martes, 21 de diciembre de 2010

Velásquez redescubierto

Los diarios de buena parte del mundo reproducen hoy la historia del redescubrimiento de un cuadro del pintor sevillano, nacido en 1599, entre los fondos del Museo Metropolitano de Nueva York. El cuadro en cuestión, una pintura de Felipe IV, fue atribuido durante mucho tiempo, décadas, siglos,  a Velásquez, lo que era corroborado por el recibo original -fechado en 1620- de la venta del cuadro, de puño y letra del pintor,  y también perteneciente al mencionado museo niuyorkino; pero la obra  había sufrido -en el sentido literal de esta palabra- tantas restauraciones e intervenciones de baja calidad, que hace unos 35 años y como parte de una investigación que también cuestionó la autoría de otras obras del museo, los expertos asumieron que no era sino una copia realizada por el taller del artista, ya que Diego no podía haber hecho pinceladas tan burdas como aquellas.



El uso de técnicas como los rayos x y una investigación que incluyó la revisión de algunas obras en el Museo de El Prado, en Madrid , así como un proceso de limpieza, durante más de un año, permitió a los especialistas del MET eliminar las intervenciones hechas a solicitud de sus propietarios previos y redescubrir la obra original, que ha sido restaurada en lo físico y en su atribución, convirtiéndose, nuevamente, luego de casi 40 años de abandono, en una de las atracciones del museo ubicado en Central Park.

Leyendo esta noticia desde la cama donde estoy recuperándome de mi corta pasantía por la clínica - cólico nefrítico mediante- y bajo los efectos del coctel de pastillas que me hacen tomar, lo cual se evidencia claramente en las mamarrachadas que escribo,  recuerdo que viví un largo amorío con el pintor de Las Meninas, cortesía de la Agencia Española de Cooperación Internacional. El día gris de enero de hace casi 20 años en que aterricé en Barajas para comenzar un postgrado en Planificación y Gestión Urbanística, junto con el cheque de mi primera quincena de beca, 37.500 pesetas de entonces, aquellas que se cambiaban a razón 2 por cada bolívar de la República de Venezuela y a razón de 9 por cada dólar estadounidense, recibí dos carnets, ambos con mi fotografía: uno que me aseguraba atención médica mientras durase mi curso y beca y otro, mucho más valioso para mi, porque lo del seguro no sonaba como algo muy necesario cuando uno tiene solo 23 años de andadura, que aseguraba que don Gonzalo Tovar Ordaz era becario de estudios de postgrado y tenía entre las prevendas inherentes a su condición el libre acceso, sin paga ni otra condición que no fuese el horario, a los museos regentados por el Estado español.

La verdad es que aquella condición expresada en un pequeño trozo de cartón plastificado fue de las cosas que más aprecié durante los meses siguientes: Mis puntos de contacto entre Alcalá de Henares, donde dormía y estudiaba, y Madrid, a donde iba cuantas veces podía escaparme de las clases, que no fueron pocas veces, o tenía algo de tiempo libre, eran la parada de autobuses de la Avenida de América y, la más de las veces, la estación de Atocha. En los alrededores de Atocha estaban el entonces nuevo museo Reina Sofía, aún sin el Guernica, que entonces estaba en el Casón del Buen Retiro, y El Prado, a solo 2 calles de mi tren de cercanías.



Con el paso de los días entre Madrid y Alcalá comenzó una rutina que consistía en que antes de irme a la estación de Atocha, entonces una obra nueva del Arquitecto Rafael Moneo, en busca del tren que me llevaba a casa, me pasaba a hacer una corta visita, siempre focalizada, por alguna de las salas de El Prado. Tambien había días en que llegando a Madrid pasaba a hacer mi visita de rigor por El Prado, y no pocos días me senté en alguna sala, a veces con mucho público, a veces casi desierta, y estuve largo rato, a veces horas, viendo aquellos cuadros que despertaban en mi verdadera fascinación, desde los tiempos que los veía en el libro de educación artística de Cándido Millán y ni imaginaba poder tenerlos tan cerca.

Uno siempre tiene sus preferencias, y yo tenía entonces, en 1991, especial predilección por Velasquez y la sala central de la segunda planta de El Prado, aquella reservada en esas fechas para obras del pintor de Sevilla. Habia un banco donde uno podía sentarse horas a ver al perro de Las Meninas, al punto de verle bostezar u oirle ladrar a los japoneses que se hacían fotos entre él y yo.



