cuando algunas personas se sorprenden porque
cuando viajo solo suelo comprar, a ojo, ropa para toda la familia o cuando
asumo con naturalidad largas listas de encargos familiares o cuando en medio de
tiendas tumultuosas, tipo Century 21
o Macys, tengo “ojo” para encontrar
rápidamente las cosas que estamos buscando, suelo decir que no es una habilidad
natural, durante años mi mamá me preparó para ello.
Mis padres regresaron a la isla
cada año, incluso varias veces al año, hasta hace muy poco, nosotros dejamos de
acompañarlos en los primeros años de la universidad, a mediados de los 80s,
porque ya para entonces la enamorada, los amigos, el cine o la posibilidad de
quedarnos a nuestras anchas en la casa de Caracas, sin horarios, presiones o
controles, era una opción más atractiva
que volver durante dos meses al pueblo de los padres, en donde no
teníamos televisión y el teléfono público más cercano quedaba a 6 cuadras de la
casa, en la comisaría de la policía. Volvimos a la isla por nuestra cuenta
varias veces, incluso al día siguiente de nuestro matrimonio, pero nunca
volvimos a quedarnos en la casa de El Copey. Mis padres, progresivamente,
dejaron de usarla, porque aunque seguían viajando a la isla, preferían quedarse
en un apartamento que había comprado en Juan Griego, más fácil de mantener, más
fácil de cerrar cuándo regresaban a Caracas.
Mi Padre vendió la casa de El
Copey a unos vecinos hace unos años, ellos la unieron con la parcela contigua
para construir una posada turística. Todavía era amarilla y blanca y seguían en
el patio las matas de anón, limón, níspero, guayaba y uva de playa. Sobre la
fachada, a diferencia de cuando la compramos, hacían sombra los 3 guayacanes
que le ayude a sembrar a mi papá entre la fachada y el borde de la calle, cuando
mi edad solo tenía un dígito.