Porlamar no es la capital del estado Nueva Esparta ni la
sede de los poderes en la Isla de Margarita, pero siendo la llamada isla de las
perlas un territorio siempre volcado al mar, desde que los guaiqueríes la
llamaron Paraguachoa -por la abundancia de peces- su destino ha estado atado esa
masa de agua que la rodea: el mar de los Caribes, el mar de los conquistadores,
el mar de las perlas, el mar de las pesquerías, el mar de los libertadores, el
mar del contrabando, el mar de los migrantes, el mar de la zona franca y el puerto libre y el mar
del turismo. Por eso son los puertos, los puntos de contacto con el exterior,
los que siempre concentraron la actividad económica de la isla, siendo Porlamar
y luego, en menor medida, Juan Griego, los dos más importantes.
Era normal entonces que el comercio tradicionalmente se
ubicara en las calles que conducían del mar a los espacios sociales o las sedes
de la representación del poder. Así , antiguamente el comercio de Porlamar se
ubicó en calles como la Guevara, que conectaba la plaza principal y la iglesia con el mar y el mercado de
pescadores – ese mercado a cuyas afueras mi bisabuelo iba cada día de la Virgen
del Valle a repartir la morocota que antes aportaba año tras año con devoción a
la patrona de los margariteños y de los pescadores, pero que luego de no
recibir la aprobación del cura del Valle del Espíritu Santo para casarse en
segundas nupcias, decidió hacerlo por lo civil y a partir de ese año trocear en
sencillo esa moneda y repartirla entre los mendigos del centro de Porlamar-
aunque también es justo decir que desde siempre la isla tuvo un comercio
disperso por todo su territorio, comercio de pequeñas bodegas y tiendas locales
entremezcladas con el comercio informal asociado al contrabando, que hacía que
en muchas casas se vendieran, supuestamente en secreto, pero del conocimiento
en realidad de todos, piezas de telas traídas de Trinidad y otras islas del
Caribe, licores importados, quesos holandeses, alcoholados y aguas de colonia, fósforos
suecos de madera, mantequillas danesas, jamones enlatados, jabones ingleses de
lechuga y de pera, sábanas de pavorreal, latas de mentol chino y botellas de
aceite alcanforado, ese que mi abuela Francisca me ponía en los oídos cuando me
dolían, y así otras particularidades que moldearon durante décadas el gusto
y apetito de los margariteños.
Entonces llegó la Zona Franca, primero, como la continuación
de una vieja iniciativa que se remontaba incluso a los tiempos de la
independencia y, posteriormente, bajo la figura del Puerto Libre, que exoneraba
de impuestos a la importación a muchos productos y generaba estímulos para el desarrollo de un
comercio de bienes importados, que se esperaba conectar con el turismo de playa
y diversión, para intentar lograr la prosperidad que los margariteños,
migrantes generación tras generación, gallegos del Caribe, prosperidad que fueron -durante décadas- a buscar con diferente suerte a otros
lugares del país, poblando incluso territorios antes vacantes, contribuyendo a
la fundación de ciudades y pueblos tanto en el occidente del país como en los
campos del oriente de Venezuela.
Los negocios de toda la vida, muchos vinculados
históricamente al contrabando, como los de mi tía abuela Valentina Ordaz, que
tenía su boutique – Valentina’s- en la
planta baja de una casa de dos pisos que hacía esquina en la Calle Guevara o
los de Estílita Torcatt y otros comerciantes de la isla, rápidamente se
acomodaron a las nuevas condiciones y a comienzos de los años 70s, cuando un
servidor empieza a tener conciencia de sus visitas vacacionales a la isla,
pueblan el centro de Porlamar de tiendas que desplazan los vestigios
residenciales de la zona y en cuyas vitrinas pueden los margariteños ver ropas
importadas de Europa y Estados Unidos, zapatos de diversas marcas, whiskies escoceses,
vinos italianos, españoles y franceses, quesos y chocolates europeos,
electrodomésticos, vajillas de melamina, maletas norteamericanas, televisores y
equipos de sonido, incluso carros de
modelos diferentes a los que comúnmente se veían por las calles de Venezuela y
cuanta cosa material pudiera el ser humano desear.
