lunes, 14 de octubre de 2019

Diez Casas. Parte 5, Bello Monte


El nuevo apartamento de Bello Monte era 43 m2 más grande que el de La Carlota y, además, quien lo diseñó exprimió esos 89 metros al punto de que siempre hemos creído que es muy difícil sacarle más provecho a ese metraje. Cuando nos mudamos tenía pisos de cerámica, sala comedor con un techo con un escalón, tres habitaciones y dos baños, cocina beige con mesita para el desayuno y paredes – a diferencia del apartamento que habíamos dejado atrás- de colores, azul, naranja, verde claro, verde oscuro, gris; paredes de concreto en las que colgar un cuadro requería de mucho esfuerzo, y ventanas corredizas con vista sobre la autopista y Colinas de Bello Monte, que Patricia llenó de plantas rápidamente y desde las cuales veíamos todas las tardes el atardecer meterse hasta el fondo de la casa y por las cuales se colaba el murmullo permanente, día y noche, de los carros pasando a toda velocidad por la autopista Francisco Fajardo, la columna vertebral que vincula el oeste, el centro y el este de Caracas.

El Conjunto Residencial Bello Monte, a la izquierda de la foto, al norte de la Autopista Francisco Fajardo y el Río Guaire

El arquitecto Jimmy Alcock había diseñado, cuando el bolívar todavía se cambiaba a razón de 4,30 por dólar, un conjunto de cinco torres de apartamentos de más de 20 pisos cada una y un centro comercial, conectados por una gran plaza, en una zona en la que predominaban pequeños edificios construidos 50 años antes, que me recordaban de alguna manera a los de La Carlota, y filas de casas de dos pisos que con los años, dada su cercanía a Sabana Grande, se habían convertido principalmente en comercios, oficinas y consultorios médicos u odontológicos, sobre unas calles en las que aún se conservaban algunos árboles grandes y un ambiente que mezclaba la actividad céntrica de Sabana Grande con cierto ambiente pueblerino. 

El Conjunto Residencial Bello Monte se comenzó a construir en la primera mitad de los años 80s, pero solo terminaron las dos primeras torres, Alfa y Beta, el estacionamiento y en su techo, el espacio de la plaza que iba a conectar con el centro comercial, al norte, sin completar. Cuando comencé la carrera de Urbanismo en la Universidad Simón Bolívar a mediados de los 80s, en el primer trabajo de campo que me encomendaron los profesores, justamente me asignaron esta zona, donde las dos primeras torres del conjunto, con su arquitectura brutalista de concreto, destacaban desde lo lejos y en la que entonces ya estaba instalada la oficina de ventas con un apartamento modelo para que los compradores pudieran hacerse una idea tridimensional de lo que se ofrecía. Recuerdo haber entrado a pedir información en mi condición de estudiante y salir con las manos vacías. Tuve que volver días después con una compañera de clases, María Eugenia, haciéndonos pasar por recién casados que estaban buscando su primer apartamento, para conseguir información sobre el número de apartamentos ya construidos y los planes futuros, planes que nunca se llegaron a materializar. Ni idea tenía yo que poco más de una década después, exactamente ahí, en ese edificio, tendríamos nuestra primera vivienda propia.

El apartamento lo compramos -luego de que los astros se alinearan, varios familiares nos prestaran dinero para completar la inicial y convenciéramos al banco de darnos un crédito a 20 años, a pesar de no tener ninguno de los dos un empleos fijo, lo que en Perú llaman “en planilla”- a los cuñados Ríos Armas, que se habían mudado a un apartamento más grande y con vista a unas matas de níspero en La Florida. Nos dejaron un aire acondicionado en el cuarto principal, medio closet lleno de libros, una biblioteca marrón y negra en uno de los tres cuartos (lo que nos impulsó a convertir esa habitación en una suerte de oficina y sala de exhibición de la creciente colección de juguetes), y durante unos meses, un dibujo sin papel de Gego, que valía más que el apartamento, obra que alguna vez estuvo expuesta en el Museo de Bellas Artes y que estuvo colgada frente al comedor de la casa, sobre una pared verde, hasta que viajó a la nueva casa de sus propietarios.

