El nuevo apartamento de Bello
Monte era 43 m2 más grande que el de La Carlota y, además, quien lo diseñó
exprimió esos 89 metros al punto de que siempre hemos creído que es muy difícil
sacarle más provecho a ese metraje. Cuando nos mudamos tenía pisos de
cerámica, sala comedor con un techo con un escalón, tres habitaciones y dos
baños, cocina beige con mesita para el desayuno y paredes – a diferencia del
apartamento que habíamos dejado atrás- de colores, azul, naranja, verde claro,
verde oscuro, gris; paredes de concreto en las que colgar un cuadro requería de
mucho esfuerzo, y ventanas corredizas con vista sobre la autopista y Colinas de
Bello Monte, que Patricia llenó de plantas rápidamente y desde las cuales veíamos todas las tardes el atardecer meterse
hasta el fondo de la casa y por las cuales se colaba el murmullo permanente,
día y noche, de los carros pasando a toda velocidad por la autopista Francisco
Fajardo, la columna vertebral que vincula el oeste, el centro y el este de
Caracas.
El Conjunto Residencial Bello Monte, a la izquierda de la foto, al norte de la Autopista Francisco Fajardo y el Río Guaire
El arquitecto Jimmy Alcock había
diseñado, cuando el bolívar todavía se cambiaba a razón de 4,30 por dólar, un
conjunto de cinco torres de apartamentos de más de 20 pisos cada una y un
centro comercial, conectados por una gran plaza, en una zona en la que predominaban
pequeños edificios construidos 50 años antes, que me recordaban de alguna
manera a los de La Carlota, y filas de casas de dos pisos que con los años,
dada su cercanía a Sabana Grande, se habían convertido principalmente en
comercios, oficinas y consultorios médicos u odontológicos, sobre unas calles en
las que aún se conservaban algunos árboles grandes y un ambiente que mezclaba la actividad céntrica de Sabana Grande con cierto ambiente pueblerino.
El Conjunto Residencial
Bello Monte se comenzó a construir en la primera mitad de los años 80s, pero solo
terminaron las dos primeras torres, Alfa y Beta, el estacionamiento y en su
techo, el espacio de la plaza que iba a conectar con el centro comercial, al norte, sin completar. Cuando comencé la carrera de
Urbanismo en la Universidad Simón Bolívar a mediados de los 80s, en el primer
trabajo de campo que me encomendaron los profesores, justamente me asignaron
esta zona, donde las dos primeras torres del conjunto, con su arquitectura brutalista de concreto, destacaban desde lo lejos
y en la que entonces ya estaba instalada la oficina de ventas con un
apartamento modelo para que los compradores pudieran hacerse una idea tridimensional
de lo que se ofrecía. Recuerdo haber entrado a pedir información en mi
condición de estudiante y salir con las manos vacías. Tuve que volver días después
con una compañera de clases, María Eugenia, haciéndonos pasar por recién casados
que estaban buscando su primer apartamento, para conseguir información sobre el
número de apartamentos ya construidos y los planes futuros, planes que nunca se
llegaron a materializar. Ni idea tenía yo que poco más de una década después, exactamente
ahí, en ese edificio, tendríamos nuestra primera vivienda propia.
El apartamento lo compramos -luego
de que los astros se alinearan, varios familiares nos prestaran dinero para
completar la inicial y convenciéramos al banco de darnos un crédito a 20 años, a
pesar de no tener ninguno de los dos un empleos fijo, lo que en Perú llaman “en
planilla”- a los cuñados Ríos Armas, que se habían mudado a un apartamento más
grande y con vista a unas matas de níspero en La Florida. Nos dejaron un aire
acondicionado en el cuarto principal, medio closet lleno de libros, una
biblioteca marrón y negra en uno de los tres cuartos (lo que nos impulsó a
convertir esa habitación en una suerte de oficina y sala de exhibición de la
creciente colección de juguetes), y durante unos meses, un dibujo sin papel de
Gego, que valía más que el apartamento, obra que alguna vez estuvo expuesta en
el Museo de Bellas Artes y que estuvo colgada frente al comedor de la casa,
sobre una pared verde, hasta que viajó a la nueva casa de sus propietarios.