Yo era entonces un niño al vestían con interiores St.
Michael (una marca inglesa que en ese país solo vendían en los Marks &
Spencer y que por alguna razón que mi Mamá asociaba a la durabilidad y a los
vistosos colores, fueron siempre los
interiores que use desde que estaba en el preescolar hasta que pude escogerme
mi propia ropa), franelas Buster Brawn y otras de rayas con los signos
masculino y femenino bordados a un costado del pecho – al más puro estilo
Gualberto Ibarreto-, pantalones Wrangler o Lee y, lamentablemente, zapatos
ortopédicos que me hacían a la medida en la Avenida Andrés Bello de Caracas.
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Interiores St. Michael, 1970s directo de Marks & Spencer a las tiendas de Margarita |
La bonanza petrolera derivada de los conflictos del medio
oriente, los planes de turismo, la mejora de la infraestructura y las ventajas
que suponía el Puerto Libre para la compra y venta de productos importados
crearon el coctel perfecto para disparar la actividad comercial en la isla, en
parte por iniciativa de los comerciantes tradicionales margariteños, gente
emprendedora, qué duda cabe, mucho de eso que llaman “self-made-man” (aunque
buena parte de ese grupo lo conformaran mujeres, que la sociedad margariteña
fue siempre una sociedad matriarcal, de esas donde los hombres creen tener el
control, pero eran las mujeres las que tomaban las decisiones en las casas y
muchas de los negocios que se montaron en la isla en aquellos tiempos eran
propiedad de mujeres), así como de muchos inversionistas venidos de fuera, que
veían en esta alineación de los astros la expectativa de riqueza rápida y un
futuro prometedor.
Estamos en la primera mitad de los años 70s. Margarita sigue
siendo una sociedad cuasi rural, de pueblos donde la gente duerme con la puerta
abierta para que entre la brisa por las noches y se entretenía en campeonatos
locales de bolas criollas, jugando partidas de ajilei o escuchando música en las rockolas de los botiquines,
pero está a punto de recibir una gran sacudida. La isla de las fiestas de la Virgen y los viajes de mi papá a Juan Griego en pantalón corto para tomarse una Ovomaltina en la Calle La Marina está por convertirse en la Margarita de la discoteca 1224, del Mosquito Coast y de las fiestas Belmont en Playa El Agua.
El turismo se multiplica rápidamente en los años 70s y con él el comercio.
Frente al centro tradicional de Porlamar comienza conformarse un segundo polo
comercial, en la avenida que parte a pocas cuadras de la plaza, enfrente al
viejo hospital de la ciudad y promete desarrollarse sobre la carretera que
lleva a Los Robles y Pampatar: la avenida 4 de Mayo, que hace honor con su
nombre a la fecha de la declaración de independencia de la Provincia en 1810.
Perpendicular a ella, pocas cuadras más adelante del hospital, se le conecta la
Avenida Santiago Mariño, la cual vincula a la 4 de Mayo con la que hasta
entonces y desde los años 50s era la infraestructura turística más importante
de la isla, el hotel Bella Vista (Hotel Turismo cuando fue inaugurado en 1956), a cuya inauguración en los años 50s asistió
mi mamá acompañando a su tía Valentina, entonces importante comerciante de la
localidad, y como tal invitada a los actos a los que asistió Marcos Perez
Jiménez y su comitiva.
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El mástil con la bola de luces a la entrada de Saks |
Los libros de Kevin Lynch nos enseñaron hace décadas, cuando
estudiábamos urbanismo, que las ciudades pueden expresarse en bordes, sendas,
nodos e hitos. El nodo conformado en el cruce de las dos sendas, la 4 de Mayo y
la Santiago Mariño, concentró las primeras tiendas que, intentando transmitir
una imagen de modernidad, comenzaron a localizarse a comienzos de los años 70s en estas vías para atraer la
atención de los turistas que llegaban a Porlamar.
