jueves, 18 de febrero de 2021

Centro comercial parte 4: La Barbería de Vito



La primera barbería de Víctor, el barbero italiano de la Avenida El Rosario de Los Chorros, estaba bajando las escaleras que están al costado sur del quiosco de periódicos del señor Lorenzo. Eran un par de pequeños locales, pintados de color pistacho, que servían de remate a ese pequeño patio que estaba como un metro por debajo de la acera oeste de la avenida, y en el cual nunca faltaban las botellas vacías. En el local a la derecha estaba el zapatero, con una máquina grande llena de cepillos, correas y piezas para las que nunca entendí la utilidad y un permanente olor a pegamento; en el local de la izquierda estaba Víctor, al que muchos llamábamos Vito, tal como él llamaba a su pequeña barbería, consistente en una sola silla de barbero y un par de sillas para la espera, el periódico del día y unas revistas y un espejo en la pared. Agarradas con los ganchos que fijaban el espejo a la pared estaban un par de postales de dos lugares de Italia que nunca llegué a identificar.

Víctor era entonces joven y más flaco que como lo conocimos luego y cuando iba a cortarme el cabello, alguna vez acompañado de mi mamá, que daba instrucciones sobre cómo era el corte que debía hacerme y dejaba pagados los 5 bolívares del servicio antes de retirarse dándome indicaciones de regresar a la casa al terminar, lo escuchaba hablar con los otros visitantes de la barbería de los planes que tenía para montar una barbería más grande en un lugar más transitado.

Aquel local olía a colonia barata que viene en frascos grandes de plástico, esas de olores cítricos que asociamos a las barberías de antes y sonaba, además de las conversaciones propias del lugar, siempre sobre futbol, política y noticias parroquiales, a lo que sonaba en una radio o a lo que se veía en un televisor pequeño a blanco y negro conectado a una antena de bigotes con accesorios de papel aluminio. En ese televisor vio Víctor los partidos de la selección de Italia en el mundial del 82 que se jugó en España y en ese pequeño local de la Avenida El Rosario celebró Víctor la victoria de la Azzurra en el mundial de naranjito cortándole el cabello gratis a todo el que pasó por su local al día siguiente.

Los sueños de Víctor comenzaron a hacerse realidad y se mudó a una barbería más grande, con varias sillas de barbero, en un local de la Avenida Principal de Montecristo. Hasta allá, a una media hora caminando desde la casa seguimos yendo a cortarnos el cabello más o menos cada mes y medio y aprovechábamos para comernos una empanada con un jugo en una lunchería que quedaba allí cerca o un cachito de jamón en la panadería que está en la esquina donde también estaba, cruzando la calle, la cauchera Estense.

Mientras estuvo en la urbanización Montecristo en los 80s por no sé qué historia inmobiliaria que nunca llegue a entender, pero de la que hablaba Vito cada vez que íbamos a cortarnos el cabello y que involucraba siempre abogados y tribunales y contratos y órdenes de desalojo y la posibilidad de quedarse incluso con el local, lo que al principio parecía la realización de ciertos sueños de prosperidad se convirtió en un conflicto de varios años que al visitar la barbería generaba cierta sensación de inestabilidad, de conflicto permanente y con el tiempo se convirtió en un desgaste que a Víctor se le notaba en la cara..

Sin mayores explicaciones, pasados unos años, Víctor volvió con su barbería, de nuevo modesta de una sola silla, a la Avenida El Rosario, pero ahora una cuadra más abajo de su ubicación original y en la acera de enfrente, un local blanco con un arco en la puerta, justo en la esquina antes de los antiguos depósitos del CADA. En esa época me llamaba la atención que Víctor también vivía en parte de ese mismo local, apenas separado por una cortina del espacio donde nos seguía cortando el cabello hasta los 90s, ahora con más peso y una barba poco poblada. No se hablaba ahora de grandes proyectos, pero se seguía hablando de futbol y política y de los personajes de la calle, mientras uno escuchaba el chasquear de las tijeras que pasaban junto a las orejas.

Cuando en octubre de 1994 me casé con Patricia, Víctor me cortó el cabello para la fecha en que me mudé de la casa de mis padres. Volví a su barbería pocas veces más luego de esa fecha. Como nuevo vecino de La Carlota comencé a frecuentar un sábado cada mes la Barbería Roma, frente al antiguo Centro Comercial Los Dos Caminos, donde otros dos italianos, mayores a Vito, recortaban entonces mi cada vez más escaso cabello y me daban unos masajes de quinina que,  aseguraban ellos, hacían que la cabeza se le oxigenara a uno, sea lo que fuese que eso quisiese decir.

Cada vez que volvía en los años siguientes de visita a la casa de mis padres veía a Vito en la puerta de su local o en la puerta de alguno de los locales vecinos, usualmente con una cerveza en la mano, pero con los mismos lentes de siempre y la misma barba de escaso cabello castaño. Ha envejecido con el sector y a veces da la sensación de que se ha empobrecido con él.

La última vez que me senté en su silla fue hace como 20 años. No había cambiado la silla donde me sentaba de niño y seguía viviendo tras la cortina. En la puerta del local estaban unas gaveras de cerveza.  Ya no se guardaban muchas formas. Pero allí sigue, o seguía la última vez que pasé por allí hace dos años y lo saludé desde la acera, hablando de futbol y política. 

Espero volver a sentarme en esa silla y a mirarme en ese espejo, aunque ahora hay poco que cortar en mi cabeza y estoy a varios miles de kilómetros de distancia. Ojalá pueda reconocerme a mí mismo al mirarme al espejo y decirle a Víctor, mientras me muestra la parte de atrás de mi cabeza con un espejo pequeño de mano, que todo está bien, que vamos a salir adelante, que vamos a volver a vernos pronto.

viernes, 5 de febrero de 2021

Centro comercial parte 3: El Auto Mercado El Centro

Toma Gonzalo Enrique – decía Carmen Victoria, mejor conocida como La Nena-  anda rapidito al abasto El Centro y me compras medio kilo de pulpa negra molida. Pero no la pidas molida, que después te venden pura grasa. Pídele al carnicero el medio kilo de pulpa negra y después que te lo pese, le pides que te lo muela y que no te la mezcle con otra carne.

Yo fui, a partir de más o menos los 8 años de edad, el encargado de los mandados en mi casa. Mandados que, con mayor frecuencia, eran al auto mercado El Centro, a cuadra y media de la casa; al kiosco del señor Lorenzo a buscar El Nacional y ocasionalmente la Gaceta Hipica; a la panadería de los italianos cerca de la transversal 9 de El Rosario; a la Farmacia La Estancia, frente a los depósitos del CADA; y todos los domingos en la mañana al sellado del 5 y 6 que funcionaba en la fuente de soda ubicada al lado de la farmacia, un local rodeado de rejas verdes de formas irregulares.

Métete ese billete en el bolsillo- me decía mi mamá al verme salir de la casa en pantalón corto, medias blancas  altas con dos rayas de colores y zapatos deportivos- no lo estés enseñando por ahí, fíjate bien, no lo vayas a botar y guarda ahí mismo en el bolsillo el vuelto cuando te lo dé el señor Manuel.

Manuel era el dueño del Auto mercado El Centro, tenía un socio, pero él era la cara más visible del negocio. Era un tipo amable, cordial, buena gente, con una expresión física que iba con esa descripción anterior.  Estaba siempre –pantalón de gabardina, camisa manga corta blanca o de colores claros- en la caja ubicada a la derecha de la entrada del local, enfrente de otra caja que solo se usaba ocasionalmente.

El Auto mercado El Centro no quedaba en la avenida del mismo nombre, sino en la Avenida El Rosario. Tampoco quedaba en el centro de esa avenida. Y su principal competencia, además de un par de bodegas apenas surtidas, era el Auto mercado Alegría, un local entonces oscuro y tristísimo. Ya saben que la coherencia sigue siendo una asignatura pendiente en esa ciudad que nos vio nacer, donde mi mamá trabajaba entonces, mediados de los años 70s, en El Llanito, una urbanización en la que todas las calles tienen pendientes como del 10% y hay que ponerles piedras acuñando los cauchos de los carros cuando los estacionas en la calle.

El auto mercado era un local rectangular que ocupaba la planta baja de un edificio de dos pisos, en cuya segunda planta había un apartamento y en cuya azotea alguna vez hubo una parra que subía desde la planta baja.  La fachada era enteramente de vidrio y encima había una superficie de metal corrugado pintado de azul claro, sobre la cual estaba el nombre del negocio. En el costado sur tenía una pequeña zona de carga, separada del resto del estacionamiento por una reja de malla ciclón, o como la llamaba mi abuela Emilia, “cerca de compañía”, porque fueron las compañía petroleras norteamericanas las que trajeron a Venezuela ese tipo de cerca, con tubos de metal y una malla de varas de metal tejidas, que luego fue muy popular durante la segunda mitad del siglo pasado. En la puerta había espacio para estacionar dos o tres carros, pero usualmente ahí estaba el Chevrolet Malibú de Manuel.

