En el 2013, si bien ya eran
evidentes los efectos del chavismo sobre la economía, las instituciones y la
vida cotidiana de los venezolanos, la crisis aún no explotaba con toda su
fuerza y nosotros, que teníamos ingresos en dólares por los trabajos en los que
participábamos fuera del país, vivíamos aún una situación privilegiada que nos
permitía comodidades que, cada vez más, comenzaban a estar fuera del alcance de
la clase media.
Por una parte, la empresa española
en la que trabajaba ya me había planteado unos meses antes mudarme a otro país
de la región, desde donde atender con mayor facilidad los proyectos en los que
estaba participando en aquellos años, principalmente en Centroamérica. En
aquella Venezuela del 2013 cada vez era más complicado conseguir vuelos, era
imposible para una empresa, de manera legal, cambiar bolívares por otra moneda
y el mercado local de proyectos se había reducido de tal manera que,
prácticamente, vivíamos en Caracas pero trabajábamos fuera. Por otra parte, la
empresa que habíamos fundado más de una década atrás junto a compañeros de
trabajo de la Universidad Simón Bolívar, tenía cada vez menos trabajo, al punto
de solo seguir funcionando subsidiada por lo ingresos que recibíamos en dólares
por nuestro trabajo en la empresa española. Nuestros principales clientes eran
del sector privado, oficinas de ingeniería o arquitectura, promotoras
inmobiliarias, propietarios de inmuebles. Muchos de quienes nos contrataban o
estaban mudándose fuera del país o simplemente estaban trabajando al mínimo
ritmo para no cerrar. Los compañeros de clases de nuestros hijos se estaban
yendo, también algunos maestros. Lucía se había graduado de bachillerato y
había comenzado a estudiar su carrera, pero algunos de sus profesores
desaparecían a mitad de semestre, en algunas materias para poder cubrir al
menos una parte del contenido se sucedían los profesores sin solución de
continuidad. En ese contexto comenzamos a plantearnos irnos del país, al menos
por un tiempo.
Primero me plantearon irme a Panamá, pero luego me ofrecieron un contrato por 3
años en Perú. La oferta llegó a mediados de semana, condicionada a que debía
presentarme en Lima la semana siguiente. Me adelanté a la familia, que hizo
varias visitas de exploración los meses siguientes. Cuando fijamos la fecha de
la mudanza de la familia, condicionada por el inicio del año escolar en Perú, alquilé
un apartamento cerca de mi oficina con espacio para todos (anteriormente estuve
unos meses en un apartamento, más pequeño y compartido, que la empresa usaba
para dar alojamiento temporal a sus empleados internacionales). Desde donde me
mudé, la Avenida Vasco Núñez de Balboa, hasta donde trabajaba, la Avenida
Benavides, la misma por la que Pichula Cuellar hacía piques con sus amigos en la novela corta de Vargas Llosa y que Julius veía desde la ventana del carro familiar en la novela de Bryce, recorría unas 8 cuadras, la mayoría de las cuales eran de la calle
Alcanfores, una calle arbolada, con edificios de apartamentos, algunos
restaurantes (entre Benavides y 28 de julio) y algunas viejas casas miraflorinas con jardín,
mayormente condenadas a ser demolidas en los próximos años. Me sigue gustando mucho caminar por Alcanfores, lo sigo haciendo cada vez que puedo.
Luego de mudarme al apartamento
alquilado, mientras la familia estaba aún en Caracas (se mudarían a Lima 4 meses después del Alquiler, aunque lo visitaron dos veces en el interim), asumí una rutina: me
quedaba hasta tarde en la oficina entre lunes y viernes, hasta el momento en
que todos ya se habían ido. Hablaba un rato con Patricia por Skype. Apagaba las
luces. Cerraba la oficina. Me compraba algo de comer en el automercado Vivanda,
que queda cruzando la calle, y me iba hasta la casa caminando, básicamente a
dormir en un apartamento grande y vacío, desde el cual escuchaba los carros
pasar, veía a otros edificios y casas y, con suerte, en los días despejados,
podía ver el mar a lo lejos e, incluso, hasta podía escucharlo golpear los
cantos rodados de la Costa Verde. Los fines de semana salía a caminar todo el
día, cámara en mano, recorriendo calles de Lima que no conocía y tratando de
entender algunas lógicas de la ciudad. Retomé la costumbre, perdida en Caracas,
de ir al cine. A tres cuadras me quedaba el Centro Comercial Larcomar, donde
estaban unos multicines en los que pasaban películas nuevas y algunos clásicos
como parte de ciclos sobre directores o actores.
