Para
Víctor y Pierre
Víctor
subió a la piedra grande, gris, a cuyo costado caía el agua como metro y medio
hasta la poza de aguas oscuras. Puso los brazos apuntando al frente, respiró
hondo, infló el pecho y se lanzó.
Nos
juntamos en mi casa temprano en la mañana, cuando apenas comenzaba a aclarar el
día. Mis padres dormían aún. No se escuchaba a nadie en la calle. Sonó el
timbre y salí de inmediato por la puerta de la cocina, bordeando el carro
blanco, grande, de mi papá, con mi morral colgando de un brazo. Me había parado
muy temprano, todavía oscuro y, luego de vestirme, me senté en la mesa de la cocina
a esperar a que los compañeros del colegio viniesen a mi casa y pudiese
mostrarles aquel camino y aquel río del que les había hablado varias veces.
Las
casas de mis amigos del colegio solían entrañar misterios, cosas para contar. Los objetos traídos
de los viajes, las obras de arte, las antigüedades, las bibliotecas , los
carros deportivos de los padres que no era común verlos en la calle. La mía, en
cambio, era un libro abierto, seco, con apenas adornos y muebles, con todo a la
vista, con poco o nada por descubrir. El cerro, al que en esa época subía casi
cada fin de semana, muchas veces solo, alguna vez con mi vecino Luife, que subía y
bajaba corriendo, cronometrando los minutos que tardaba en darse un chapuzón en
el río y estar de vuelta en la Avenida El Rosario, era en cambio, mi misterio
por ofrecer. Era como si mi casa, que quedaba a pocas cuadras de la montaña, se
ampliara y tuviese vista sobre toda la ciudad y luego incluyera, a falta de
otras amenidades, un anexo, un cuarto grande, verde, con sorpresas por
descubrir detrás de cada árbol, detrás de cada sonido, por el que discurría entre
las piedras un río de agua fría, oscura, un murmullo que baja a la ciudad. Y yo
era el guía de aquel territorio por descubrir, era mi cerro.
Al
final de la Avenida El Rosario, por la que apenas si pasaba algún carro a
aquellas horas, compramos unos panes, unas garrafas de jugo de naranja y unos
chocolates. Dos cuadras más arriba de la panadería cruzamos caminando por el
hombrillo el túnel de la Avenida Boyacá que comunica con la Avenida Principal de Boleita y escuchando el eco de nuestras voces salimos
al costado de la autopista, allí donde comenzaba el camino de tierra entre
algunos árboles.
El
cerro al principio es empinado, pero los que subían entonces por el Estribo de Duarte habían hecho caminos que permitían ir zigzagueando la ladera, por lo menos hasta donde
estaba el monumento improvisado a los bomberos muertos.
Hay
que dejar una piedra aquí – dije, mientras colocaba una piedra sobre la cruz – es una muestra de respeto por lo que
murieron apagando incendios en este cerro.
Este
primer tramo tenía unos arboles sembrados y vueltos a sembrar en los años
cercanos, arboles parcialmente quemados que se empeñaban en volver a
reverdecer, al menos parcialmente.
Pico Oriental desde el Estribo de Duarte |
Mientras
comenzábamos el segundo tramo, con más piedras y menos camino, con las laderas
despejadas cada lado, sin árboles, precipicios a cada lado de la cumbrera por
donde iba la trocha, conté la historia de los incendios que ocurrían cada año,
bien por alguna colilla de cigarro dejada al costado de la autopista, bien por
alguna botella olvidada en la montaña, la que actuaba como un lente y junto a
los rayos del sol bastaba para prender el monte seco.
Pasamos
el primer helipuerto, una terraza pequeña, cortada en la tierra rojiza de la montaña, en la que los
días de incendios los helicópteros solían bajar o subir bomberos, en la que a
veces recargaban agua de unos tanques de metal – australianos los llamábamos
entonces – para lanzarla contra las laderas llenas de espigas amarillas y
violetas..