Aun tengo el carnet que me dieron en enero de 1991, pero, claro está, ya ha perdido sus superpoderes. Y el internet, con todo su poder planetario, aun no se acerca a la experiencia de mirar el reloj y decir ummm... tengo que correr mucho para tomar el tren de las y 15...mejor vamos a visitar a Velásquez y nos vamos luego a Alcalá...  

lunes, 13 de diciembre de 2010

Anacronismos

Hace unos días, en noviembre pasado,  fui hasta B&H a cumplir un encargo que me habían hecho desde Caracas: buscar unas cajas de placas 4x5, película Kodak de formato grande, que, como tantas otras cosas, no se está consiguiendo en la Venezuela del socialismo del siglo XXI.

B&H es una tienda bastante conocida, que se originó alrededor de la fotografía, pero que se ha ido expandiendo con ayuda de internet hasta convertirse en un hipermercado de la tecnología del alcance internacional, donde convergen quienes buscan asuntos relacionados con la fotografía, el video, el sonido, la computación, entre una largo etcétera. Es una tienda bastante grande, pero no es raro que esté abarrotada de gente y que en los alrededores, en la aceras próximas al negocio de toldos verdes que ocupa un edificio en esquina en la calle 34 de Manhattan, uno se tropiece con personas de distintas nacionalidades que están más pendientes de probar la cámara que acaban de comprar, o el lente, o la batería o el bolso, que de lo que ocurre a su alrededor. Nunca he visto las cuentas de la casa, pero siempre que uno va hasta este negocio sale con la idea cierta de su éxito. 



Ese día, B&H estaba más abarrotada que nunca, con largas filas para hacer pedidos en todos los departamentos, incluso algunos que uno no supone dignos de tanta actividad. Por ejemplo, uno no termina de entender, aunque tenga la fila enfrente, que exista tanta gente interesada en comprar un telescopio o un binocular como para que se forme un tumulto frente a los dos vendedores, creyentes de la fe judía a juzgar por su indumentaria, que tratan de dar respuesta a los interesados en tales temas. Los mismo, con diferentes dimensiones, claro está, ocurría en la sección de equipos usados, o en las de computadoras, o en los stands de las diferentes marcas de cámaras fotográficas. Sólo una sección de la tienda echaba en falta visitantes.

A la sección de película fotográfica le han asignado un espacio importante en la planta baja de la tienda, adyacente a la de los equipos de iluminación y a los de laboratorio de fotografía. En esa zona tambien queda lo que uno esperaría fuese un importante polo de atracción de visitantes: el único baño público de la tienda. En la sección de película hay varios mostradores y unos muebles, con subdivisiones, donde se acumulan cajas de distintos tamaños y colores. Enfrente hay muebles parecidos, donde hay cajas más grandes, contentivas de papel fotográfico. Nada más separarse, a la izquierda, de la senda que conduce al baño, se adentra uno en un espacio solitario, adonde apenas se sienten los ecos del ruido, suma de murmullos, que se acumula en todo el resto de los dos pisos de la tienda. Hay tres vendedores, según mi análisis instantáneo, que de inmediato brincan sobre su presa, a diferencia de las otras zonas, a donde hay que perseguir a los vendedores si uno quiere ser tomado en cuenta. "Podemos servirle en algo" dice uno, casi al unísono de otro que señala "need help?" , como si no terminara de creerse que tengo una razón para estar ahí, como si pensara que estoy perdido entre los recovecos de la tienda.



En B&H tampoco tenían la película que me habían encargado. Pídala por internet -me dijo uno de los vendedores con el brazo recostado del monitor que daba fe de los inventarios- que en cuanto la ubiquemos se la enviamos.  Puso cara de cierta frustración, de pena, de quien le han asignado la tarea del sepulturero, de músico del Titanic. Estaba claro que allí no tenía perspectiva alguna de ganar alguna comisión por ventas, de destacar entre los vendedores del negocio, de ser tomado en cuenta, como no fuese por su vocación de sacrificio. Esos tres vendedores eran una suerte de monumento al pasado del negocio, a los cimientos del éxito actual, solo que este ocurría fuera de allí, en el piso de arriba, adonde la gente se daba codazos para escuchar explicaciones sobre megapixels y tamaño de los sensores.