El Auto mercado El Centro era más ancho que profundo. La entrada era por el medio del local, entre las dos cajas. A la derecha había dos filas de estantes con productos y contra la pared al fondo a la derecha estaban las neveras donde iba a buscar los litros de Leche Silsa o Carabobo, la chicha El Chichero o los Rikomalt, los yogures Yoka, los Jugos Carabobo – cosa poco usual porque mi papá insistía en que eso no alimentaba, que eran pura agua con azúcar, que ni siquiera quitaban la sed-. En esas neveras también estaban las cervezas, las gelatinas y los quesillos y los refrescos fríos, la charcutería pre empacada Oscar Mayer, la margarina Mavesa en barras que mi mamá usaba para hacer las tortas en el asistente de cocina Electrolux y el queso crema Filadelfia, el mismo que cuando lo veía en el refrigerador de mi casa, hacía malabares para cortarle finas rebanadas intentando que mi mamá no se diera cuenta que desaparecía día tras día de la puerta de la nevera.

Contra la pared del fondo a la derecha, paralelas a la fachada del local estaban, primero, la nevera de la carnicería, y luego, a un lado, más cerca de las neveras de las bebidas, estaba la nevera de la charcutería, donde estaban los quesos y jamones. Encima de las neveras de vidrio estaban los cartones de huevos, que solían ser las compras más delicadas que me encargaban. Si uno corría mucho o saltaba por el camino de vuelta a la casa podía llegar con parte del mandado roto. Entonces se podía escoger entre huevos rojos y blancos, siendo estos últimos siempre más baratos por alguna razón que nunca llegué a entender.

A la izquierda del pasillo central había otras dos filas de estantes y en la pared al fondo otra, en la que estaban las escobas y productos de limpieza. En la esquina estaban las verduras que no necesitaban refrigeración y en el pasillo previo el papel sanitario y las servilletas. Junto a la caja a la izquierda de la entrada estaba la nevera de los helados Tío Rico, en la que iba a buscar los Batibatis de uva o colita o los Twist de mantecado, chocolate y un sirope de caramelo con reminiscencias de jarabe de fresas.

En el pasillo central, más corto que los otros por la presencia de las cajas, estaban las tortas del CADA, que venían envueltas en un cartón y, por arriba, un papel de celofán que impedía que uno le metiese los dedos a la generosa crema. También allí estaban las latas de los Carlton – mis preferidas- o de Paspalitos o Susis o Cocosetes, los caramelos y especialmente recuerdo unas camionetas combis Volkswagen de plástico que venían rellenas de Torontos y las bolsas con los caramelos de leche Kraft, que a comérnoslos se quedaban empegostados por todos los dientes y uno tenía que permanecer, durante largo rato, tratando de limpiárselos con la lengua.



Contra las fachadas de vidrio había estanterías más angostas que las interiores, en las que, del lado derecho del local, se colocaban los vinos, anises, rones y otras bebidas espirituosas. Del lado izquierdo del local esas vitrinas de la fachada tenían productos de limpieza.

En navidades Manuel nos regalaba siempre un calendario que mi mamá colgaba en la cocina de la casa y algún año incluso nos regaló una botella de vino. Con los años de ir tantas veces, si no me alcanzaba lo que me había dado mi mamá para la compra, Manuel me permitía llevarme los productos con la condición de volver minutos después a cubrir la diferencia.

Siempre imaginé que el Auto mercado El Centro era un negocio próspero, incluso cuando un par de veces presencié como señoras del sector le reclamaban a Manuel por los precios. Una vez una de ellas le dijo, en evidente tono de recriminación, delante de mí, que estaba pagando en la caja, que ella sabía que él “le ganaba a esos productos”, cosa que a mí a mis escasos 10 años de edad y con entrenamiento comercial en unos heladitos que hacía en el congelador de mi casa y que le vendía a mis vecinos, me parecía la cosa más normal del mundo, pero evidentemente no a la señora, que no entendía  la lógica elemental del funcionamiento de un comercio. Años después, a un gobierno que ya dura más de 20 años, se le ocurrió tratar a la economía venezolana con la lógica de esa vecina y por eso estoy escribiendo estas líneas desde la capital de otro país lejano.

El caso es que no imaginé que el auto mercado tuviese problemas y que por ello nos sorprendió cuando de una día para el otro lo cerraron  y tiempo después ocuparon su local con una venta de repuestos que, creo, dura hasta hoy en día. Nunca supe si fueron diferencias entre los socios, un aumento indiscriminado del monto del alquiler del local o la quiebra del negocio en sí lo que llevó a su cierre. Ya para entonces creo que estaba en la Universidad y mi mamá hacía las compras en el Central Madeirense de Los Ruices. Eran aún el siglo pasado.

Años después vi ocasionalmente a Manuel de visita por la zona, tomándose una cerveza en la puerta del Bar Nico, estacionando su Malibú junto a la mata de mangos a la entrada de la sexta transversal o conversando con sus antiguos vecinos enfrente al kiosco que fue del señor Lorenzo. Me gustaría volver a encontrármelo para poder decirle que yo era feliz dando vueltas por los pasillos de su negocio, el primer lugar donde me sentí, eso que llaman ahora “empoderado” – palabra fea que no se usaba entonces, pero de moda en estos tiempos más confusos-  por mi madre.

miércoles, 3 de febrero de 2021

Centro Comercial parte 2/18: La Quincalla María

 


¿De dónde era la señora María?

Comencé a escribir estas notas sobre los comercios que quedaban cerca de la casa de mis padres a partir de hacerme esa pregunta y no encontrar en mi memoria la respuesta. Busqué varios días en mi cabeza, siempre en vano, porque probablemente nunca lo supe.

¿Era española?, ¿portuguesa?.... acaso  ¿italiana? o ¿venezolana…andina, tal vez?

Solía vestir de negro y blusa blanca y tenía ese tipo físico que comúnmente se asocia a las mujeres mayores europeas de mucho tiempo atrás, señoras de cuerpo ancho, cabello recogido, estructura fuerte y carácter a tono.

La Quincalla María ocupaba, cuando nos mudamos a la Paraguachoa en 1973, la esquina de la Avenida El Rosario y la Quinta Transversal, al costado de la casa de los Berlaty (donde vivía Noemí, entonces reconocida cantante de boleros, a quien veíamos en La Feria de la Alegría), por un lado, y por el otro, la casa de los Figarella, en cuyo muro exterior  se sentaban años después Toyo y Tato a ver pasar a los amigos, a los que se bajaban de las camionetas por puesto enfrente de la sexta transversal y a los que pasaban con su carro. El Bar Nico quedaba cruzando la calle.

Para entrar a la Quincalla María había que bajar dos escalones desde la acera oeste de la avenida El Rosario y cruzar una reja baja de hierro pintado de negro, siempre cerrada con un pestillo. La mayoría de las veces había que tocar un timbre para entrar, antes de poder cruzar una puerta de vidrio enmarcada en dos vitrinas, donde solían destacar los adornos de vidrio o porcelana y en navidades algún juguete. 

En la esquina había un poste de luz a cuyo lado colgaba un aviso luminoso donde se anunciaba en letras negras sobre plásticos blancos el nombre del negocio.

El espacio interno, con pisos de baldosas de granito blanco, negro y gris, era escaso, aunque multiplicado por espejos, y estaba totalmente aprovechado con vitrinas llenas de muchos productos, pero en las que el niño que era yo solo veía las cajas con trenes eléctricos marca Lima, las pistas de carrera de carros eléctricos, los carritos Machtbox o Marjorette, los paqueticos de discos de Viewmaster que prometían imágenes de esos países que yo no conocía. Incluyo llegaron a vender videojuegos en la época en que soñábamos con una consola Atari, que finalmente compré en Margarita a finales de los 70s y las figuras de la Guerra de las Galaxias, que exhibían junto a carros a control remoto marca Rico.



A la señora María la acompañó siempre una asistente, una muchacha bastante más joven, casi una niña cuando la conocí, aunque luego la vimos crecer hasta prácticamente hacerse cargo del negocio ¿sería su hija? no lo parecía, pero tampoco propiamente una empleada. Ella buscaba otra talla u otro color cuando mi abuela o mi mamá pedían algo y se quedaban, mientras tanto, hablando con la señora María, mientras yo evitaba ver los juegos de vasos de cristal de arques, los ceniceros de vidrio, los centros de mesa y los floreros checoeslovacos, las imágenes religiosas de madera, los pañitos tejidos, los collares de perlas de imitación, los accesorios para anotar los números de teléfonos o los muñecos de peluche o los zapatos Paseo, de los que una vez me compraron unos blancos, para concentrarme solo en aquello que me gustaba.