Entre la primeras tiendas del sector tenemos dos hitos que
visualmente fueron la referencia para los visitantes durante los años
siguientes: de una lado de la avenida, en una esquina, se ubicó La Media
Naranja, una tienda con forma de media esfera de color brillante, a la que en
los años sucesivos se le hicieron ampliaciones y se le adornó con palmeras y
otros elementos propios de la escenografía turística; enfrente, haciendo de
conclusión a la Santiago Mariño, se ubicó Saks, comercio dedicado a la ropa
deportiva que imitó el nombre de una reconocida tienda niuyorkina en un local
más convencional que la tienda de enfrente, pero que como hito al fin, se
permitió colocar como símbolo frente a su puerta un mástil rematado con una
figura antecesora del coronavirus, una bola llena de pinchos, iluminada con
luces de neón y con movimientos, llamativos especialmente en las noches.
La Media Naranja se especializaba en ropa europea de
altísima calidad, la que podía pagar el dólar a 4,30 bs y los entonces elevados
ingresos de algunos venezolanos y no podía pagar un europeo de clase media.
Saks, por su parte, se especializaba, por su parte, en ropa deportiva, siendo el principal
exponente en la isla de marcas como Converse, Speedo, Nike y otras a la última
moda informal o deportiva en los mediados años 70s, la que se asociaba a la
imagen que proyectaban las series de televisión norteamericanas como El Hombre Nuclear, los Angeles de Charlie y otras por el estilo.
La Media Naranja rápidamente creció generando otras tiendas
en su entorno, pertenecientes al mismo grupo: el departamento de hombres se
sacó hacia un costado, en un local construido en el retiro lateral de la tienda
original, vecina de donde se construyó el hotel For You y el Margarita Suites, un edificio blanco con
letras verdes que también tuvo locales comerciales en la planta baja,
incluyendo una tienda de productos Cartier en cuya vitrina nunca hubo precios, pero si un pequeño aviso junto a la puerta que señalaba que si usted necesitaba
ver los precios antes de entrar mejor no entrara. Justo al lado de Saks, como
quien se dirige al centro de Porlamar abrió Las Naranjitas, una tienda de ropa
infantil y juvenil, igualmente de marcas europeas de altísima calidad y una
cuadra más hacia Los Robles, en la misma acera de la Media Naranja, en dos
locales, uno antes de la panadería 4 de mayo y otro en la esquina antes del
desvío hacia el viejo aeropuerto, al costado de Bencamar, otra de las
fundadoras de esta zona comercial, apareció el Mini Centro, suerte de outlet de
La Media Naranja, también con marcas europeas de alta calidad. Allí en el
Minicentro uno podía comprarse un traje italiano, como aquel de Emmanuel Ungaro
con el que me casé con Patricia o unas corbatas de seda de Ermenegildo Zegna, como
las que solía usar para mis reuniones de recién graduado a comienzos de los
años 90s, o un vestido de seda italiano o unos sweteres de lana inglesa como
los que todavía guardo décadas después o unos zapatos de Ferragamo o una correa
de Ermenegildo Zegna como la que compré en nuestra luna de miel, convencido por
un vendedor que me dijo varias veces, llévela, es una correa muy buena, le va a
durar muchos años, sin imaginarse que más de 26 años después todavía la uso de
vez en cuando. Los productos que se veían en el Minicentro no eran productos de
la última temporada, asumo que eran saldos de temporadas europeas anteriores, por
eso sus precios eran inferiores a los que se veían en La Media Naranja, pero en
general eran similares a los productos que entonces aparecían en las páginas de
Vogue o cualquier revista internacional de modas.