Caminando de vuelta al metro seguramente pudieron confundirme con los clientes que absortos en sus cámaras se desentienden de todo lo que ocurre a su alrededor. Solo que yo no llevaba ninguna bolsa verde con las letras B&H impresas en gran tamaño. Iba pensando en todos los rollos de película que habían pasado por mis manos. Iba pensando en los rollos Kodak y Agfa de 110 que compraba para la primera cámara Kodak Instamatic que tuve en mi vida, una que compré siendo un niño de pantalones cortos en una tienda de JuanGriego, en Margarita, con mis propios ahorros y que ahora está en alguna gaveta de la casa de mis padres en Los Chorros. Pensé tambien en los rollos de 35 mm que compraba para la Yashica TL Electro de mi padre, que el no usaba pero cuidaba con mucho celo, por lo que solo podía usarla para situaciones muy específicas y siempre con sentido de austeridad, nada de andar botando fotos, que el revelado es muy caro, siempre me decían en casa y lo internalicé de tal modo que ahora, aun usando cámaras digitales, tomo solo las fotos que de alguna manera ya he procesado y digerido. Pensé tambien en todos los rollos de Plus X Pan y Tri X Pan y de Ilford que acompañaron mi adolescencia, aquellos con los que tomaba fotos en el colegio durante el bachillerato.



Llegué al metro de Herald Square sintiéndome un dinosaurio, alguien que había crecido con una tecnología ahora en desuso, incomprendida por la gran mayoría de los mortales, sin importar que llevase colgado al hombro un bolso con una cámara y tres lentes de última tecnología. Porque la verdad es que yo tambien tenía casi una década sin usar rollos de fotografías - carretes, para mis lectores internacionales, que son casi tantos como los locales - hasta que hace unos meses, movido por el regalo de una Olympus Pen EES2, probé gastarme uno de TriXPan, o su equivalente, que sigue saliendo en una cajita beige y verde que recuerda a la de los viejos tiempos.

Esa noche en Brooklyn, mi cuñado Ricardo me mostró los negativos resultado de ese ejercicio, orientado más bien a probar la cámara en diferentes situaciones y a probar mis propias limitaciones. Me los mostraba en el sótano de su casa de Brooklyn porque en Caracas, como no te lo reveles tu mismo no hay forma de verlas; en Caracas hasta donde yo se ya no hay tiendas a donde llevar un carrete de película de blanco y negro para esperar, una vez develado el misterio, los resultados de aquel asunto.  Como los viejos tiempos ya pasaron, en este caso se necesitó de un scaner y algo de masaje informático para poder ver las fotos en la pantalla de la computadora y recordar los días en que me encerraba en el laboratorio de la biblioteca Enrique Bernardo Nuñez, a una cuadra de la casa de mis padres en Los Chorros, o en el laboratorio del Santiago de León, en el segundo piso del edificio donde entonces funcionaba la biblioteca de la Sra. Carreño y el cafetín del Sr. Conrado.

Las fotos que acompañan estas páginas son de ese carrete, el primer rollo que he usado en este siglo. Seguramente vendrán otros, porquer ahora soy dueño de una flamante Olympus Pen FT, la misma con la que saliera retratado W. Eugene Smith en los anuncios publicitarios de finales de los años 60s, aunque solo fuese un asunto de necesidad vital, de pagar las cuentas, porque por más que busco por internet, jamas he visto una foto de Eugene en el formato de medio cuadro que caracteriza a las Pen.







lunes, 22 de noviembre de 2010

Come rain or come shine

Norah Jones es una figura omnipresente en casa. Desde que hace casi una década compramos el que fue su primer disco como solista y al llegar a los alrededores del equipo de sonido de la sala de la que era nuestra casa entonces, en el Conjunto Residencial Bello Monte, rápidamente subió a los altares del hit parade familiar y sustituyó como banda sonora de la cotidianeidad -conjuntamente con la antologia de Madredeus y alguno de los primeros de Diane Krall que tiene la virtud de trasladarlo a uno, directo y sin pasar por go ni cobrar 200, al hall de los cosmeticos de macys de la calle 34- a un compilado de exitos de Nat King Cole y al doble en vivo de Presuntos Implicados, los que por entonces eran los discos que sonaban en automático, sin buscar en los archivos, solo enceder el aparato y marcar el botón play en el control remoto y seguir en la cocina o la lectura o la limpieza.