La Avenida El Rosario tenía dos quincallas, la de la Señora María y otra, de cuyo nombre no creo acordarme, ubicada dos cuadras más arriba, en la acera de enfrente, en medio de la panadería y la tienda de fotografía, pero a mí, que siempre fui el encargado de los mandados en mi casa, rara vez me pidieron subir esas dos cuadras, y muy rara vez subí hasta ese otro negocio, aunque era de mayor tamaño (y vendía más o menos los mismos productos que la Señora María).

Todavía tengo mi Viewmaster rojo y blanco, donde veía el mundo lejano en tres dimensiones. Mi hermano creo que tiene los trenes eléctricos Lima, los suyos, los míos y los nuestros. El local creo que derivó hace unos años en venta de lotería, no podría asegurarlo. No he bajado esos dos escalones entre la acera y la tienda desde hace como 40 años.

¿De dónde era la señora María? Ojalá alguno de mis antiguos vecinos pueda leer esta nota y me aclare esa pregunta que de niño nunca me hice.

domingo, 10 de enero de 2021

Centro comercial 0/18 número extra : Margarita es una lágrima (pero no lo fue siempre)


Porlamar no es la capital del estado Nueva Esparta ni la sede de los poderes en la Isla de Margarita, pero siendo la llamada isla de las perlas un territorio siempre volcado al mar, desde que los guaiqueríes la llamaron Paraguachoa -por la abundancia de peces- su destino ha estado atado esa masa de agua que la rodea: el mar de los Caribes, el mar de los conquistadores, el mar de las perlas, el mar de las pesquerías, el mar de los libertadores, el mar del contrabando, el mar de los migrantes, el mar de la zona franca y el puerto libre y el mar del turismo. Por eso son los puertos, los puntos de contacto con el exterior, los que siempre concentraron la actividad económica de la isla, siendo Porlamar y luego, en menor medida, Juan Griego, los dos más importantes.

Era normal entonces que el comercio tradicionalmente se ubicara en las calles que conducían del mar a los espacios sociales o las sedes de la representación del poder. Así , antiguamente el comercio de Porlamar se ubicó en calles como la Guevara, que conectaba la plaza principal  y la iglesia con el mar y el mercado de pescadores – ese mercado a cuyas afueras mi bisabuelo iba cada día de la Virgen del Valle a repartir la morocota que antes aportaba año tras año con devoción a la patrona de los margariteños y de los pescadores, pero que luego de no recibir la aprobación del cura del Valle del Espíritu Santo para casarse en segundas nupcias, decidió hacerlo por lo civil y a partir de ese año trocear en sencillo esa moneda y repartirla entre los mendigos del centro de Porlamar- aunque también es justo decir que desde siempre la isla tuvo un comercio disperso por todo su territorio, comercio de pequeñas bodegas y tiendas locales entremezcladas con el comercio informal asociado al contrabando, que hacía que en muchas casas se vendieran, supuestamente en secreto, pero del conocimiento en realidad de todos, piezas de telas traídas de Trinidad y otras islas del Caribe, licores importados, quesos holandeses, alcoholados y aguas de colonia, fósforos suecos de madera, mantequillas danesas, jamones enlatados, jabones ingleses de lechuga y de pera, sábanas de pavorreal, latas de mentol chino y botellas de aceite alcanforado, ese que mi abuela Francisca me ponía en los oídos cuando me dolían, y así otras particularidades que moldearon durante décadas el gusto y apetito de los margariteños.


Entonces llegó la Zona Franca, primero, como la continuación de una vieja iniciativa que se remontaba incluso a los tiempos de la independencia y, posteriormente, bajo la figura del Puerto Libre, que exoneraba de impuestos a la importación a muchos productos  y generaba estímulos para el desarrollo de un comercio de bienes importados, que se esperaba conectar con el turismo de playa y diversión, para intentar lograr la prosperidad que los margariteños, migrantes generación tras generación, gallegos del Caribe, prosperidad que fueron -durante décadas- a buscar con diferente suerte a otros lugares del país, poblando incluso territorios antes vacantes, contribuyendo a la fundación de ciudades y pueblos tanto en el occidente del país como en los campos del oriente de Venezuela.


Los negocios de toda la vida, muchos vinculados históricamente al contrabando, como los de mi tía abuela Valentina Ordaz, que tenía su boutique – Valentina’s-  en la planta baja de una casa de dos pisos que hacía esquina en la Calle Guevara o los de Estílita Torcatt y otros comerciantes de la isla, rápidamente se acomodaron a las nuevas condiciones y a comienzos de los años 70s, cuando un servidor empieza a tener conciencia de sus visitas vacacionales a la isla, pueblan el centro de Porlamar de tiendas que desplazan los vestigios residenciales de la zona y en cuyas vitrinas pueden los margariteños ver ropas importadas de Europa y Estados Unidos, zapatos de diversas marcas, whiskies escoceses, vinos italianos, españoles y franceses, quesos y chocolates europeos, electrodomésticos, vajillas de melamina, maletas norteamericanas, televisores y equipos de sonido,  incluso carros de modelos diferentes a los que comúnmente se veían por las calles de Venezuela y cuanta cosa material pudiera el ser humano desear.


Yo era entonces un niño al vestían con interiores St. Michael (una marca inglesa que en ese país solo vendían en los Marks & Spencer y que por alguna razón que mi Mamá asociaba a la durabilidad y a los vistosos colores, fueron siempre  los interiores que use desde que estaba en el preescolar hasta que pude escogerme mi propia ropa), franelas Buster Brawn y otras de rayas con los signos masculino y femenino bordados a un costado del pecho – al más puro estilo Gualberto Ibarreto-, pantalones Wrangler o Lee y, lamentablemente, zapatos ortopédicos que me hacían a la medida en la Avenida Andrés Bello de Caracas.

Interiores St. Michael, 1970s directo de Marks & Spencer a las tiendas de Margarita

La bonanza petrolera derivada de los conflictos del medio oriente, los planes de turismo, la mejora de la infraestructura y las ventajas que suponía el Puerto Libre para la compra y venta de productos importados crearon el coctel perfecto para disparar la actividad comercial en la isla, en parte por iniciativa de los comerciantes tradicionales margariteños, gente emprendedora, qué duda cabe, mucho de eso que llaman “self-made-man” (aunque buena parte de ese grupo lo conformaran mujeres, que la sociedad margariteña fue siempre una sociedad matriarcal, de esas donde los hombres creen tener el control, pero eran las mujeres las que tomaban las decisiones en las casas y muchas de los negocios que se montaron en la isla en aquellos tiempos eran propiedad de mujeres), así como de muchos inversionistas venidos de fuera, que veían en esta alineación de los astros la expectativa de riqueza rápida y un futuro prometedor.

Estamos en la primera mitad de los años 70s. Margarita sigue siendo una sociedad cuasi rural, de pueblos donde la gente duerme con la puerta abierta para que entre la brisa por las noches y se entretenía en campeonatos locales de bolas criollas, jugando partidas de ajilei o escuchando música en las rockolas de los botiquines, pero está a punto de recibir una gran sacudida. La isla de las fiestas de la Virgen y los viajes de mi papá a Juan Griego en pantalón corto para tomarse una Ovomaltina en la Calle La Marina está por convertirse en la Margarita de la discoteca 1224, del Mosquito Coast y de las fiestas Belmont en Playa El Agua.

El turismo se multiplica rápidamente en los años 70s y con él el comercio. Frente al centro tradicional de Porlamar comienza conformarse un segundo polo comercial, en la avenida que parte a pocas cuadras de la plaza, enfrente al viejo hospital de la ciudad y promete desarrollarse sobre la carretera que lleva a Los Robles y Pampatar: la avenida 4 de Mayo, que hace honor con su nombre a la fecha de la declaración de independencia de la Provincia en 1810. Perpendicular a ella, pocas cuadras más adelante del hospital, se le conecta la Avenida Santiago Mariño, la cual vincula a la 4 de Mayo con la que hasta entonces y desde los años 50s era la infraestructura turística más importante de la isla, el hotel Bella Vista (Hotel Turismo cuando fue inaugurado en 1956), a cuya inauguración en los años 50s asistió mi mamá acompañando a su tía Valentina, entonces importante comerciante de la localidad, y como tal invitada a los actos a los que asistió Marcos Perez Jiménez y su comitiva.