En este primer momento del Puerto Libre margariteño la
infraestructura todavía era precaria y no había una consolidación de los
corredores comerciales. No había ni siquiera continuidad en las aceras para
caminar y los carros se estacionaban en las orillas de la avenida de manera
desordenada. En esta primera época, a lo largo de la Santiago Mariño solo
habían comercios dispersos, muchos de ellos en simples casas unifamiliares
parcialmente transformadas (como el local del restaurante El Chipi o la tienda
donde mi mamá compraba sábanas y toallas Cannon o Springmaid, la Importadora
Lumer, la cual tenía dos locales, cerca del cruce de la Santiago Mariño y la 4
de Mayo, o la tienda de carteras argentinas de cuero ubicada cerca del hotel
Bellavista y que surtió a mamá de los bolsos que usó para ir a trabajar hasta
los años 80s). Lo mismo ocurría en la 4 de Mayo, la avenida llegaba solo hasta
el cruce hacia el antiguo aeropuerto, donde un semáforo servía de señal para
dar por concluido lo urbano y abrir espacio a lo rural, allí donde de frente se
seguía hacia Los Robles en medio de un paisaje de cardones, yaques y cujíes y edificaciones dispersas y hacia la
derecha había una calle que llegaba al aeropuerto viejo, el mismo que sería
sustituido en esos años por el nuevo de El Yaque. Esa era la calle donde luego
se colocaron carros de comida y se le comenzó a llamar “La calle del hambre” y
en cuyo comienzo estuvo en los 70s un famoso restaurante en cuya terraza,
decorada con trozos de madera, podías sentarte a comer viendo en las mesas
vecinas artistas o políticos de los que uno veía en la televisión. A
partir de allí era solo una carretera que a los costados todavía tenía pocos
locales comerciales dispersos, poco de Puerto Libre y mucho de servicios
locales, mezclados con viviendas unifamiliares, como la casa de mi tía Millita,
quien vivía en una calle paralela a la 4 de Mayo, cerca del local donde
alquilaban unos vistosos VW Safari modelo Acapulco, esos que venían pintados
desde México de blanco y azul con un techo de lona a rayas de esos mismos
colores, que los turistas metían en las orillas de la playa y que a mi, en mis
fantasías infantiles tipo Machtbox y Majorette, simplemente me encantaban cuando los veía pasar por la isla.
Cerca del Minicentro, cerca de la Panadería 4 de Mayo,
estaba Bencamar, una de las tiendas preferidas de mi mamá. Primero tuvo un
local más pequeño, pero rápidamente construyó un edificio de varios pisos, en
el cual me maravillaba que los pedidos se enviasen al depósito colocando los
papeles en unos recipientes cilíndricos de plástico que los empleados metían en
unos tubos por donde la presión de aire los movía hasta otro piso, para que
luego enviaran en un montacarga los productos que uno había comprado. Sus
primeros dos pisos estaban llenos de objetos para el hogar, desde un mantel de
plástico hasta un sartén, pasando por los cubiertos Oneida. Allí una mañana tan
iluminada como aquella que recordaba el Coronel Aureliano Buendía al comienzo
de Cien Años de Soledad, una mañana de comienzos de los años 70s, mi mamá descubrió
el Teflón y desaparecieron los budares y calderos de mi casa para entrar en una
era moderna antiadherente, a la que se le sumaron rápidamente sartenes
eléctricos, tostadoras, batidoras de mano, cuchillos eléctricos y otras
herramientas imprescindibles de la vida moderna, todas de colores beige y
marrón, alguna con un toque de naranja en su diseño.
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Bencamar |
En el piso superior de Bencamar, creo que era el tercero,
había juguetes y bicicletas, patinetas con ruedas de colores fosforescentes, trenes
eléctricos, aviones y barcos a control remoto, esas cosas que uno soñaba
entonces tener pero que uno ni se atrevía a pedir por no haber entendido a
tiempo aquel slogan publicitario que rezaba “pida mijo que no sabe si están por
darle”.
Los cambios vinieron rápidamente. El boom petrolero de
mediados de los 70s hizo que mejorara el poder adquisitivo de muchas personas y
el Estado invirtió en mejorar los servicios de electricidad y agua en la isla,
los cuales eran sobrepasados en temporada alta. Se construyó el nuevo aeropuerto
en los terrenos que habían sido expropiados a la Sucesión Tovar a finales de
los años 60s (mi bisabuelo había prestado una suma de dinero a alguien en los
años 20s y a su muerte mi bisabuela cobró la deuda, en los años 30s, recibiendo
esos terrenos en pago. Aquello era una hacienda de criar chivos cerca del mar,
cuyo capataz, Clemente, ya en sus últimos años se dedicó a administrar una
bodega frente a la playa del mismo nombre y a las cual solían llevarnos cuando,
incluso, la carretera era aún de tierra).