En los alrededores del
apartamento teníamos el bulevar de Sabana Grande, a unas cuatro cuadras, más o
menos, por donde solía ir caminando a trabajar – en 1998 comencé a trabajar cerca
de Plaza Venezuela- y todavía, en los tiempos previos a la invasión de
buhoneros que vino con el nuevo milenio promovida por un Gobernador de Caracas,
militar retirado, que para justificar sus cuentas en dólares alegaba que eran
el producto de las regalías de sus libros de poesía, podía regresar del trabajo
en la noche, muchas veces entre las 8 y las 9, caminando por el bulevar sin
pensar que se le iba a uno la vida por ello. Por ahí también solíamos ir a
comer, usualmente los fines de semana, muchas veces al Da Vito, a dos cuadras
de la casa, un negocio que conocí como pensión y pequeño restaurante familiar
en mi época de estudiante y que para la época en que nos mudamos a Bello Monte
era casa familiar de los dueños, en el piso de arriba, y restaurante económico
con menú de precio fijo en la planta baja. Otras tantas veces íbamos al Vecchio Molino, en
la Avenida Solano, el cual me recordaba la época en que solía ir con mis padres los
sábados o cuando, siendo niño, acompañaba a mi papá a saludar a alguno de sus
conocidos, cuando desde allí se gobernaba a la República del Este. También
solíamos ir a buscar dulcitos a La Ducal, a tres cuadras de la casa desde 1958,
a pesar de las señoras cascarrabias que solían estar a cargo del mostrador. Íbamos
también a los restaurantes del recientemente abierto Centro Comercial El
Recreo, a buscar los golfeados de la Pan 900, a buscar los dulces de la
Pastelería Carmen, a pedir arroz a Las Cancelas o La Huerta, a Las Nieves,
donde a veces íbamos a buscar comida para almorzar los fines de semana o
simplemente pasábamos buscando las colas de langosta con jugo de naranja y los
mejores croasanes de Caracas. En ocasiones especiales, íbamos al Urrutia a
buscar sus pimientos de piquillo rellenos de calamares en su tinta.
El mostrador de la Ducal, con sus huevos de chocolate
Cuando nos mudamos a Bello Monte
un servidor todavía pasaba por la barbería una vez al mes y volver a la Roma,
en la Avenida Rómulo Gallegos, solía tomarme medio día, que no me sobraba.
Siguiendo la sugerencia de Patricia me cambié a la Barbería Grecos de la calle Unión de Sabana Grande,
a donde en el pasado se cortaban el cabello el papá y los hermanos de Patricia.
Eran dos barberos, uno italiano, que daba nombre al negocio, y otro canario,
que había sido el asistente personal de Carlos Andres Perez durante su gobierno
de los años 70s. Salvo una vez, por enfermedad de mi barbero usual, siempre me
corté el cabello con el barbero canario, que además de preguntarme por mis
cuñados, echaba cuentos de las intrigas de palacio, de quienes visitaban a
Carlos Andrés en Miraflores o de cómo eran los viajes acompañando al presidente
en la época de la bonanza petrolera de los 70s. Enfrente a la barbería quedaban
una papelería, unas tiendas de juguetes y otras de materiales para hacer
maquetas en las que compraba carritos de metal y tinta para las plumas fuente.
Los 46 m2 del apartamento de La
Carlota parecían poca cosa cuando nos mudamos recién casados, pero los habíamos
llenado de tal manera que cuando comenzamos a meter en cajas o a envolver en
plástico las cosas que habíamos acumulado en algo menos de nuestros primeros 4
años de casados, terminamos llenando dos camiones medianos. Sin embargo, al
llegar al nuevo apartamento, todo ello se diluyó de tal manera en el espacio en
el que el arquitecto Alcock había rendido al máximo, que parecía que la casa
estaba vacía.