En los alrededores del apartamento teníamos el bulevar de Sabana Grande, a unas cuatro cuadras, más o menos, por donde solía ir caminando a trabajar – en 1998 comencé a trabajar cerca de Plaza Venezuela- y todavía, en los tiempos previos a la invasión de buhoneros que vino con el nuevo milenio promovida por un Gobernador de Caracas, militar retirado, que para justificar sus cuentas en dólares alegaba que eran el producto de las regalías de sus libros de poesía, podía regresar del trabajo en la noche, muchas veces entre las 8 y las 9, caminando por el bulevar sin pensar que se le iba a uno la vida por ello. Por ahí también solíamos ir a comer, usualmente los fines de semana, muchas veces al Da Vito, a dos cuadras de la casa, un negocio que conocí como pensión y pequeño restaurante familiar en mi época de estudiante y que para la época en que nos mudamos a Bello Monte era casa familiar de los dueños, en el piso de arriba, y restaurante económico con menú de precio fijo en la planta baja.  Otras tantas veces íbamos al Vecchio Molino, en la Avenida Solano, el cual me recordaba la época en que solía ir con mis padres los sábados o cuando, siendo niño, acompañaba a mi papá a saludar a alguno de sus conocidos, cuando desde allí se gobernaba a la República del Este. También solíamos ir a buscar dulcitos a La Ducal, a tres cuadras de la casa desde 1958, a pesar de las señoras cascarrabias que solían estar a cargo del mostrador. Íbamos también a los restaurantes del recientemente abierto Centro Comercial El Recreo, a buscar los golfeados de la Pan 900, a buscar los dulces de la Pastelería Carmen, a pedir arroz a Las Cancelas o La Huerta, a Las Nieves, donde a veces íbamos a buscar comida para almorzar los fines de semana o simplemente pasábamos buscando las colas de langosta con jugo de naranja y los mejores croasanes de Caracas. En ocasiones especiales, íbamos al Urrutia a buscar sus pimientos de piquillo rellenos de calamares en su tinta.

El mostrador de la Ducal, con sus huevos de chocolate

Cuando nos mudamos a Bello Monte un servidor todavía pasaba por la barbería una vez al mes y volver a la Roma, en la Avenida Rómulo Gallegos, solía tomarme medio día, que no me sobraba. Siguiendo la sugerencia de Patricia me cambié a la Barbería Grecos de la calle Unión de Sabana Grande, a donde en el pasado se cortaban el cabello el papá y los hermanos de Patricia. Eran dos barberos, uno italiano, que daba nombre al negocio, y otro canario, que había sido el asistente personal de Carlos Andres Perez durante su gobierno de los años 70s. Salvo una vez, por enfermedad de mi barbero usual, siempre me corté el cabello con el barbero canario, que además de preguntarme por mis cuñados, echaba cuentos de las intrigas de palacio, de quienes visitaban a Carlos Andrés en Miraflores o de cómo eran los viajes acompañando al presidente en la época de la bonanza petrolera de los 70s. Enfrente a la barbería quedaban una papelería, unas tiendas de juguetes y otras de materiales para hacer maquetas en las que compraba carritos de metal y tinta para las plumas fuente.

Los 46 m2 del apartamento de La Carlota parecían poca cosa cuando nos mudamos recién casados, pero los habíamos llenado de tal manera que cuando comenzamos a meter en cajas o a envolver en plástico las cosas que habíamos acumulado en algo menos de nuestros primeros 4 años de casados, terminamos llenando dos camiones medianos. Sin embargo, al llegar al nuevo apartamento, todo ello se diluyó de tal manera en el espacio en el que el arquitecto Alcock había rendido al máximo, que parecía que la casa estaba vacía.