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Aeropuerto Santiago Mariño aún en construcción El Yaque 1973 |
La isla recibía miles de turistas en
las temporadas altas, las cuales se concentraban en los meses de julio a
septiembre, así como en diciembre, sin obviar que en carnavales y semana santa
también había mucho movimiento. Las empresas de ferrys, como la del pariente
por partida doble Fucho Tovar, invirtieron en nuevos barcos, había vuelos
prácticamente cada media hora desde Caracas, incluso en las noches y madrugadas
durante la temporada alta, donde los DC9 de Aeropostal y Avensa hacían colas
para despegar en el aeropuerto internacional Santiago Mariño y los balnearios
construidos en los años 50s y 60s, como los de La Galera, Playa El Agua y
Guacuco se llenaban de turistas echados al sol. Se invirtió dinero en mejorar
los sitios turísticos, como los fortines y otros edificios singulares. Se
colocó mucha señalética en las carreteras de la isla, muchas de las cuales
también recibieron una inversión importante. La calle Guevara se convirtió en un bulevar y en 1975 se decretó la creación del museo de arte contemporáneo de Porlamar.
El comercio de Puerto Libre se multiplicó entonces por toda
la isla, con dos focos principales: por una parte, en Porlamar estaba el comercio de mayor
prestigio, originalmente en el centro, donde la Calle Guevara se convirtió en
un bulevar con una escultura del artista margariteño Francisco Narváez y en los ejes de la Santiago Mariño y la 4 de Mayo, aunque también de un comercio más popular, disperso en las calles del
centro, de productos de menor calidad y precio, muchos dirigidos a revendedores
que viajaban desde tierra firme a la isla a comprar productos baratos que
revendían en otras zonas del país, y por otra parte en Juan Griego se creó otro
foco de este comercio más popular, de los que llamaban “tiendas de turcos”, a
la vez que allí y en Porlamar comenzaron a desarrollarse mercados populares como
el de Conejeros, o el que se ubicó en la calle La Marina de Juan Griego, donde
mi tío Enrique vendía pantalones y camisas importadas, que trasladaba en una
pickup o en un Ford Maverick blanco, deportivo con rayas azules que tenía en
aquellos años. Estos mercados eran galerías de pequeños puestos donde se vendía
mercancía importada, incluyendo algunos de los productos tradicionalmente
asociados a la isla: licores y cigarros, que al no tener impuestos costaban
menos de la mitad de lo que valían en tierra firme, quesos de bola (el nombre
tradicionalmente dado por los margariteños a los quesos Edam holandeses que
desde hacía décadas llegaban a la isla, antes, a través del contrabando),
alcoholados, jabones de lechuga o de Pera ingleses, pantalones colombianos,
como los Caribú, chocolates, sábanas y toallas Cannon.
Asimismo por toda la
isla, en cada pueblo, surgieron pequeñas tiendas que se sumaron al Puerto
Libre, y ofrecían localmente esos mismos productos a los turistas que en vez de
quedarse en los hoteles de Porlamar o Pampatar preferían alquilar una “casa
vacacional” en los pueblos de la isla, como Altagracia, en pueblo de mis
padres, donde en una de estas tiendas, por ejemplo la de Toñita, que quedaba
cruzando la calle de nuestra casa de vacaciones, podía encontrar el perfume
Drakkar Noir, que era el único que me gustaba usar hasta después de graduarme
en la universidad, o los maletines Samsonite, como el que yo llevaba al colegio
en primaria, añadiendo por si solo como 3 kilos a las cosas que debía llevar
todos los días de mi casa al Santiago de León de Caracas y que era parecido al
neceser que usaba mi mamá para viajar con sus cosméticos, o las medias panty
que venían en un envase en forma de huevo y que mi mamá compraba cada año bajo
la premisa de que le ayudaban con las varices en las piernas o las botellas de
vino Lambrusco o de brandy Terry que los habitantes de Los Hatos, que es como
popularmente llaman los margariteños a Altagracia, tomaban en la plaza Sucre a
la vista de todos y sin remordimiento para sus bolsillos, considerando que cada
botella de esas costaba menos de un dólar.