Concierto en Brooklyn, Junio 2010

La llegada de Norah fue alimentada previamente por toda la parafernalia que implica ser hija de Ravi Shankar y la historia que nos lleva a los años de Los Beatles y su vinculación con la India, así que adicionalmente a lo que suponía su voz y su música, llegó a nuestra casa con una aureola que la ponía en contacto con algunos de nuestros héroes pop y con tiempos musicales y culturales que no vivimos, pero por los que sentimos sincera fascinación. 

A mi, amante de las cantantes de soul, de jazz, de blues y de algunas, solo algunas, de las del pop, me gustó su voz y su presencia. A Patricia, que poco le importaba que fuese hija de quien compartió tarima con George, mi beatle preferido, en el concierto para Bangladesh, le transmitió paz y seguridad, lo cual se convirtió con el paso del tiempo en un cliché y una broma compartida entre los que vivimos bajo el mismo techo: cada vez que las circunstancias apremian, cada vez que se percibe tensión en el ambiente, cada vez que hay alguien de la familia -propia o extendida- metido en algún problema o sujeto a alguna presion familiar o laboral, sin falta, se escucha el primer disco solista de Geethali Norah Jones Shankar, que es como realmente se llama la muchacha, nacida en Nueva York y criada en Texas.

Al comienzo de los calores del año que corre hacia sus últimos días, el 9 de junio para ser más precisos, Norah cantó en el Prospect Park de Brooklyn, en Nueva York, como parte de un programa de actividades culturales veraniegas planificadas por autoridades locales. Eso no tiene mayor particularidad, porque todos los veranos en las ciudades que se precian de ser sitios atractivos para sus residentes y visitantes ocurren eventos como este y Norah vive en Brooklyn, bastante cerca del parque. Lo particular en este caso, al menos para quien escribe estas líneas, era que yo estaba allí.


Norah Jones en Prospect Park ,Junio 2010

Había llovido mucho en Nueva York y desde muy temprano ese día de junio, al punto que tuve que comprarme en Century 21, frente al hueco de las torres gemelas, un impermeable que no estaba en mis cuentas iniciales, como única forma de acercarme al metro en el sur de Manhattan aquella tarde. La tarde pintaba tan mal y la cantidad de agua en las calles era tal que mientras volvía a Brooklyn a bordo del tren de la línea R daba por perdida la oportunidad de ver a Norah en el parque aquella noche, tal y como lo anunciaban los periódicos desde la semana anterior. Pero los organizadores respondieron a las consultas telefónicas con aquella frase que dice que lo previsto se llevará a cabo con lluvia o con sol, asi que con un sandwich de atun en el bolsillo y bajo la protección de un paraguas negro nos fuimos hacia el parque.

Siguió lloviendo las dos horas siguientes a mi llegada al Prospect Park desde el vecino barrio de Park Slope, donde suelen transcurrir nuestras estancias en la capital del mundo, porque por ahi han vivido Ricardo y Vicky los ultimos 14 diciembres y por ahi estan domiciliados buena parte de nuestros ahorros. Incluso, con el paso de los minutos y de las canciones y con la llegada de la oscuridad, comenzo a llover aun mas fuerte. Pero ahi seguiamos todos, escuchando sunshine bajo aquella tormenta, sin que la contradiccion nos hiciese mella. Y yo que pensaba que los venezolanos eramos los unicos a quienes nos seducia la contradiccion.

Público de la parte de atrás. Allí estaba yo, de hecho estoy en esta foto que consegui en internet
Patricia estaba en Caracas, pero no aguante la tentacion de ponerle -via celular- un par de sus canciones preferidas, ambas del primer disco de Norah, que se hizo acompanar aquella noche por varios musicos muy competentes y un buen juego de luces, que hacian juego con su vestido negro de lunares blancos.