Como la familia Tovar Armas, al igual que la naturaleza, sufre de horror vacui, en los siguientes meses y años a nuestra mudanza fuimos acumulando, como quien tiene una misión que va más allá de su voluntad, muebles y cuadros, adornos y libros, alfombras y cosas, llenando todos los espacios, completando la decoración en la que nos sentíamos a gusto. A veces es la necesidad de rodearse de cosas que nos son afines, en las que sentirnos cómodos, acompañados. A veces es la necesidad de salvar cosas que, percibimos, desaparecerán si no les damos cobijo y sentido dentro de un grupo, un contexto. A veces es la creencia de que las cosas hablan por uno y uno quiere, cuando dice “esta es mi casa”, en el fondo decir “así soy yo”. El caso es que las fuentes de los objetos fueron varias y el flujo, durante años, fue continuo. Patricia trajo algunas cosas de la Lejarazú. Recogimos cosas en la calle. Compramos algunas cosas en Bima o en Capuy. Cuando descubrimos que en Capuy recibían la tarjeta de crédito y se podía pagar en 12, 24 o 36 cuotas sin afectar su límite de crédito, nos hicimos con una mesa de comedor larga, plegable, de madera de haya con unas bisagras a la vista en la parte superior, un diseño italiano de los años 60s que Capuy vendió mucho, con distintas opciones de acabados en madera o en fórmica, hasta entrado este siglo, y que Patricia había visto desde niña en el apartamento de Miguel Arroyo en el edificio Altolar y decía siempre que quería esa mesa para su casa. Acompañando la mesa compramos seis sillas de madera de capure y cojín de la misma tela naranja del sofá que nos regaló mi mamá, que reproducían el diseño de las sillas leggera de Gio Ponti. Para acompañar el sofá naranja que nos había regalado mi mamá cuatro años atrás compramos dos sillones del mismo diseño y tela, pero en color azul oscuro. También compramos dos mesitas auxiliares que hacían juego con la mesa del comedor y una lámpara española de vidrio blanco para colgarla sobre el comedor. En una venta de lámparas que estaba cerrando en Sabana Grande compramos a precios de remate unas lámparas españolas de los años 60s o comienzos de los 70s. Le compramos un cuadro rojo y grande al cuñado Enrico, que colgamos justo detrás de las dos butacas azules y comenzamos a llenar las paredes con cuadros que venían de la familia, fotos de Ricardo, grabados de Annella, de compras a artistas conocidos y de subastas. Compramos un saldo de muebles de oficina en el segundo piso de Capuy en Chacaíto, donde vendían los sobrantes de pedidos anteriores, muebles golpeados y remanentes de líneas descontinuadas, y los modificamos agregándoles, entre otras cosas, ruedas para habilitarlos como bibliotecas y para colocar el equipo de sonido y los discos, que estuvieron siempre debajo de la ventana de la sala.

La silla Leggera, diseñada a comienzos de los 50s por el arquitecto italiano Gio Ponti. Son fabricadas en Italia por Cassina. En Venezuela eran importadas por Capuy, quienes luego comenzaron a fabricarlas con maderas locales, como el capure.

No recuerdo que en La Carlota, salvo que estuviésemos trabajando allí, pasáramos mucho rato dentro del apartamento. Era un lugar más para dormir. Por el contrario, en el apartamento de Bello Monte, a pesar del murmullo permanente que venía de la autopista y entraba por la ventana – al cual nos acostumbramos rápidamente, al punto de a veces no sentirlo cuando alguna visita nos lo hacía notar – y del sol que calcinaba el apartamento en las tardes y calentaba los espacios hasta hacernos sudar hasta bien entrada la noche, a menos que te enclaustraras en el único cuarto con aire acondicionado, fue un apartamento en el cual solíamos estar e invitar y en el cual estaba encendido el equipo de sonido casi todo el día. La historia de los poco menos de 10 años que vivimos allí tiene una banda sonora. El apartamento de Bello Monte sonaba a Nat King Cole y Genesis; Soledad Bravo y Presuntos Implicados; Mecano y Charlie García; Serrat y Los Beatles; Pink Floyd y el Quinteto Contrapunto; Diane Krall y Cecilia Todd; Norah Jones y Elisa Rego; Los Rodríguez y Guillermo Carrasco, Rosario Flores y Fito Paez, Charles Aznavour y Sade, Police y Rubén Blades, Soda Stéreo y Madredeus, Paco de Lucía y Antonio Carlos Jobim. 
  
Cuando todavía vivíamos en La Carlota comenzamos a viajar cada año a Nueva York, primero al hotel Wolcott, en la calle 31, cerca de las tiendas de mayoristas donde Patricia y mi cuñada Gabriela compraban un montón de cosas que luego vendíamos en la Feria del Ateneo de Caracas en diciembre y, cuando nos mudamos a Bello Monte, integramos en la decoración de la casa unas vitrinas de madera que Patricia había comprado en el remate de una quincalla antigua, por Boleíta, y que, luego de quitarles la pinturas con unos químicos capaces de matar a cualquiera, fueron la decoración del puesto que durante varios años teníamos cada diciembre en la feria del Ateneo. Cuando dejamos de tener el puesto –luego lo tendría varios años Annella, mi cuñada- las vitrinas quedaron para exhibir una parte de la colección de juguetes, pero seguimos viajando cada año a Nueva York, usualmente para recibir el año nuevo, pero a veces para estar en la fiesta de thanksgiving con la familia o para estar en el cumpleaños de Ricardo o para asistir a la graduación de alguno de los sobrinos. Por eso la casa solía tener discos con etiquetas de J&R y Tower Records, platos, adornos, cojines y alfombras de Ikea, velas y portraretratos comprados en Century 21 o en Pier1 Import y bolsas de FAO Schwartz y Macys para llevar y traer cosas desde la Lejarazú, al otro lado del río, o desde la casa de mis padres en Los Chorros.