Estas pequeñas tiendas de pueblo
podían manejar cantidades importantes de mercancía, al punto que recuerdo que
en nuestra casa de vacaciones teníamos un edificio anexo, un garaje donde
podían caber tres carros grandes – mi papá tenían entonces uno de esos carros
grandes, un Chevrolet Caprice Classic
1974 en el que cabían como 10 personas sentadas y tenía una maleta donde podía
meterse una mudanza - y en algunos años
mi papá se lo alquiló a Toñita para que lo usara como depósito de licores, y
todo ese espacio, de piso a techo, estaba lleno de cajas de whiskey escoses,
donde se entremezclaban las cajas de opciones económicas como el Black and
White o el Dewars o el 100 Pipers o el Dimple con otras más costosas como el Old
Parr, el Buchanans,el Chivas Regal o el Etiqueta Negra e, incluso, el Swing o
el rey de los whiskeys en esa época, el Royal Salute , que venía en un envase
de cerámica con tapa de corcho dentro de una bolsa de gamuza con el nombre
bordado.
La diferencia de precios ante la ausencia de impuestos en
los licores y cigarrillos hacía de este rubro uno de los más movidos en la
Isla. Casi todas las tiendas solían vender licores, desde los ya mencionados
whiskeys hasta brandys como el el Gran Duque de Alba, con su caja forrada de
terciopelo rojo, vinos y espumantes – las botellas de la viuda, el champagne de
Madame Clicquot, formaban parte de la escenografía de la isla y la gente se las
tomaba como quien toma un refresco, los licores dulces de Marie Brizard, que a
mi mamá le gustaba atesorar (para tener que invitarle a las visitas, decía
siempre Carmen Victoria, aunque a nosotros en realidad casi nunca nos visitaba
nadie en esos tiempos)u otros como el Amaretto o el Fra Angelico o el Cointreau
o el Drambuie o el Grand Marnier o el Anis del Mono se tomaban en la isla como
quien toma una bebida local de precio insignificante. Esa demanda generó la
aparición de los bodegones, locales especializados en licores (con un mayor
surtido que las tiendas generalistas) pero también en chocolates, embutidos,
quesos, caramelos y otros productos asociados. En 1975 apareció en la Santiago
Mariño uno de los bodegones más emblemáticos, Don Lolo, que en dos locales
contiguos ofrecía servicios de perfumería – cosméticos y perfumes de todas
partes del mundo, incluyendo los más caros que usted pueda imaginarse - y el bodegón, en el que a mí se me iban los
ojos detrás de los estantes llenos de Toblerones, paquetes de Three Musketeers
o Milky Way las tabletas de chocolates suizos como los Tobler, que venían
rellenos de naranja, fresa o frutos secos. Para consumos más cotidianos, en las
pequeñas bodegas de los pueblos compraba chocolates Kit Kat o Smarties, en la
época en los que estos todavía eran productos ingleses fabricados por
Roundtree, mucho antes de que Nestle y otros acapararan casi todas las marcas
internacionales de chocolate, haciendo indiferente el país de producción.
Para 1979, cuando a mis 11-12 años mi mamá comenzó a dejarme
comprar por mi cuenta la ropa que usaría durante el año, los corredores de la
Santiago Mariño y la 4 de Mayo ya se habían consolidado. Luego de esa fase
inicial precaria, donde lo único que hacía llamar avenida a aquellas calles era
un separador central sembrado con pequeñas matas de cayena, se habían
construido en pocos años aceras amplias con bancos para sentarse y demarcado
los espacios de estacionamiento y zonas de jardinería, las viviendas
prácticamente desaparecieron de esos corredores para convertirse en suerte de
centros comerciales al aire libre donde podías pasarte el día comprando
cualquier producto imaginable, con espacios para descansar y restaurantes,
luncherias y heladerías a lo largo del recorrido. Las viejas casas
transformadas en tiendas habían sido en su mayoría sustituidas por locales ad
hoc o pequeños centros comerciales, algunos con formas estrambóticas como de
platillos voladores y cualquier cosa capaz de llamar la atención de los
compradores y otros con una imagen de glamour como el centro comercial galerias (también llamado Fermo). Marcas como Gloria Vanderbilt, Jordache, Levis, Lightning Bolt, Vans, Fred Perry,
Munsingwear, Lacoste, Benetton, Sisley, Kickers, Sebago, Bass, Adidas, Nike,
Converse, Kangaroos, eran las marcas
generalistas y en ciertos locales, como la Media Naranja, donde a los clientes
se les ofrecía un whiskey (a los caballeros) o un vino o una copa de champan
francés (a las damas) mientras hacían sus compras, podían verse las marcas
italianas y francesas más finas.