Al terminar el concierto seguia lloviendo a mares. Me fui, empapado aun debajo del impermeable, en medio de la gente que rapidamente se disperso por las calles de Park Slope, viendo el reflejo de las luces en los charcos; viendo a la gente en el bar donde filmaron Cigar, la pelicula basada en una historia de Paul Auster, tambien vecino de Park Slope; viendo las calles desiertas un poco mas al oeste, hacia la casa de Ricardo. Hacia frio, tenia los zapatos y la gorra empapados, aun debajo del paraguas, pero puedo jurarles que mientras bajaba rumbo a la casa de mi cunado Ricardo - luego de haber pasado frente a la puerta de mi edificio- iba con una sonrisa digna del gato de alicia en el pais de las maravillas.


(posdata temporal: estoy en una maquina que no es mia y que se niega a poner acentos y a usar la unica letra castellana que nos queda. Ya la he reconfigurado varias veces y no me hace caso, debe saber que no soy su dueno. En cuanto me siente nuevamente en mi maquina, prometo corregir todos los desmanes cometidos -sin querer- en las lineas previas...)


lunes, 8 de noviembre de 2010

sábado, 6 de noviembre de 2010

Pensando en Puerto La Cruz

Cuando sonó el teléfono, estaba  pensando en cualquier cosa, mientras manejaba a unos 120 km/hr en algún lugar de la Autopista Regional del Centro, rumbo a Maracay, siguiendo a un autobús que portaba en su vidrio trasero como seña de identidad, en grandes letras fosforescentes, "el regreso del invencible", con una tipografía de destellos azules y plateados, que destacaban especialmente sobre la carrocería del Bluebird, entre naranja y amarilla.

Contesté sin saber quién llamaba, pero aún con el aparato a mitad de camino entre el asiento de al lado y la oreja escuche una voz que era claramente familiar. Era Geli desde Puerto La Cruz.  Sin esperar a oir que me decía, comencé a imaginarme la letanía de problemas asociados a su reciente aterrizaje en la realidad nacional; pero antes que hablarme del alto costo de la vida, la falta de leche completa en los automercados, la delincuencia, los apagones o las cadenas presidenciales, me soltó, entre una suspiro largo, aqui estoy chamo, viendo esta maravilla, la bahía de pozuelos!  y de inmediato la imaginé, teléfono en mano, parada junto a la puerta del balcón de su apartamento de la calle Libertad, viendo el mar azul, las islas, los barcos y el Paseo Colón, con sus palmeras y sus carros, con el sol bañando todo aquello desde aquellas primeras horas de la mañana. Seguía en medio de la autopista, en algún lugar entre Las Tejerías y La Encrucijada, tratando de pasar al invencible retornado, pero mi cabeza estaba, para terror de la aseguradora, a 300 kilómetros de distancia, en la costa norte del estado Anzoátegui.

Puerto La Cruz desde el mar

Puerto la Cruz, y su vecina Barcelona, las capitales económica y gubernamental, respectivamente, del estado Anzoátegui, fueron siempre, en mi niñez, una referencia próxima pero desconocida. Siempre pasabamos por allí, pero nunca era nuestro destino. Casi todas las vacaciones ibamos a Margarita, a veces hasta por dos meses, y cruzábamos Barcelona y Puerto la Cruz para tomar el ferry en el Paseo Colón. Pero muy rara vez comiamos allí, rara vez hacíamos algo más que poner gasolina en la estación de servicios junto a la redoma, en la salida hacia Caracas. Pero con el fin de la adolescencia, la compra del primer auto, los primeros viajes en grupo y los primeros compromisos de trabajo, Puerto la Cruz se convirtió en un destino familiar, un lugar a donde se deseaba ir y se disfrutaba estar.

A finales de los años 80s y comienzos de los 90s Puerto la Cruz vivía una suerte de esplendor económico, que se mantuvo por lo menos hasta que el alzamiento de Hugo Chavez y la posterior caída del Gobierno de Carlos Andrés Pérez anunciara tiempos borrascosos por estas tierras. La industria petrolera venezolana había volcado importantes inversiones en los alrededores de la ciudad y en la ciudad misma, a la cual se habían desplazado desde Caracas las oficinas principales de Corpoven, una de las más grandes empresas filiales de Petróleos de Venezuela y, quizás más importante aún, se esperaban muchas más inversiones en los años venideros, junto a contingentes de profesionales y sus familias. La promesa de nuevas autopistas, servicios, viviendas y comercios se transformaba en un optimismo que contagiaba a quienes llegaban de visita. Los profesores de universidad con los que solía trabajar en aquellos tiempos hacían cuentas para retirarse en un apartamento con vista a la Bahía de Pozuelos o en una casita con acceso a un canal de Lecherías, mientras los asistentes de investigación del Instituto de Estudios Regionales y Urbanos de la Universidad Simón Bolívar descubríamos que los viáticos que pagaba Corpoven a la Universidad alcanzaban para almorzar como unos reyes, comiendo pasta con marisco en la terraza del Hotel Neptuno, viendo el mar y el cielo azul desde la última planta del edificio ubicado en una esquina del Paseo Colón, y aún sobraba algo para comprar revistas y caramelos en el aeropuerto.