El mástil con la bola de luces a la entrada de Saks

Los libros de Kevin Lynch nos enseñaron hace décadas, cuando estudiábamos urbanismo, que las ciudades pueden expresarse en bordes, sendas, nodos e hitos. El nodo conformado en el cruce de las dos sendas, la 4 de Mayo y la Santiago Mariño, concentró las primeras tiendas que, intentando transmitir una imagen de modernidad, comenzaron a localizarse a comienzos de los años 70s en estas vías para atraer la atención de los turistas que llegaban a Porlamar.

Entre la primeras tiendas del sector tenemos dos hitos que visualmente fueron la referencia para los visitantes durante los años siguientes: de una lado de la avenida, en una esquina, se ubicó La Media Naranja, una tienda con forma de media esfera de color brillante, a la que en los años sucesivos se le hicieron ampliaciones y se le adornó con palmeras y otros elementos propios de la escenografía turística; enfrente, haciendo de conclusión a la Santiago Mariño, se ubicó Saks, comercio dedicado a la ropa deportiva que imitó el nombre de una reconocida tienda niuyorkina en un local más convencional que la tienda de enfrente, pero que como hito al fin, se permitió colocar como símbolo frente a su puerta un mástil rematado con una figura antecesora del coronavirus, una bola llena de pinchos, iluminada con luces de neón y con movimientos, llamativos especialmente en las noches.


La Media Naranja se especializaba en ropa europea de altísima calidad, la que podía pagar el dólar a 4,30 bs y los entonces elevados ingresos de algunos venezolanos y no podía pagar un europeo de clase media. Saks, por su parte, se especializaba, por su parte, en ropa deportiva, siendo el principal exponente en la isla de marcas como Converse, Speedo, Nike y otras a la última moda informal o deportiva en los mediados años 70s, la que se asociaba a la imagen que proyectaban las series de televisión norteamericanas como El Hombre Nuclear, los Angeles de Charlie y otras por el estilo.


La Media Naranja rápidamente creció generando otras tiendas en su entorno, pertenecientes al mismo grupo: el departamento de hombres se sacó hacia un costado, en un local construido en el retiro lateral de la tienda original, vecina de donde se construyó el hotel For You y el Margarita Suites, un edificio blanco con letras verdes que también tuvo locales comerciales en la planta baja, incluyendo una tienda de productos Cartier en cuya vitrina nunca hubo precios, pero si un pequeño aviso junto a la puerta que señalaba que si usted necesitaba ver los precios antes de entrar mejor no entrara. Justo al lado de Saks, como quien se dirige al centro de Porlamar abrió Las Naranjitas, una tienda de ropa infantil y juvenil, igualmente de marcas europeas de altísima calidad y una cuadra más hacia Los Robles, en la misma acera de la Media Naranja, en dos locales, uno antes de la panadería 4 de mayo y otro en la esquina antes del desvío hacia el viejo aeropuerto, al costado de Bencamar, otra de las fundadoras de esta zona comercial, apareció el Mini Centro, suerte de outlet de La Media Naranja, también con marcas europeas de alta calidad. Allí en el Minicentro uno podía comprarse un traje italiano, como aquel de Emmanuel Ungaro con el que me casé con Patricia o unas corbatas de seda de Ermenegildo Zegna, como las que solía usar para mis reuniones de recién graduado a comienzos de los años 90s, o un vestido de seda italiano o unos sweteres de lana inglesa como los que todavía guardo décadas después o unos zapatos de Ferragamo o una correa de Ermenegildo Zegna como la que compré en nuestra luna de miel, convencido por un vendedor que me dijo varias veces, llévela, es una correa muy buena, le va a durar muchos años, sin imaginarse que más de 26 años después todavía la uso de vez en cuando. Los productos que se veían en el Minicentro no eran productos de la última temporada, asumo que eran saldos de temporadas europeas anteriores, por eso sus precios eran inferiores a los que se veían en La Media Naranja, pero en general eran similares a los productos que entonces aparecían en las páginas de Vogue o cualquier revista internacional de modas.

En este primer momento del Puerto Libre margariteño la infraestructura todavía era precaria y no había una consolidación de los corredores comerciales. No había ni siquiera continuidad en las aceras para caminar y los carros se estacionaban en las orillas de la avenida de manera desordenada. En esta primera época, a lo largo de la Santiago Mariño solo habían comercios dispersos, muchos de ellos en simples casas unifamiliares parcialmente transformadas (como el local del restaurante El Chipi o la tienda donde mi mamá compraba sábanas y toallas Cannon o Springmaid, la Importadora Lumer, la cual tenía dos locales, cerca del cruce de la Santiago Mariño y la 4 de Mayo, o la tienda de carteras argentinas de cuero ubicada cerca del hotel Bellavista y que surtió a mamá de los bolsos que usó para ir a trabajar hasta los años 80s). Lo mismo ocurría en la 4 de Mayo, la avenida llegaba solo hasta el cruce hacia el antiguo aeropuerto, donde un semáforo servía de señal para dar por concluido lo urbano y abrir espacio a lo rural, allí donde de frente se seguía hacia Los Robles en medio de un paisaje de cardones, yaques  y cujíes y edificaciones dispersas y hacia la derecha había una calle que llegaba al aeropuerto viejo, el mismo que sería sustituido en esos años por el nuevo de El Yaque. Esa era la calle donde luego se colocaron carros de comida y se le comenzó a llamar “La calle del hambre” y en cuyo comienzo estuvo en los 70s un famoso restaurante en cuya terraza, decorada con trozos de madera, podías sentarte a comer viendo en las mesas vecinas artistas o políticos de los que uno veía en la televisión. A partir de allí era solo una carretera que a los costados todavía tenía pocos locales comerciales dispersos, poco de Puerto Libre y mucho de servicios locales, mezclados con viviendas unifamiliares, como la casa de mi tía Millita, quien vivía en una calle paralela a la 4 de Mayo, cerca del local donde alquilaban unos vistosos VW Safari modelo Acapulco, esos que venían pintados desde México de blanco y azul con un techo de lona a rayas de esos mismos colores, que los turistas metían en las orillas de la playa y que a mi, en mis fantasías infantiles tipo Machtbox y Majorette, simplemente me encantaban cuando los veía pasar por la isla.


Cerca del Minicentro, cerca de la Panadería 4 de Mayo, estaba Bencamar, una de las tiendas preferidas de mi mamá. Primero tuvo un local más pequeño, pero rápidamente construyó un edificio de varios pisos, en el cual me maravillaba que los pedidos se enviasen al depósito colocando los papeles en unos recipientes cilíndricos de plástico que los empleados metían en unos tubos por donde la presión de aire los movía hasta otro piso, para que luego enviaran en un montacarga los productos que uno había comprado. Sus primeros dos pisos estaban llenos de objetos para el hogar, desde un mantel de plástico hasta un sartén, pasando por los cubiertos Oneida. Allí una mañana tan iluminada como aquella que recordaba el Coronel Aureliano Buendía al comienzo de Cien Años de Soledad, una mañana de comienzos de los años 70s, mi mamá descubrió el Teflón y desaparecieron los budares y calderos de mi casa para entrar en una era moderna antiadherente, a la que se le sumaron rápidamente sartenes eléctricos, tostadoras, batidoras de mano, cuchillos eléctricos y otras herramientas imprescindibles de la vida moderna, todas de colores beige y marrón, alguna con un toque de naranja en su diseño.

Bencamar

En el piso superior de Bencamar, creo que era el tercero, había juguetes y bicicletas, patinetas con ruedas de colores fosforescentes, trenes eléctricos, aviones y barcos a control remoto, esas cosas que uno soñaba entonces tener pero que uno ni se atrevía a pedir por no haber entendido a tiempo aquel slogan publicitario que rezaba “pida mijo que no sabe si están por darle”.

Los cambios vinieron rápidamente. El boom petrolero de mediados de los 70s hizo que mejorara el poder adquisitivo de muchas personas y el Estado invirtió en mejorar los servicios de electricidad y agua en la isla, los cuales eran sobrepasados en temporada alta. Se construyó el nuevo aeropuerto en los terrenos que habían sido expropiados a la Sucesión Tovar a finales de los años 60s (mi bisabuelo había prestado una suma de dinero a alguien en los años 20s y a su muerte mi bisabuela cobró la deuda, en los años 30s, recibiendo esos terrenos en pago. Aquello era una hacienda de criar chivos cerca del mar, cuyo capataz, Clemente, ya en sus últimos años se dedicó a administrar una bodega frente a la playa del mismo nombre y a las cual solían llevarnos cuando, incluso, la carretera era aún de tierra). 