Como la familia Tovar Armas, al
igual que la naturaleza, sufre de horror
vacui, en los siguientes meses y años a nuestra mudanza fuimos acumulando,
como quien tiene una misión que va más allá de su voluntad, muebles y cuadros, adornos
y libros, alfombras y cosas, llenando todos los espacios, completando la
decoración en la que nos sentíamos a gusto. A veces es la necesidad de rodearse
de cosas que nos son afines, en las que sentirnos cómodos, acompañados. A veces
es la necesidad de salvar cosas que, percibimos, desaparecerán si no les damos
cobijo y sentido dentro de un grupo, un contexto. A veces es la creencia de que
las cosas hablan por uno y uno quiere, cuando dice “esta es mi casa”, en el
fondo decir “así soy yo”. El caso es que las fuentes de los objetos fueron
varias y el flujo, durante años, fue continuo. Patricia trajo algunas cosas de
la Lejarazú. Recogimos cosas en la calle. Compramos algunas cosas en Bima o en Capuy. Cuando descubrimos que
en Capuy recibían la tarjeta de crédito y se podía pagar en 12, 24 o 36 cuotas sin afectar su límite de crédito, nos
hicimos con una mesa de comedor larga, plegable, de madera de haya con unas
bisagras a la vista en la parte superior, un diseño italiano de los años 60s
que Capuy vendió mucho, con distintas opciones de acabados en madera o en
fórmica, hasta entrado este siglo, y que Patricia había visto desde niña en el
apartamento de Miguel Arroyo en el edificio Altolar y decía siempre que quería
esa mesa para su casa. Acompañando la mesa compramos seis sillas de madera de
capure y cojín de la misma tela naranja del sofá que nos regaló mi mamá, que
reproducían el diseño de las sillas leggera de Gio Ponti. Para acompañar el
sofá naranja que nos había regalado mi mamá cuatro años atrás compramos dos
sillones del mismo diseño y tela, pero en color azul oscuro. También compramos
dos mesitas auxiliares que hacían juego con la mesa del comedor y una lámpara española
de vidrio blanco para colgarla sobre el comedor. En una venta de lámparas que
estaba cerrando en Sabana Grande compramos a precios de remate unas lámparas españolas de los años
60s o comienzos de los 70s. Le compramos un cuadro rojo y grande al cuñado
Enrico, que colgamos justo detrás de las dos butacas azules y comenzamos a
llenar las paredes con cuadros que venían de la familia, fotos de Ricardo, grabados
de Annella, de compras a artistas conocidos y de subastas. Compramos un saldo
de muebles de oficina en el segundo piso de Capuy en Chacaíto, donde vendían
los sobrantes de pedidos anteriores, muebles golpeados y remanentes de líneas
descontinuadas, y los modificamos agregándoles, entre otras cosas, ruedas para habilitarlos como
bibliotecas y para colocar el equipo de sonido y los discos, que estuvieron
siempre debajo de la ventana de la sala.
La silla Leggera, diseñada a comienzos de los 50s por el arquitecto italiano Gio Ponti. Son fabricadas en Italia por Cassina. En Venezuela eran importadas por Capuy, quienes luego comenzaron a fabricarlas con maderas locales, como el capure.
No recuerdo que en La Carlota,
salvo que estuviésemos trabajando allí, pasáramos mucho rato dentro del
apartamento. Era un lugar más para dormir. Por el contrario, en el apartamento
de Bello Monte, a pesar del murmullo permanente que venía de la autopista y entraba
por la ventana – al cual nos acostumbramos rápidamente, al punto de a veces no
sentirlo cuando alguna visita nos lo hacía notar – y del sol que calcinaba el
apartamento en las tardes y calentaba los espacios hasta hacernos sudar hasta
bien entrada la noche, a menos que te enclaustraras en el único cuarto con aire
acondicionado, fue un apartamento en el cual solíamos estar e invitar y en el
cual estaba encendido el equipo de sonido casi todo el día. La historia de los
poco menos de 10 años que vivimos allí tiene una banda sonora. El apartamento
de Bello Monte sonaba a Nat King Cole y Genesis; Soledad Bravo y Presuntos
Implicados; Mecano y Charlie García; Serrat y Los Beatles; Pink Floyd y el
Quinteto Contrapunto; Diane Krall y Cecilia Todd; Norah Jones y Elisa Rego; Los Rodríguez y Guillermo
Carrasco, Rosario Flores y Fito Paez, Charles Aznavour y Sade, Police y Rubén
Blades, Soda Stéreo y Madredeus, Paco de Lucía y Antonio Carlos Jobim.
Cuando todavía vivíamos en La
Carlota comenzamos a viajar cada año a Nueva York, primero al hotel Wolcott, en
la calle 31, cerca de las tiendas de mayoristas donde Patricia y mi cuñada
Gabriela compraban un montón de cosas que luego vendíamos en la Feria del Ateneo
de Caracas en diciembre y, cuando nos mudamos a Bello Monte, integramos en la
decoración de la casa unas vitrinas de madera que Patricia había comprado en el
remate de una quincalla antigua, por Boleíta, y que, luego de quitarles la
pinturas con unos químicos capaces de matar a cualquiera, fueron la decoración
del puesto que durante varios años teníamos cada diciembre en la feria del
Ateneo. Cuando dejamos de tener el puesto –luego lo tendría varios años
Annella, mi cuñada- las vitrinas quedaron para exhibir una parte de la
colección de juguetes, pero seguimos viajando cada año a Nueva York, usualmente
para recibir el año nuevo, pero a veces para estar en la fiesta de thanksgiving
con la familia o para estar en el cumpleaños de Ricardo o para asistir a la
graduación de alguno de los sobrinos. Por eso la casa solía tener discos con
etiquetas de J&R y Tower Records, platos, adornos, cojines y alfombras de
Ikea, velas y portraretratos comprados en Century 21 o en Pier1 Import y bolsas
de FAO Schwartz y Macys para llevar y traer cosas desde la Lejarazú, al otro
lado del río, o desde la casa de mis padres en Los Chorros.