Puerto La Cruz desde el mar

El primer proyecto que tuve bajo mi responsabilidad (porque al profesor que le tocaba coordinarlo solo -me estreno en la nueva recien aprobada ortografía castellana, nótese que solo no tiene acento- lo vimos el día en que fue a buscar el cheque de su paga; de hecho, lo borré de los créditos del informe final, con el visto bueno de quienes dirigían el Instituto) al terminar la carrera fue uno en Puerto La Cruz, pagado a la Universidad por Corpoven y en coordinación con el Lawrence Laboratory de la Universidad de Berkeley, de donde venían a revisar nuestro trabajo, que finalmente sirvió de base para un estudio de esa universidad sobre el consumo de energía en América Latina . Primero había que sectorizar la ciudad, lo cual me obligó a recorrerla para poder conocerla con detalle, lo que hice a bordo de un taxi, un Chevrolet Caprice Classic si mi memoria no me falla, que pagábamos por días, a cambio de recibos escritos en hojas de cuaderno, un servidor y un joven dibujante del Instituto, estudiante de los últimos años de la Carrera de Urbanismo, designado como asistente de campo para aquel proyecto, Matías Ramírez. Luego de pasarnos todo el día bajo el sol, conociendo los sitios interesantes y los barrios miserables de la ciudad, terminábamos siempre, en cuanto caía la noche, en algún restaurante o algun bar del Paseo Colón y sus alrededores, con una cerveza helada en la mano y pescados o mariscos sobre la mesa. Recuerdo especialmente un bar, regentado por un canadiense que había venido como turista y se había quedado por esos lares, ubicado en una calle transversal al Paseo Colón, más o menos al frente de donde Geli me sigue hablando, adonde podias tomarte un cerveza fría escuchando a Journey, Kansas, Saga, Boston, Queen, Fleetwood Mac o cualesquiera de los grupos de entonces.

Para la Segunda parte de ese, mi primer proyecto, había que caracterizar el consumo de energía en los hogares de cada uno de los sectores en los que habíamos fraccionado la ciudad, para lo que debíamos aplicar, con base en una muestra previamente diseñada con rigor estadístico, unas encuestas sobre tenencia de electrodomésticos y costumbres de uso, media hora de cuántos bombillos tiene en casa, señora, y cada cuanto tiempo enciende la lavadora doñita o de qué modelo es su refrigerador, tiene dos puertas o una? mientras le mostraba una tarjeta con los modelos de nevera más corrientes en aquellos días . Pero, luego de aplicar las pruebas piloto y corregir el cuestionario con base en esa primera experiencia, no era a mi a quién correspondía aplicar las encuestas, sino a un montón de encuestadores, seleccionados entre las más selectas "lumbreras" de la facultad de Ingeniería Civil de la Universidad de Oriente, todos con bastantes más años que yo y poca pinta de salir adelante en la vida, aunque quién sabe, a lo mejor alguno de ellos está dirigiendo este país. Siempre hay una razón para estar como estamos. A mi, lo que me correspondía en esta segunda etapa del trabajo, además de escribir los informes y presentar en Caracas los resultados, incluyendo una láminas en inglés patatero que le mostraba algunos sábados en el Ministerio de Minas e Hidrocarburos, en las torres de Parque Central, a los de Berkeley, era entregarles a los encuestadores cada semana un nuevo lote de cuestionarios y asignarles nuevos planos con zonas en las que debían trabajar; pero eso lo hacía en un dos por tres, a la sombra de un arból en la Plaza Bolívar de Puerto La Cruz, porque en cada uno de los viajes, que durante meses fueron casi semanales, ahora me acompañaba Jose Enrique, y la agenda apuntaba a irse temprano a Playa Colorada o a quedarse a esperar la noche, diluyendo el calor en el balcón de Geli, viendo el Mar Caribe desde la perspectiva de una buena empanada, pan, jamón y queso, cerveza Polar bien fría y, en las ocasiones especiales, las últimas botellas del Viña Sol, embotellado en España por las bodegas franco españolas, especialmente para el Bar Restaurant Asturias, Puerto la Cruz, Venezuela, como lo decía su etiqueta.