Aeropuerto Santiago Mariño aún en construcción El Yaque 1973

La isla recibía miles de turistas en las temporadas altas, las cuales se concentraban en los meses de julio a septiembre, así como en diciembre, sin obviar que en carnavales y semana santa también había mucho movimiento. Las empresas de ferrys, como la del pariente por partida doble Fucho Tovar, invirtieron en nuevos barcos, había vuelos prácticamente cada media hora desde Caracas, incluso en las noches y madrugadas durante la temporada alta, donde los DC9 de Aeropostal y Avensa hacían colas para despegar en el aeropuerto internacional Santiago Mariño y los balnearios construidos en los años 50s y 60s, como los de La Galera, Playa El Agua y Guacuco se llenaban de turistas echados al sol. Se invirtió dinero en mejorar los sitios turísticos, como los fortines y otros edificios singulares. Se colocó mucha señalética en las carreteras de la isla, muchas de las cuales también recibieron una inversión importante. La calle Guevara se convirtió en un bulevar y en 1975 se decretó la creación del museo de arte contemporáneo de Porlamar. 

El comercio de Puerto Libre se multiplicó entonces por toda la isla, con dos focos principales: por una parte,  en Porlamar estaba el comercio de mayor prestigio, originalmente en el centro, donde la Calle Guevara se convirtió en un bulevar con una escultura del artista margariteño Francisco Narváez  y en los ejes de la Santiago Mariño y la 4 de Mayo, aunque también de un comercio más popular, disperso en las calles del centro, de productos de menor calidad y precio, muchos dirigidos a revendedores que viajaban desde tierra firme a la isla a comprar productos baratos que revendían en otras zonas del país, y por otra parte en Juan Griego se creó otro foco de este comercio más popular, de los que llamaban “tiendas de turcos”, a la vez que allí y en Porlamar comenzaron a desarrollarse mercados populares como el de Conejeros, o el que se ubicó en la calle La Marina de Juan Griego, donde mi tío Enrique vendía pantalones y camisas importadas, que trasladaba en una pickup o en un Ford Maverick blanco, deportivo con rayas azules que tenía en aquellos años. Estos mercados eran galerías de pequeños puestos donde se vendía mercancía importada, incluyendo algunos de los productos tradicionalmente asociados a la isla: licores y cigarros, que al no tener impuestos costaban menos de la mitad de lo que valían en tierra firme, quesos de bola (el nombre tradicionalmente dado por los margariteños a los quesos Edam holandeses que desde hacía décadas llegaban a la isla, antes, a través del contrabando), alcoholados, jabones de lechuga o de Pera ingleses, pantalones colombianos, como los Caribú, chocolates, sábanas y toallas Cannon.

 Asimismo por toda la isla, en cada pueblo, surgieron pequeñas tiendas que se sumaron al Puerto Libre, y ofrecían localmente esos mismos productos a los turistas que en vez de quedarse en los hoteles de Porlamar o Pampatar preferían alquilar una “casa vacacional” en los pueblos de la isla, como Altagracia, en pueblo de mis padres, donde en una de estas tiendas, por ejemplo la de Toñita, que quedaba cruzando la calle de nuestra casa de vacaciones, podía encontrar el perfume Drakkar Noir, que era el único que me gustaba usar hasta después de graduarme en la universidad, o los maletines Samsonite, como el que yo llevaba al colegio en primaria, añadiendo por si solo como 3 kilos a las cosas que debía llevar todos los días de mi casa al Santiago de León de Caracas y que era parecido al neceser que usaba mi mamá para viajar con sus cosméticos, o las medias panty que venían en un envase en forma de huevo y que mi mamá compraba cada año bajo la premisa de que le ayudaban con las varices en las piernas o las botellas de vino Lambrusco o de brandy Terry que los habitantes de Los Hatos, que es como popularmente llaman los margariteños a Altagracia, tomaban en la plaza Sucre a la vista de todos y sin remordimiento para sus bolsillos, considerando que cada botella de esas costaba menos de un dólar.


 Estas pequeñas tiendas de pueblo podían manejar cantidades importantes de mercancía, al punto que recuerdo que en nuestra casa de vacaciones teníamos un edificio anexo, un garaje donde podían caber tres carros grandes – mi papá tenían entonces uno de esos carros grandes,  un Chevrolet Caprice Classic 1974 en el que cabían como 10 personas sentadas y tenía una maleta donde podía meterse una mudanza -  y en algunos años mi papá se lo alquiló a Toñita para que lo usara como depósito de licores, y todo ese espacio, de piso a techo, estaba lleno de cajas de whiskey escoses, donde se entremezclaban las cajas de opciones económicas como el Black and White o el Dewars o el 100 Pipers o el Dimple con otras más costosas como el Old Parr, el Buchanans,el Chivas Regal o el Etiqueta Negra e, incluso, el Swing o el rey de los whiskeys en esa época, el Royal Salute , que venía en un envase de cerámica con tapa de corcho dentro de una bolsa de gamuza con el nombre bordado.

La diferencia de precios ante la ausencia de impuestos en los licores y cigarrillos hacía de este rubro uno de los más movidos en la Isla. Casi todas las tiendas solían vender licores, desde los ya mencionados whiskeys hasta brandys como el el Gran Duque de Alba, con su caja forrada de terciopelo rojo, vinos y espumantes – las botellas de la viuda, el champagne de Madame Clicquot, formaban parte de la escenografía de la isla y la gente se las tomaba como quien toma un refresco, los licores dulces de Marie Brizard, que a mi mamá le gustaba atesorar (para tener que invitarle a las visitas, decía siempre Carmen Victoria, aunque a nosotros en realidad casi nunca nos visitaba nadie en esos tiempos)u otros como el Amaretto o el Fra Angelico o el Cointreau o el Drambuie o el Grand Marnier o el Anis del Mono se tomaban en la isla como quien toma una bebida local de precio insignificante. Esa demanda generó la aparición de los bodegones, locales especializados en licores (con un mayor surtido que las tiendas generalistas) pero también en chocolates, embutidos, quesos, caramelos y otros productos asociados. En 1975 apareció en la Santiago Mariño uno de los bodegones más emblemáticos, Don Lolo, que en dos locales contiguos ofrecía servicios de perfumería – cosméticos y perfumes de todas partes del mundo, incluyendo los más caros que usted pueda imaginarse -  y el bodegón, en el que a mí se me iban los ojos detrás de los estantes llenos de Toblerones, paquetes de Three Musketeers o Milky Way las tabletas de chocolates suizos como los Tobler, que venían rellenos de naranja, fresa o frutos secos. Para consumos más cotidianos, en las pequeñas bodegas de los pueblos compraba chocolates Kit Kat o Smarties, en la época en los que estos todavía eran productos ingleses fabricados por Roundtree, mucho antes de que Nestle y otros acapararan casi todas las marcas internacionales de chocolate, haciendo indiferente el país de producción.


Para 1979, cuando a mis 11-12 años mi mamá comenzó a dejarme comprar por mi cuenta la ropa que usaría durante el año, los corredores de la Santiago Mariño y la 4 de Mayo ya se habían consolidado. Luego de esa fase inicial precaria, donde lo único que hacía llamar avenida a aquellas calles era un separador central sembrado con pequeñas matas de cayena, se habían construido en pocos años aceras amplias con bancos para sentarse y demarcado los espacios de estacionamiento y zonas de jardinería, las viviendas prácticamente desaparecieron de esos corredores para convertirse en suerte de centros comerciales al aire libre donde podías pasarte el día comprando cualquier producto imaginable, con espacios para descansar y restaurantes, luncherias y heladerías a lo largo del recorrido. Las viejas casas transformadas en tiendas habían sido en su mayoría sustituidas por locales ad hoc o pequeños centros comerciales, algunos con formas estrambóticas como de platillos voladores y cualquier cosa capaz de llamar la atención de los compradores y otros con una imagen de glamour como el centro comercial galerias (también llamado Fermo). Marcas como Gloria Vanderbilt, Jordache, Levis, Lightning Bolt, Vans, Fred Perry, Munsingwear, Lacoste, Benetton, Sisley, Kickers, Sebago, Bass, Adidas, Nike, Converse, Kangaroos,  eran las marcas generalistas y en ciertos locales, como la Media Naranja, donde a los clientes se les ofrecía un whiskey (a los caballeros) o un vino o una copa de champan francés (a las damas) mientras hacían sus compras, podían verse las marcas italianas y francesas más finas.

Entre La Media Naranja y la Panadería  4 de Mayo apareció a finales de los 70s Rattan, que primero fueron un supermercado y una tienda de muebles y equipamiento para el hogar y que una década más adelante se había convertido en un hipermercado de productos importados, en donde podías comprar desde una caja de vino hasta los muebles para la terraza de tu apartamento de playa, pasando por un juego de ollas, una nevera de dos puertas con surtidor de agua y hielo, una bicicleta  o una moto de agua.