Una noche de domingo, luego de pasarme
el día caminando por el Barrio Chino en el centro de Lima, hacer la compra en
el automercado y de conversar dos veces con la familia, me puse a leer el
periódico. En la sección de cine anunciaban que esa noche se estrenaba la nueva
película de Robert Redford. Ya era casi la hora de la película, lo dudé un
segundo y salí corriendo de la casa. Cuando llegué al cine de Larcomar la sala
ya estaba oscura y la película estaba en su primer minuto. Me senté en el
primer asiento vacío que encontré, junto al pasillo, sin reparar en quienes
tenía alrededor. Cuando terminó la película, apenas las luces comenzaron a
encenderse, el señor que había estado sentado a mi lado toda la película me
pidió permiso para salir. Entonces el muchacho que comenzó a conocer Miraflores
desde Caracas, hace casi 4 décadas, leyendo Los Cachorros dio un paso al
costado para dejar salir a Mario Vargas Llosa y a la que entonces era su señora.
Afuera de la sala nos lo encontramos de nuevo, esperando en la puerta de los
baños a que saliera quien le acompañaba. Estaba pensativo junto a una columna,
mientras los demás asistentes a la última función de la noche lo veían de lejos
y le hacían gestos de aprobación o saludo.
Vivimos tres años en el
apartamento de Núñez de Balboa. El tiempo pasó rápido, siempre con la mirada
puesta en Venezuela. Una noticia en la televisión, una llamada de la familia, un
video por internet, celebraciones por Skype. Un viaje una vez al año. A
diferencia de todas nuestras casas previas, nunca lo llenamos, nunca pintamos
una pared, lo devolvimos a sus dueños como lo recibimos. Los niños a veces lo
añoran, con su terraza en la que le poníamos una piscina inflable a Teresa en
el verano y su depósito bajo la escalera, que Diego usaba como su estudio
privado. Probablemente añoran más su cercanía al mar, los parques de la zona y
esa mezcla tan agradable que tiene Miraflores de restaurantes, cafés y tiendas
con calles arboladas y parques muy cuidados. Nosotros también extrañamos la
zona a veces, no el apartamento, aunque nos gustaba poder hacer parrillas al
aire libre cuando el frío y los cielos grises se iban de Lima por unos meses. Era
un apartamento muy caliente en verano y era muy húmedo en invierno. Hicimos
esfuerzos por darle a la familia cierto sentido de pertenencia, pero sabemos
que no lo logramos. Colocar la lamparita de papel de Noguchi en el mueble de la
entrada fue en vano. En Núñez de Balboa siempre estuvimos de paso. Al cumplirse
el tercer año de contrato, el mismo año en que se quemaron los cines de Larcomar, y habiendo cambiado de trabajo, bajo un cielo azul
pre-veraniego nos mudamos a un apartamento más cercano al colegio de Teresa y
Diego.
Para finalizar la descripción de
esta séptima casa, anexo lo que escribí la semana que me mudé a ella, en el
2013, aun sin la familia, aunque los primeros dos días que dormimos ahí estaba
Patricia de visita. El tiempo da una perspectiva distinta. Esto es lo que
pensaba entonces.
Hace poco más de cinco siglos y un mes que, según
cuentan los historiadores, Vasco Núñez de Balboa se subió a un cerro de lo que hoy
es Panamá y desde allí vió por primera vez el Mar del Sur, el Lago Español,
el océano Pacífico. Había venido de
lejos el conquistador extremeño, había tenido éxitos tempranos y también
sonados fracasos -como su intento en convertirse en hacendado en La
Española- y estaba en el istmo comenzando de nuevo, combinando su mano
izquierda con la derecha en el trato con los nativos de esas tierras.