Pasamos
la torre del tendido eléctrico. La ciudad podía verse abajo, a lo lejos,
silente. Ahora solo se escuchaba el viento contra la montaña. Ya estaban despejándose
las nubes grises. Podía verse azul la piscina del Club Hebraica, la masa verde
que envolvía a las casas de Los Chorros, Los techos grises de Boleita Norte. Tomamos
algunas fotos, comimos alguna fruta y un chocolate. Hice algún comentario que
parecía salido de los consejos de nutrición de las Selecciones de Readers
Digest sobre la importancia del potasio cuando se hace algún esfuerzo físico y el por
qué comer chocolate o tomate. Yo había llevado de ambos. Me llamó la atención
el que Víctor llevase cada cubierto enganchado a un corcho, para que ninguna
parte filosa pudiese hacer daño dentro de su morral. Me pareció tan sofisticado,
yo los llevaba envueltos en una servilleta de papel.
Tardamos
unos 45 minutos en hacer cumbre en el segundo helipuerto. Desde allí se podía
ver desde Petare hasta el centro de Caracas y al fondo se distinguían algunas
de las montañas cercanas a El Hatillo y la Universidad Simón Bolívar. Esperamos
a Pierre, que tardaba un poco más en subir. La ciudad se estaba despertando
abajo, pero yo tenía la sensación de estar caminando desde hacía muchas horas.
Ya había salido el sol pero aún no desplegaba toda su potencia.
Desde
el segundo helipuerto se sigue un camino más o menos llano, con barrancos a
ambos lados, hasta el cruce con el camino que lleva a La Julia, hasta que nos
adentramos en el bosque, por el camino a la izquierda y deja de verse y
escucharse la ciudad. Y deja de verse el sol, salvo por los reflejos que se
cuelan entre las ramas altas de los árboles, algunos de 20 metros o más. La
trocha no tiene más de 30 o 40 centímetros de ancho, ya no es piedra sino
barro, más o menos seco según hubiese llovido en los días previos, más o menos
marrón según cuántas hojas o palos secos hubiesen caído y se hubiesen desecho.
Un camino que cruza algunos hilos de agua, que sube y baja dentro de un bosque
espeso, donde al costado todo es verde, denso. Cada murmullo, sonido, ruido, es
una sospecha de un ser vivo, una serpiente, una araña, un roedor, un pájaro.
El
camino tiene pocas bifurcaciones. Caminos que se juntan dentro de la montaña.
Algunos tienen una tablitas de madera con los nombres. Cachimbo. La Julia. Ruta
77. Pico Oriental. En otros hay que apelar a la memoria. Yo soy el que conozco
la ruta a Paraíso.
La
quebrada Tócome queda al fondo de un pequeño cañón, donde se combinan rocas
grandes, angulosas, con otras más pequeñas, redondeadas, como huevos gigantes.
Las piedras son grises. La luz es verde. El agua es fría. El sol apenas entra
bajo la copa de los árboles.A esta zona con una secuencia de pequeñas cascadas y algunas pozas de agua fría se le conoce como Paraiso. Ponemos los jugos a enfriar dentro del río,
acuñados entre las piedras. Ponemos los morrales sobre unas piedras al costado
de la poza. Nos quitamos los zapatos y hundimos los pies en el agua helada. Víctor
sube a la piedra grande, gris, a cuyo costado cae el agua como metro y medio
hasta la poza de aguas oscuras. Puso los brazos apuntando al frente, infló el
pecho y se lanzó.
Cuando
salió no veía nada. Se había lanzado al agua sin quitarse los lentes, redondos.
Buscamos
bajo el agua durante al menos media hora, entre las piedras, entre las hojas, sin
conseguir nada.
Nos
bañamos un rato en el río. Comimos los panes que habíamos subido. Nos quedamos
un rato viendo a los árboles moverse, escuchar los sonidos del bosque. Creímos
escuchar a alguien que hablaba en alguno de los caminos que ve al río desde
arriba.
Pierre
y yo llevamos a Víctor agarrado del brazo todo el camino de regreso. Mientras
regresábamos nos repitió varias veces que no veía nada sin lentes. Nunca le he
preguntado si veía la ciudad cuando bajábamos, si veía los barrancos mientras
lo llevábamos cuesta abajo. Siempre me pregunté, yo que entonces me jactaba de
la vista de águila que ya no tengo, como vio Víctor aquel cerro mientras
regresábamos, como se veía la ciudad desde arriba.
Caracas desde el Estribo de Duarte |
Manchas
de colores, quizás. Formas superpuestas, tal vez. Así también lo recuerdo yo. Recuerdo que aquella
tarde el cielo era azul, el viento soplaba desde el este y la ciudad era un
murmullo abajo, lejos.
Tan lejos como ahora.. Teníamos
14 o 15 años.