Rattan en 1988

A mi papá todo aquel ambiente nunca le gustó. Sus compras personales, con la ropa que necesitase para todo el siguiente año, podía resolverlas en 15 minutos en cualquier tienda cercana a nuestra casa vacacional, en una de esas tiendas de puerto libre que estaban en los pueblos y donde se conseguían camisas Van Hausen y pantalones de gabardina, pero donde no había tanta concentración de gente. Llegue a presenciar alguna vez como pedía que le mostraran un pantalón y luego de probárselo rápidamente pedía que le dieran 5 iguales de colores surtidos. A mi mamá, por el contrario, siempre le gustó ir de tiendas y no necesariamente de compras  (y hasta el día de hoy, mi hermano de vez en cuando le recuerda que el día que ya no esté con nosotros va a ir a echar sus cenizas en un Marshall para que sea feliz hasta la eternidad) y en particular para la ropa siempre tuvo el ojo entrenado: Mi abuela fue costurera toda su vida y tenía en su casa varias máquinas en las que iban señoras a coser camisas y otras prendas que luego se vendían en los campos petroleros de Anzoátegui y Monagas. Carmen Victoria, “la Nena” como la llamó siempre su familia, aprendió a coser con mi abuela al punto que con 12 años ya le había hecho el vestido de matrimonio a su hermana mayor y aun cuando no estaba muy pendiente de modas, siempre nos comentaba sobre la calidad de la ropa, los tipos de tela y la “calidad de la hechura” y mantuvo siempre y mantiene hoy en día el principio aquel por el cual era preferible tener una sola camisa buena que tener el closet lleno de cachivaches. ¨La ropa buena dura más, Gonzalo Enrique, así que al final terminas ahorrando y aunque este muy usada siempre se ve mejor, uno está más presentable y los demás se hacen una mejor impresión de uno” me decía Carmen Victoria en aquellas charlas donde conversábamos sobre que debía comprarme y qué no con el dinero que ella me daba, siendo yo todavía un niño.

A esa edad, a los doce y hasta más o menos los 16-17 años, ya en los años 80s, seguí acompañando siempre a mis padres en las vacaciones en Margarita y cada año, un día del mes de agosto, mis padres me dejaban en la puerta del Minicentro o afuera de Bencamar o enfrente de la panadería de la 4 de Mayo, con suficiente dinero en el bolsillo para recorrer a lo largo del día casi todas las tiendas de la 4 de Mayo y la Santiago Mariño y comprarme la ropa que usaría a partir de septiembre en el siguiente año escolar (estudié en un colegio sin uniforme y solo llegué a usar uno en los años finales de la secundaria, luego de la imposición de una normativa del Ministerio de Educación). Como mi mamá, disfrutaba meterme horas en aquellas tiendas y apreciar las diferencias en el diseño, la calidad de las telas o la particularidad del corte o las costuras o el tejido y sin que nadie me explicara quienes eran los principales diseñadores europeos comencé a reconocer sus diseños y a diferenciar las telas de calidad. Y siempre bajo la premisa de que era mejor tener una camisa buena que el closet lleno de cosas que se se deteriorarían rápidamente. A partir de los 18 años mis visitas a la isla fueron más cortas, algunas incluso de fin de semana (era muy barato viajar en avión en esos tiempos) y ya  por mi cuenta, sin la compañía de mis padres.

En los 80s vino el viernes negro y el control de cambios, pero Margarita tuvo un tratamiento especial, incluyendo el dólar preferencial para la importación de licores, lo cual mantuvo el atractivo de la isla como fuente de aprovisionamiento nacional de whiskies escoceses y otras bebidas internacionales. La situación económica no eran tan buena como en los 70s, disminuyó significativamente el número de revendedores que iban a la isla a comprar mercancía para ofrecerla en otras zonas del país, pero en la isla se siguió viviendo del turismo y el comercio, la cantidad de turistas nacionales seguía siendo muy alta y además se sumaron turistas internacionales, por ejemplo, obreros canadienses que venían en vuelos charter de vacaciones a Margarita y Puerto La Cruz atraídos por paquetes turísticos muy baratos o turistas españoles que llegaban huyendo del invierno. Esto se mantuvo por lo menos hasta mediados de los años 90s. En 1991 las agencias de viaje de Alcalá de Henares, donde se había ido a estudiar este servidor, solían colocar en sus vitrinas ofertas para ir a Isla Margarita, en donde algunas empresas españolas habían invertido en complejos turísticos, como el de Isla Bonita, financiado por la ONCE de España.


   

La avenida 4 de Mayo siguió creciendo hacia Los Robles y la rápida urbanización de los terrenos entre Los Robles y Pampatar (proceso que se había iniciado a finales de los 60s con la Urbanización Playa El Angel y otras posteriores, como la Urbanización Jorge Coll, que tuvo su apogeo en los 80s y 90s) para la construcción de casas y apartamentos comparables a los del Este de Caracas contribuyó a desplazar el eje comercial hacia esa zona, aunque todavía en los años 90s la Santiago Mariño y la 4 de Mayo seguían siendo las zonas comerciales de mayor prestigio y sus tiendas seguían ofreciendo productos de muy alta calidad, como el reloj Rado de material cerámico negro que mi mamá se ponía cada vez que tenía una ocasión especial y que había comprado a comienzos de los 90s en una joyería de la 4 de Mayo o las corbatas italianas que yo me compraba para lucir en las reuniones de mi trabajo en la Universidad Simón Bolívar o los sartenes, juegos de ollas y cubiertos que Patricia y yo compramos en Rattan en 1994 cuando, recién casados, fuimos a pasarnos unos días en la isla y nos quedamos en un hotel de la Avenida 4 de Mayo.

El desarrollo de centros comerciales, a partir de la inauguración del CC Central Madeirense  de la urbanización Jorge Coll en 1985 incidió el desplazamiento del interés comercial fuera de los corredores de la Santiago Mariño y la 4 de Mayo. En un proceso que tomó un cuarto de siglo, los clientes se fueron desplazando hacia otras opciones.  En 1996 se inaugura una nueva tienda Rattan (Rattan Plaza) de muchas mayores dimensiones frente a la urbanización Jorge Coll, dejando a la de la avenida 4 de Mayo como una sucursal de menor tamaño y en 1999 Central Madeirense inaugura su Hipermecado Central. Ya a comienzos de este nuevo siglo se inaugura en Pampatar el Centro comercial Sambil, cerca de donde funcionó desde 1986 hasta 1996 el canódromo y a sus costados, algunos años más, la gallera monumental y el parque de atracciones isla mágica. Los Centros comerciales La Redoma, la Vela, el Costa Azul, el mal Center, el Caribean Center, el AB, entre otros, entraron a competir por la clientela que progresivamente se fue alejando de las dos avenidas principales de Porlamar para desplazarse a los centros comerciales, que ofrecían mayor seguridad y comodidades para estacionarse.

A finales de 2009 visitamos la isla por última vez con la familia y todavía sobrevivía parte del ambiente comercial de las avenidas Santiago Mariño y la 4 de Mayo. Aunque muchas de las compras en esa oportunidad las hicimos en los centros comerciales, todavía podían verse los bodegones llenos de licores, embutidos y quesos importados y en Bencamar todavía ofrecían los sartenes de Teflón que eran la marca registrada de la cocina de mi mamá.

El rápido deterioro económico de Venezuela en la última década se reflejó también en la isla, al punto que para el 2018 más del 70% de los locales comerciales de las avenidas  Santiago Mariño y la 4 de mayo estaban cerrados y los que sobrevivían lo hacían con inventarios modestos, en muchos casos con mercancía de una calidad que nada recuerda lo que allí se vendió décadas atrás. Hoy la situación es peor, con centros comerciales abandonados y casi total ausencia de visitantes.

Los finales tienen sus símbolos. Uno de ellos podría ser el platillo volador, hoy en ruinas, que quedaba cruzando la calle frente a Adams (donde luego estuvo Clouds, tienda que tambien tenía una sucursal en la Santiago Mariño), muy cerca de la agencia del Banco Unión, el edificio que tenía una acera recubierta de baldosas de color cobrizo, a pocos metros de Saks, pasando el Hotel Flamingo. También podría ser el momento en que quitaron la bola de luces de la puerta de Saks para hacer espacio a una venta de pollos Arturos. Aunque probablemente el final llegó mucho antes, no tanto como el viernes negro de comienzos de los 80s ni el sacudón que supuso los saqueos de 1989 o los intentos de golpes de estado de 1992. El verdadero símbolo del final de una época llegó en 1998, cuando demolieron el viejo domo de La Media Naranja para dar paso a un centro comercial de tiendas sin encanto, como adivinando que en esa fecha también se comenzaba a demoler lo que quedaba del país que construyó “el centro comercial a cielo abierto” de Porlamar. 