A mi hermano, cuando teníamos poco
tiempo viviendo en Bello Monte, la empresa donde trabajaba lo envió a Canadá y,
después de un año pasando frío en Windsor y cruzando a hacer las compras en
Detroit, lo enviaron a Madrid, donde estuvo más de 2 años . Luego de un breve
regreso a Venezuela, justo en la época del paro petrolero y las marchas en
Caracas, se fue a Puerto Rico, cuando teníamos como 4 años viviendo en Bello
Monte, anticipándose a los tiempos por venir. Con mi hermano y mi cuñada que
habían llegado no hacía mucho desde Madrid fuimos Patricia y yo a la marcha del
11 de abril del 2002 y, luego de volver en la noche, luego de llegar hasta la
Avenida Baralt, de que nos lanzaran bombas lacrimógenas desde las torres de El
Silencio y viéramos pasar muertos y heridos cerca de la estación del metro en
Capitolio, en el apartamento de Bello Monte seguimos las noticias sobre la
renuncia de Chavez y los decretos de Carmona, el breve. Al día siguiente, trasnochado,
en mi cumpleaños, recibí en el fax que teníamos instalado en la sala de la
casa, llamadas de los amigos quienes, además de felicitarme y alegar la situación
del país para no ir a la casa ese día, señalaban que el regalo era innecesario
puesto que ya me lo habían dado la noche anterior. Cuando Chavez regreso dos
días después nadie me dio razón de mis regalos perdidos. En los años siguientes
presenciamos, y participamos, en diversas protestas que se dieron frente a la
casa, en la autopista, pero probablemente la más relevante fue en el 2004 cuando,
molestos porque varios vecinos del edificio tocábamos cacerolas en protesta
porque la Guardia Nacional estaba reprimiendo una manifestación que se desarrollaba
en la autopista, a tres motorizados de la GN no se les ocurrió mejor forma de
callar las cacerolas que disparando varias veces hacia la fachada del edificio y lanzando
bombas lacrimógenas dentro del conjunto residencial, lo que hizo que tuviésemos
que salir de los apartamentos en medio de la humareda y escondernos en las
escaleras del edificio.
Lucía comenzó a ir al colegio
cuando vivíamos en el apartamento de Bello Monte y allí vivíamos cuando nació
Diego en el 2004. Al principió Diego compartió cuarto con su hermana y luego,
el cuarto que llamábamos “la oficina” pasó a ser su cuarto y la
computadora y la impresora y algunos de los muebles fueron a dar a una oficina
que habíamos alquilado en Chacaíto, en el edificio EASO, desde un tiempo antes. En esta
época, con el comienzo del nuevo milenio, también registré con dos amigos de la
universidad la empresa con la que nos ganamos la vida mientras estuvimos en
Venezuela y a la que simbólicamente mantenemos activa hasta hoy, con la
esperanza de volver a trabajar en ella algún día.
La inflación y la devaluación
diluyeron el monto del crédito que nos parecía gran cosa cuando compramos el apartamento y cierta consolidación profesional, que hacía que cada vez tuviésemos más trabajos y mejor remunerados, además de comenzar a
trabajar cada vez más fuera de Venezuela en este período, permitieron amortizar
el crédito hipotecario en menos de la mitad del tiempo acordado inicialmente
con el banco. Cuando avizoramos que estábamos por terminar de pagar el apartamento
y que el crédito que alguna vez representó hasta el 60% de mis ingresos ya no
suponía ni el 10% del mismo, comenzamos a pensar en una nueva casa, en la que
seguir llenando los espacios. Patricia volvió entonces a su interés inicial, cruzar el
río hacia el sur, buscar un apartamento por Colinas de Bello Monte, la zona en
la que había vivido casi toda su vida. En los meses siguientes vendimos el
apartamento de Bello Monte e invertimos los ahorros en el que seguimos pensando
será nuestra casa definitiva, aunque desde hace 6 años no vivamos en ella.
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