A mi hermano, cuando teníamos poco tiempo viviendo en Bello Monte, la empresa donde trabajaba lo envió a Canadá y, después de un año pasando frío en Windsor y cruzando a hacer las compras en Detroit, lo enviaron a Madrid, donde estuvo más de 2 años . Luego de un breve regreso a Venezuela, justo en la época del paro petrolero y las marchas en Caracas, se fue a Puerto Rico, cuando teníamos como 4 años viviendo en Bello Monte, anticipándose a los tiempos por venir. Con mi hermano y mi cuñada que habían llegado no hacía mucho desde Madrid fuimos Patricia y yo a la marcha del 11 de abril del 2002 y, luego de volver en la noche, luego de llegar hasta la Avenida Baralt, de que nos lanzaran bombas lacrimógenas desde las torres de El Silencio y viéramos pasar muertos y heridos cerca de la estación del metro en Capitolio, en el apartamento de Bello Monte seguimos las noticias sobre la renuncia de Chavez y los decretos de Carmona, el breve. Al día siguiente, trasnochado, en mi cumpleaños, recibí en el fax que teníamos instalado en la sala de la casa, llamadas de los amigos quienes, además de felicitarme y alegar la situación del país para no ir a la casa ese día, señalaban que el regalo era innecesario puesto que ya me lo habían dado la noche anterior. Cuando Chavez regreso dos días después nadie me dio razón de mis regalos perdidos. En los años siguientes presenciamos, y participamos, en diversas protestas que se dieron frente a la casa, en la autopista, pero probablemente la más relevante fue en el 2004 cuando, molestos porque varios vecinos del edificio tocábamos cacerolas en protesta porque la Guardia Nacional estaba reprimiendo una manifestación que se desarrollaba en la autopista, a tres motorizados de la GN no se les ocurrió mejor forma de callar las cacerolas que disparando varias veces hacia la fachada del edificio y lanzando bombas lacrimógenas dentro del conjunto residencial, lo que hizo que tuviésemos que salir de los apartamentos en medio de la humareda y escondernos en las escaleras del edificio.

Lucía comenzó a ir al colegio cuando vivíamos en el apartamento de Bello Monte y allí vivíamos cuando nació Diego en el 2004. Al principió Diego compartió cuarto con su hermana y luego, el cuarto que llamábamos “la oficina” pasó a ser su cuarto y la computadora y la impresora y algunos de los muebles fueron a dar a una oficina que habíamos alquilado en Chacaíto, en el edificio EASO, desde un tiempo antes. En esta época, con el comienzo del nuevo milenio, también registré con dos amigos de la universidad la empresa con la que nos ganamos la vida mientras estuvimos en Venezuela y a la que simbólicamente mantenemos activa hasta hoy, con la esperanza de volver a trabajar en ella algún día.

La inflación y la devaluación diluyeron el monto del crédito que nos parecía gran cosa cuando compramos el apartamento y cierta consolidación profesional, que hacía que cada vez tuviésemos más trabajos y mejor remunerados, además de comenzar a trabajar cada vez más fuera de Venezuela en este período, permitieron amortizar el crédito hipotecario en menos de la mitad del tiempo acordado inicialmente con el banco. Cuando avizoramos que estábamos por terminar de pagar el apartamento y que el crédito que alguna vez representó hasta el 60% de mis ingresos ya no suponía ni el 10% del mismo, comenzamos a pensar en una nueva casa, en la que seguir llenando los espacios. Patricia volvió entonces a su interés inicial, cruzar el río hacia el sur, buscar un apartamento por Colinas de Bello Monte, la zona en la que había vivido casi toda su vida. En los meses siguientes vendimos el apartamento de Bello Monte e invertimos los ahorros en el que seguimos pensando será nuestra casa definitiva, aunque desde hace 6 años no vivamos en ella.

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