Hotel Margarita Concorde 1979

 

domingo, 3 de enero de 2021

Centro comercial parte 1/18: BAR NICO



Desde siempre tuvo problemas de personalidad. Uno en el día, otro –supuestamente, a decir de Carmen Victoria- en las noches. Uno en el frente, a la luz del sol que lo alumbraba por las tardes desde el oeste, sin puertas  y a la vista de todos; otro en el fondo, a oscuras y sin ventanas.

Así fue siempre el Nico, dos en uno.

En la esquina de la 6ta. Transversal de la Avenida El Rosario, su letrero siempre apuntó a lunchería o restaurante, acompañado primero – en los tiempos en los que yo pasaba enfrente en pantalón corto y medias hasta debajo de la rodilla sorteando a los carros y motos subidos a la escasa acera-  por el logo azul y rojo de la Pepsi Cola, cuando esta hacía llamarse simplemente Pepsi , y luego con el color característico de la Coca Cola, ya en la época en que a lo largo de la Avenida El Rosario alguien se había encargado de llenarla de piezas de concreto que impedían, al mismo tiempo, que los carros se subieran a las aceras y que los peatones circularan con comodidad. También tuvo un letrero patrocinado por los cigarrillos Belmont, con sus colores blanco y azul. Pero, con independencia del letrero en la fachada, desde que nos mudamos a la calle lateral en julio de 1973, mis padres siempre lo llamaron Bar Nico, como todos los vecinos de la cuadra.

Cuando lo conocí tenía una fachada de cemento recubierto con pintura de aceite y una puerta santamaría larga, que al ser levantada dejaba ver una barra de acero, fórmica y vidrio, techo con figuras de plástico, taburetes giratorios de metal y semicuero y una máquina grande, roja,  de hacer café, a la derecha de la fachada.

Cuando a partir de cuarto grado de primaria el señor Amadeo cambió su microbús Mercedes Benz por un autobús Ford con el doble de capacidad y ya no pudo entrar a la estrecha calle donde vivíamos, cada mañana caminaba a 10 para las 6 a esperar el transporte escolar en la esquina de la Avenida El Rosario. A esa hora escuchaba subir la santamaría del Bar Nico, a esa hora a veces alumbrados por el poste todavía estaban algunos clientes de la noche anterior en la esquina.  

Los taburetes que hacían fila frente a la barra solían estar llenos al mediodía y en las tardes, ocupados por los obreros de los cercanos depósitos del CADA, de la fábrica de campanas de acero inoxidable que luego fue venta de muebles  o algunos otros que caminaban al mediodía desde Boleíta Norte buscando un lugar económico donde comer. Ahí paraba también algún vendedor ambulante de boletos de lotería y el hijo del señor Lorenzo, el del kiosko de periódicos que quedaba cruzando la calle.

En aquella barra servían en las mañanas arepas rellenas y empanadas, también sanguches de panes de aspecto seco y duro, jugos de naranjas recién exprimidas o cuartos o medios litros de jugo, chicha o ricomalt, que salían de una nevera localizada a la izquierda de la fachada, detrás del mostrador. Al mediodía podían verse unas sopas que salían humeantes de la parte de atrás del negocio, siempre con un aspecto viscoso, amarillento en la superficie, y algunos guisos con arroz, recuerdo servidos en platos plásticos – no desechables- de colores. Al final del día se veía poca comida en aquella barra, usualmente había gente bebiéndose alguna cerveza y fumándose un cigarro mientras uno pasaba rumbo al vecino de cuadra supermercado El Centro.

Algunas veces, aún de pantalones cortos y en función de mandadero de mi mamá, me aventuré a comprarme alguna chuchería o un cuarto de litro de jugo pasteurizado de frutas  buscando espacio entre quienes ocupaban los taburetes giratorios y alternaban miradas hacia la Avenida El Rosario con otras hacia los portugueses que administraban el negocio desde atrás del mostrador.

Los dueños siempre fueron dos, lusitanos ambos, uno flaco, otro más gordito. Uno de ellos estacionaba todos los días su carro al costado del bar, en la entrada a la 6ta. Transversal, antes de la puerta de la ebanistería de sus compatriotas, antes de la primera mata de mangos de la cuadra, en la acera de enfrente a la casa de los Delgado. En esa fachada lateral había una puerta de hierro que daba a la parte de atrás del bar, por la que sacaban las gaveras vacías de cerveza o por donde se asomaban a fumar hombres y mujeres mientras veían pasar los carros que subían o bajaban por la Avenida El Rosario.

Al costado de la barra de la fachada había una puerta  que daba al bar. En algún tiempo tuvo una puerta de vidrio, y en otra época una cortina de cuentas que colgaban y hacían ruido al ser cruzadas por quienes entraban o salían. Por ahí escuchaba salir la música, usualmente salsa y otros ritmos tropicales y, a veces, el sonido de las piezas del dominó cuando golpeaban las mesas.

Nunca crucé la cortina de cuentas. Siempre me imaginé el interior con rockola y mesas de pantry llenas de botellas vacías, con el piso de cemento recubierto de baldosas de vinil, con una barra oscura, con espejos en los que se reflejaban las mujeres que fumaban entre los obreros de la fábrica de Pan Puropán, que iban ahí a gastarse la paga de los viernes.

Alguna vez vino la policía a hacer alguna redada. También más de una vez vi a la patrulla de la PM parada en la esquina y a los ocupantes con una polarcita fría en la mano. Alguna vez se comentó en la cocina de mi casa que algún vecino más cercano a la esquina reseñó algún escándalo de la noche anterior, algún botellazo, algún cliente al que sacaban por no pagar.

Alguna vez me sobrepuse a la mala fama del lugar y me comí parado enfrente, viendo los carros subir y bajar por la Avenida El Rosario, mirando hacia arriba la Silla de Caracas, un helado – en algún momento de la historia vendieron Tío Rico- o una gelatina o un flan de los que venían en vasito plástico, con una tapa de lámina delgada de aluminio desprendible,  con un oso o una niña dibujada en el exterior.

En los alrededores del cambio de siglo a uno de los dueños – creo que quedaba el más bajo-le dio por remozar el local y recubrieron la fachada de tablillas de arcilla (de moda entonces entre los nuevos edificios de apartamentos), cambiaron las baldosas de las paredes del interior, eliminaron la fila de taburetes y renovaron los muebles. Así sigue.

 Recién he descubierto el interior más de 40 años después  a través de las fotos que alguien ha subido al internet. Hay dos televisores viejos para ver el futbol y las mesas tal como las imaginé siempre. No cabe mucha gente dentro. Estando a miles de kilómetros puedo escuchar la música y el ruido de las piezas del dominó al golpear las mesas.

El dueño tiene un carro viejo, uno con motor 8 cilindros americano, de la época en que el país era una potencia petrolera, que sigue parando al cruzar la esquina, junto a la pared lateral del negocio, cerca de la misma mata de mango. También tiene una pickup, creo. La máquina de café desapareció hace años, creo que en la misma época en que se fueron los taburetes. Antes se fueron los depósitos del CADA y las fábricas de Pan Puropán y de las campanas de cocina. De Boleíta ya no bajan obreros a almorzar. Mi madre hace tiempo que no menciona el lugar y mi padre ahora es hasta amigo del dueño, a quien los vecinos de toda la vida saludan como un miembro respetable de la comunidad.

 

martes, 7 de julio de 2020

Juego de carritos


Desde la ventana del edificio Issa, donde un tendedero circular de tubos y alambres daba vueltas con la ropa haciendo de vela, yo, subido a una silla, con los codos apoyados en el marco de metal gris podía ver, mirando hacia abajo ocho pisos,  la explanada - también  gris- de unos 50 metros de largo, que separa la entrada del edificio de la calle y el puente que cruza sobre la quebrada Catuche, curso de agua ruinoso que corre de derecha a izquierda de la mirada, desde el antiguo puente Páez a la derecha pasando por un puente moderno de concreto ante a mis ojos, frente al edificio, haciendo una ese con sus aguas a veces verdes, a veces marrones, a veces negras, a veces con el reflejo tornasol del aceite, a veces calmas, a veces ruidosas, al costado del edificio, unos diez metros por debajo del nivel de la calle.

Puede ser 1971 o 72.

Puente Páez

En la acera de enfrente, al costado derecho del puente por el que cruzaban carros día y noche, había un edificio gris claro, casi blanco, más largo que alto, como de 4 o 5 pisos, que llegaba desde la orilla oeste de la quebrada  hasta la esquina de Santa Bárbara. Arriba hay apartamentos, en la azotea hay terrazas donde se ven matas, tendederos de ropa y objetos acumulados, abajo hay una pescadería, una ferretería, una quincalla, un bar y una barbería en cuya vitrina ofrecen carritos Matchbox y Majorette, los primeros a cinco bolívares, los segundos a cuatro.