Lo de Núñez de Balboa viene al caso porque esta
semana he alquilado un apartamento, una promesa de casa familiar a la que
espero mudarme la semana que viene, en la cuadra 2 de la miraflorina calle Vasco
Núñez de Balboa, en Lima. Desde allí, desde su balcón de la séptima
planta, entre mirando los otros edificios y agradeciendo la fugaz ausencia de
niebla limeña, puede adivinarse una masa gris que se ilumina en el horizonte,
el Mar del Sur, el Lago Español, el océano Pacífico.
Mudarse a una nueva casa siempre es un reto. En el
norte de África y en el Medio Oriente hay una sabia maldición popular que
reza sin piedad "ojalá te mudes" como deseo a los enemigos. Yo
prometí públicamente, la última vez que me mudé, hace ya más de 6 años, cuando
nos fuimos al Altolar de los sueños de Patricia, no hacerlo nunca más, salvo
que tuviese que irme del país en que nací. Y aquí estoy, en otro país,
preparándome para armar una casa que, aunque prestada pago mediante, pueda
tener el sabor de lo propio en los tiempos por venir.
Cuentan que Núñez de Balboa bajó del cerro
prontamente luego de su avistamiento de finales de septiembre de
1513 y en menos de dos días se encontró en la orilla del mar, en el cual
se sumergió para tomar posesión en nombre de la corona española. Yo me voy a tardar
algo más de una semana en tomar posesión del piso, en nombre de la empresa
española en la que trabajo. Pero no soy, ni remotamente, un descubridor. Lima
está llena de españoles, miles calculo yo, desde ejecutivos que duermen
en piso con vista al campo de golf de San Isidro hasta arquitectos jóvenes
que están aquí diseñando cosas por 3000 soles brutos al mes.
Es una mudanza sin mudanza, porque no hay muebles
que mover, no hay cajas que desembalar, no hay libros que clasificar, no hay
discos que embalar. Es en realidad un comenzar de nuevo. Esta vez es volver al
ritual que creíamos ya superado de cubrir los mínimos, de satisfacer las
necesidades básicas. Es pensar la ingeniería de procesos del hogar: la papelera
para el baño, el batidor para la leche, el abrelatas para el atún, el sacacorchos
para el vino, el plato para el cereal con yogurt, el cucharón para la sopa, el
cuchillo para la carne, la alfombrita para el baño, la almohada para dormir, la
olla para la pasta, el vaso para el jugo. Estos días estoy haciendo listas con
las cosas que tengo que comprar para que la casa funcione como una casa, para
que cuando venga la familia desde Caracas no asocie la mudanza con la
precariedad, para que evite pensar en la provisionalidad.
En Caracas a estas horas de viernes por la
noche están saqueando comercios con permiso y apoyo gubernamental. Mañana
seguirán, que remedio queda. Ya estamos en la fase de repartir las sobras. No
hay nada más. Como en los divorcios, como en los funerales. Y yo estoy en
cambio con mi lista en la mano, viendo precios por internet, a ver a donde voy
a buscar este fin de semana el televisor y la lavadora que necesito. Estoy
comenzando de nuevo, subido a la séptima planta de mi montaña blanca que mira
al Pacífico, aunque este se esconda tras la bruma limeña.
Alguien me dijo esta semana, en una reunión con
colegas urbanistas, que era valiente comenzar de nuevo “a mi edad, con tres hijos
y en tierras ajenas”. Y yo le respondí de inmediato que no, que valiente era
tratar de quedarse en Caracas con 3 hijos en estos tiempos de oscuridad y
escasez. Y obvié comentario alguno sobre la expresión "a mi edad"
porque quien me lo decía tiene pocos años más que yo y porque el portero del
edificio y la señora que me vende La República y El Comercio los sábados y los
domingo me llama siempre con ese formalismo limeño que tanto me
gusta "joven, ¿cómo está usted hoy?
Sartén con antiadherente, pañito para la cocina,
mantel para el comedor, tabla para cortar, copa para el vino, plato para el
postre, cesta para la ropa sucia, colgador para las corbatas. Aquí sigo,
mirando el Mar del Sur, comenzando de
nuevo. Fregona con su tobo, cuchillo grande, pela papas, envase de plástico
para guardar las sobras, manta para la cama. Solo espero no perder la cabeza,
como el español que da nombre a mi nueva calle.
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