Paseo Colón, Puerto La Cruz

El aviso que anuncia la entrada en Maracay me sorprendió recordando las noches en la barra del Tío Pepe o el Parador del Puerto o el paté del Chic & Choc, que untábamos con pan escuchando a Víctor Cuica tocar el saxofón los sábados por la noche; los helados de la sede original de la 4D y de la Gelatería Milano y los dulces árabes de la pastelería del Paseo Colón, por los que tanta broma me echaron por aquel entonces, al punto de dejar de llamarme por mi nombre.

Geli ha terminado la llamada con la promesa de vernos antes de su regreso a España y yo, que estoy buscando donde estacionar en medio del calor de Maracay, sigo preguntándome cuándo realmente se jodió todo aquello, cuándo se perdió la magía, cuándo se acabó el espacio para el optimismo, cuándo Puerto La Cruz dejó de ser una fiesta, al menos para nosotros.

En estos días en los que, motivado por un par de presentaciones a las que se me ha invitado, he estado pensando sobre el significado de la palabra éxito, me he preguntado a mi mismo cuánto nos parecemos a lo que queríamos ser entonces, dos décadas atrás, sentados al sol en el balcón de Geli, en Puerto La Cruz. Soñábamos entonces con ganar 20 mil bolívares al mes (que eran unos 3000 dólares de entonces, más o menos el doble de lo que nos pagaba el IERU), cambiar el viejo Volkswagen blanco por un auto nuevo e irnos al otro lado del mar a estudiar lo que fuese, porque lo importante era viajar, no el motivo. Muchos de los sueños materiales de entonces, incluso alguno de los que sonaban más disparatados, se han cumplido; no puedo quejarme a ese respecto; solo es una pena que no pueda compartirlo con Pepiño y Bea, que eran parte importante de aquellos días de 1990.


Centro Comercial Plaza Mayor, Lecherías

Todavía conservo una carta de felicitación que me enviaron del Ministerio de Energía y Minas por los resultados de aquel, mi primer proyecto, y una copia de un libro de la Universidad de Berkeley, en el cual me agradecen - eso sí, en un pie de página en letra a prueba de presbicia-, a mi que entonces tenía 22 o 23 años, y me citan como autor de uno de los documentos en los cuáles basaban su investigación sobre patrones de consumo energético en América Latina. Dos de lo colaboradores de dicho trabajo -con los que sigo trabajando ahora, veinte años después- son los padrinos de mis dos hijas y gané una madre putativa que está pendiente de mi, aunque ahora viva casi todo el año en una callecita angosta de Gracia, en Barcelona, y no en la Calle Libertad, en Puerto La Cruz. 

viernes, 5 de noviembre de 2010

más fotos del archivo...

Curazao 2001

Brooklyn 2003

Brooklyn 2003

Manhattan 2003

Brooklyn estación 9th St

Desde el Metro, Brooklyn

lunes, 1 de noviembre de 2010

Exito

He recibido en estos días una invitación a hablar en público, bajo el argumento "que usted es un urbanista exitoso y un ejemplo para los profesionales de este país", al cual he respondido amablemente, en medio de muchas dudas. Hace unos meses recibí una invitación parecida, de parte de los estudiantes de la Carrera de Urbanismo, que me puso a pensar durante varios días y me dejó no pocas incertidumbres, aún no resueltas. 