 
Esa vitrina, que veo desde la ventana del cuarto al fondo del primer apartamento propio de mis padres,  es la suma de mis aspiraciones,  es el centro de mi universo, el brillante sol a cuyo alrededor giran cual satélites la heladería-pensión de las amigas españolas de mi Tía Lula, a donde cada vez que voy me regalan chocolates Savoy;  la pastelería de los italianos con aviso de neón verde sobre el vidrio de la fachada y mostradores de mármol negro con apliques dorados, donde venden dulces de hojaldre rellenos de crema pastelera;  la tienda de maletas, bolsos y maletines de cuero donde mi mamá ha ofrecido comprarme mi primer bulto escolar, uno de cuero marrón en forma de acordeón con dos pasadores con hebillas plateadas; mi colegio de entonces, el kínder del Colegio Santa Teresita del Niño Jesús a donde comenzaba en esa época a ir al preescolar a los 4 años y donde bailaría a finales del año disfrazado de ratón vaquero con un traje de fieltro gris y un cinturón con pistolas plateadas; el estacionamiento de varios pisos donde guarda su carro mi papá, primero un Pontiac Parisienne, luego un Chevrolet Caprice Classic vinotinto con techo de vinil negro, modelo 1970.




La heladería estaba cruzando a la derecha en la esquina de Santa Bárbara, pasando un muro de adobe y tejas que entonces yo creía largo, el Puente Páez y una pensión, al costado de la panadería de los portugueses, camino a mi preescolar, rumbo a la esquina de La Fe, vecino a un par de cuadras del Panteón Nacional. Siguiendo derecho la calle tomaba algo de pendiente, por donde veía bajar los estudiantes de La Salle. La pastelería italiana, la venta de maletas y el estacionamiento donde mi papá arrendaba un puesto fijo para su carro estaba a la izquierda de la esquina, en la cuadra que va de Santa Bárbara a la esquina de Maturín, como quién camina desde el norte rumbo a la esquina de Las Ibarras, esquina donde una señora arruga la cara con luces de neón y pregunta a los paseantes de la Avenida Urdaneta en nombre del Dr. Scholl si le duelen los pies.
Esquina de Las Ibarras, Avenida Urdaneta
La vitrina era mi sol, mi centro, pero en realidad no era abundante en variedad, la tienda no se especializaba en juguetes, lo de los carritos era un negocio complementario que aprovechaba el movimiento del público para ofrecer objetos de bajo valor con los que pudiese encapricharse alguien al paso por esta calle secundaria del centro de la ciudad. Una ocurrencia del momento, en el caso de los adultos, como en el caso de mi Tío Memé, quien venía caminando con frecuencia desde su trabajo en la esquina de Traposos de la Avenida Universidad (salía por el costado del edificio del Banco Industrial y pasaba frente a la sombrerería Tudela, la casa de Bolívar, la esquina del bazar El Toro y de allí derecho hasta la esquina de Las Ibarras) y en más de una ocasión me compró alguno de los modelitos que venían en una cajita de cartón y que ponían en la parte de abajo, en relieve en el metal, Lesney Products - Made in England, en el caso de los Matchbox, que eran mis preferidos por sobre los franceses de Majorette, que venían en un envase de plástico y cartón.



Leslie Smith y Rodney Smith, a los que se sumó luego John Odell, fundaron a finales de los años 40s en Inglaterra Lesney Products, los fabricantes de Matchbox, una empresa que comenzó a funcionar en un precario sótano de un edificio aún con efectos de la guerra, haciendo diversas piezas de metal fundido y que a partir de 1953 se especializó en hacer carritos de metal a escala, reproduciendo modelos de la época. Los modelos más baratos y pequeños, que cabían en una caja de fósforos (matchbox), fueron los más exitosos y se convirtieron en la marca de la empresa, que creció rápidamente hasta vender en su momento de mayor éxito hasta un millón de carritos al día en los años 60s, en cerca de 100 países por todo el mundo, incluyendo a la Venezuela de comienzos de los años 70s.


Cuentan mis padres que aprendí a diferenciar los colores asociándolos a los colores de los carros que veía pasar desde la ventana del Caprice de mi papá. Aprendí también a diferenciar los modelos y las marcas en la edad cuando recién me preparaba para comenzar a ir al preescolar lonchera de metal en mano y vestido con un overol azul y una franela blanca con zapatos US Keds. Con ese historial es comprensible mi fascinación por los carritos de metal que exhibían en la vitrina del edificio blanco que veía desde la ventana de mi casa, ventana desde la cual también se veían, como única expresión verde de la zona,  unas palmeras, probablemente del Templo Masónico de Caracas, cercano a la esquina de Maturín, y, a lo lejos, la entonces nueva  torre del Banco Central de Venezuela.




Los carritos que me compraba mi papá y los que me regalaba mi Tio Memé o mi abuela Francisca se acumulaban en una caja de zapatos, de donde los sacaba para jugar sobre la cama, los muebles o el piso de granito rojo y verde del primer apartamento propio de mis padres. La caja en algún momento llegó a estar prácticamente llena, hasta que comenzó a mermar su contenido producto de los accidentes de tránsito propiciados por mi hermano menor. Vladimir tuvo siempre predilección por las historias con alto contenido de acción, que podían terminar en el incendio de los indios y vaqueros de su fuerte del oeste o, en caso escogiese para jugar – en mi ausencia, yo iba al preescolar y el aún no- mis carritos, en brutales accidentes a los que imprimía realismo 3D con el martillo de madera y metal de pisar la carne que La Nena,  mi mamá, guardaba en una gaveta de la cocina y que mi hermano sustraía sin su permiso.

El año que Lesney Products lanzaba al mercado sus series Skybusters, Seakings y Battlekings y en Venezuela comenzaban a sentirse los efectos del aumento del precio del petróleo producto del embargo petrolero de los países árabes, nos mudamos del edificio Issa a la Quinta Paraguachoa, en Los Chorros. Mis padres tenían un año buscando un apartamento más grande a donde mudarnos y terminaron comprando la casa vecina a la de mi madrina Dora, donde habían celebrado su matrimonio menos de una década antes.



En el jardín de la casa comenzaron a aparecer entonces, cada vez que mi papá intentaba sembrar algún árbol -de ese jardín hemos comido los últimos 45 años mangos, jobos de la india, guanábanas, cerecitas y más recientemente cambures y aguacates- los restos martillados, calcinados y parcialmente derretidos de los carritos de la cada vez más vacía caja de zapatos, que ahora con más espacio a cielo abierto, eran parte de la escenografía de los fuertes de indios y vaqueros que se empeñaban en regalarle a mi hermano y que Vladimir siempre terminaba quemando como escena final de las historias que se montaba, a tono con las películas de la época producidas por Dino de Laurentis.




Para entonces ya solo veía desde mi ventana, los techos y patios de las casas vecinas en Los Chorros y desde el balcón de la Paraguachoa, al Ávila, en parte verde, en parte marrón en el Estribo de Duarte, el cerro más cercano. Para entonces ya no recordaba la vitrina de la esquina de Santa Bárbara y había desplazado mis intereses a otra vitrina, la de la librería El Gusano de Luz, en Parque Carabobo, cerca de uno de los trabajos de mi papá, a la que solía acompañarlo en los 70s y en la cual su propietario, Freddy Cornejo, ofrecía a la venta los Superkings y sobre todo, los BattleKings , reproducciones a escala, también hechas en Inglaterra por los mismos fabricantes de Matchbox, de los tanques y vehículos militares de la segunda guerra mundial, además de algunos modelos posteriores y uno que otro invento de los creativos de Lesney – como un lanzacohetes verde montado sobre 6 ruedas-  tratando de darle un toque futurista a sus juguetes.


Los Battlekings fueron durante los 70s probablemente el juguete que más usé hasta alcanzar los dos dígitos de edad y la última vez que revisé, hace unos cuantos años, aún estaban guardados en el closet del que fue mi cuarto en la Paraguachoa, algunos de ellos personalizados con algunas insignias adicionales que les pintaba con tinta china. Mi predilecto fue siempre un Panzer alemán plateado, que siempre terminaba perdiendo todas las batallas, porque el guionista de mis historias infantiles estaba muy influenciado por las películas que daban en la televisión y en las cuales los japoneses y alemanes se llevaban siempre la peor parte.




Después de 50 años de mis primeros carritos, aún los colecciono, todavía los compro con frecuencia. Tengo algunos exhibidos en mi “oficina” de la casa y tengo un par de cajas llenas, debo tener más de 100, sobre todo de Hotwheels, la marca norteamericana  que surgió a finales de los 60s para competir con los ingleses de Matchbox. Me gustaría conseguir algunos BattleKings en su caja original, he visto algunos por internet. Cuando vuelva a Caracas creo que voy a sacar del closet de la casa de Los Chorros los que han estado guardados ahí por décadas para ponerlos a la vista.