Lo primero que me vino a la mente cuando recibí la más antigua de las invitaciones se remonta a una anécdota de comienzos de la década de los años 90s.  La carrera de Urbanismo de la Universidad Simón Bolívar vívía años bajos en lo que a atracción de nuevos estudiantes se refiere. La mayor parte de la gran cantidad de estudiantes que habían entrado a la universidad en la primera mitad de los 80s ya había concluido los cursos o se había ido con sus ideas a otra parte, mientras en la segunda mitad de los ochentas, por diversas razones, algunas de las cuales no tenían que ver directamente con la carrera o con el urbanismo como disciplina,  el número de nuevos inscritos había mermado de manera progresiva y sostenida hasta ese eufemismo bancario de "las dos cifras muy bajas" al año, alcanzando su éxtasis un año en el cual sólo una persona se había inscrito para estudiar urbanismo. Ante tal situación, el arquitecto y urbanista Lorenzo González Casas, coordinador  de la carrera por aquel entonces, organizó un programa de presentaciones en los colegios de educación secundaria que solían aportar más estudiantes a la Simón Bolívar, en los cuales se divulgaba el contenido, justificación y virtudes de la carrera, virtudes que nos tocaba personificar a un profesor, un estudiante y a un egresado (yo, recien egresado entonces). Visitamos varios de los más renombrados colegios caraqueños, incluyendo el Santiago de León adonde yo había estudiado "toda mi vida" y el asunto de convencer a los estudiantes de secundaria que yo era un modelo de lo que ellos podrían ser en el futuro resultó más complicado de lo que pensaba inicialmente: un día iba en estricto traje y corbata, tratando de proyectar prosperidad y la vinculación a un trabajo de apariencia ejecutiva y recibía las quejas de unos estudiantes que se empeñaban en ver el perfil social del urbanismo y que no dudaban en acusarme de yuppie; otro día, reaccionando a la experiencia previa, iba de jeans y look sport y recibía el desprecio de unos estudiantes que querían una carrera donde al graduarse pudiesen "ganar bastante plata" e ir a trabajar vestidos como unos chicos de Wall Street en unas oficinas de lujo.


Campus de la Universidad Simón Bolívar, Valle de Sartenejas, Caracas

No se si alguno de mis performances de entonces convenció efectivamente a alguien de irse a estudiar urbanismo a la Simón, pero lo que si me dejó como enseñanza aquella gira era que cada quién definía el éxito de manera diferente.

Esa es la misma reflexión que he hecho ahora. Me piden exhibirme como modelo y uno no deja de preguntarse ¿modelo de qué? ¿qué es ser exitoso para unos estudiantes de urbanismo o para unos profesionales recien graduados de ingeniería o para unos líderes comunitarios? ¿cómo se define el éxito en estos tiempos de crisis moral, política y económica? ¿en qué estaban pensando quienes me invitaron?

El éxito puede tener varias dimensiones, que incluyen la prosperidad, la satisfacción y la felicidad, pero cada quién establece los indicadores de éxito en cada una de esas dimensiones. ¿cuánto dinero o bienes hacen que uno se considere próspero? ¿cuán satisfecho estamos con lo que hacemos y tenemos? ¿ qué tan feliz me siento con lo que he hecho en la vida, incluso con independencia de las otras dos dimensiones?

Recuerdo que uno de los argumentos en los que poníamos más énfasis para tratar de vender la carrera de urbanismo a los estudiantes de quinto de bachillerato era que los urbanistas podían trabajar en sector privado y ganar sueldos comparativos a los de cualquier ingeniero; hoy, si quisieramos enamorar a los estudiantes del último año de secundaria de los colegios privados más prestigiosos de Caracas, probablemente tendríamos que argumentar que hay muchos urbanistas trabajando fuera de Venezuela y que han sido exitosos en su transición laboral a otros países.

La situación del país, con toda su carga de incertidumbre, pesimismo y ablandamiento de la autoestima ciudadana, hace relativos muchos de los elementos que servían de pivote a esa imagen objetivo de nosotros mismos, que todos nos trazamos, con mayor o menor detalle, en algún momento de nuestras vidas. Tener la casa, la familia o el empleo soñado transmite poco sentimiento de logro si se percibe que se está en un permanente riesgo.

¿Con qué sueñan esos ingenieros recien graduados a los que quieren que les hable? ¿Con qué sueñan para sí mismos los estudiantes de urbanismo de la Universidad Simón Bolívar? ¿Coincidirán en algo con los sueños que teníamos al salir hace 25 años del Santiago de León hacia la Universidad Simón Bolívar? ¿Tendrán algo que ver con los que nos han acompañado estas últimas dos décadas de ejercicio profesional y familiar? Tal vez lo único en común sea que no dejamos de soñar, o tal vez no. Cuando tenga una respuesta les cuento.