Entre La Media Naranja y la Panadería 4 de Mayo apareció a finales de los 70s
Rattan, que primero fueron un supermercado y una tienda de muebles y
equipamiento para el hogar y que una década más adelante se había convertido en
un hipermercado de productos importados, en donde podías comprar desde una caja
de vino hasta los muebles para la terraza de tu apartamento de playa, pasando
por un juego de ollas, una nevera de dos puertas con surtidor de agua y hielo,
una bicicleta o una moto de agua.
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Rattan en 1988 |
A mi papá todo aquel ambiente nunca le gustó. Sus compras
personales, con la ropa que necesitase para todo el siguiente año, podía
resolverlas en 15 minutos en cualquier tienda cercana a nuestra casa vacacional,
en una de esas tiendas de puerto libre que estaban en los pueblos y donde se
conseguían camisas Van Hausen y pantalones de gabardina, pero donde no había tanta concentración de gente.
Llegue a presenciar alguna vez como pedía que le mostraran un pantalón y luego
de probárselo rápidamente pedía que le dieran 5 iguales de colores surtidos. A
mi mamá, por el contrario, siempre le gustó ir de tiendas y no necesariamente
de compras (y hasta el día de hoy, mi
hermano de vez en cuando le recuerda que el día que ya no esté con nosotros va
a ir a echar sus cenizas en un Marshall para que sea feliz hasta la eternidad)
y en particular para la ropa siempre tuvo el ojo entrenado: Mi abuela fue
costurera toda su vida y tenía en su casa varias máquinas en las que iban
señoras a coser camisas y otras prendas que luego se vendían en los campos
petroleros de Anzoátegui y Monagas. Carmen Victoria, “la Nena” como la llamó
siempre su familia, aprendió a coser con mi abuela al punto que con 12 años ya
le había hecho el vestido de matrimonio a su hermana mayor y aun cuando no
estaba muy pendiente de modas, siempre nos comentaba sobre la calidad de la ropa,
los tipos de tela y la “calidad de la hechura” y mantuvo siempre y mantiene hoy
en día el principio aquel por el cual era preferible tener una sola camisa
buena que tener el closet lleno de cachivaches. ¨La ropa buena dura más,
Gonzalo Enrique, así que al final terminas ahorrando y aunque este muy usada
siempre se ve mejor, uno está más presentable y los demás se hacen una mejor
impresión de uno” me decía Carmen Victoria en aquellas charlas donde
conversábamos sobre que debía comprarme y qué no con el dinero que ella me
daba, siendo yo todavía un niño.
A esa edad, a los doce y hasta más o menos los 16-17 años, ya
en los años 80s, seguí acompañando siempre a mis padres en las vacaciones en
Margarita y cada año, un día del mes de agosto, mis padres me dejaban en la
puerta del Minicentro o afuera de Bencamar o enfrente de la panadería de la 4
de Mayo, con suficiente dinero en el bolsillo para recorrer a lo largo del día
casi todas las tiendas de la 4 de Mayo y la Santiago Mariño y comprarme la ropa
que usaría a partir de septiembre en el siguiente año escolar (estudié en un
colegio sin uniforme y solo llegué a usar uno en los años finales de la secundaria,
luego de la imposición de una normativa del Ministerio de Educación). Como mi
mamá, disfrutaba meterme horas en aquellas tiendas y apreciar las diferencias
en el diseño, la calidad de las telas o la particularidad del corte o las
costuras o el tejido y sin que nadie me explicara quienes eran los principales
diseñadores europeos comencé a reconocer sus diseños y a diferenciar las telas
de calidad. Y siempre bajo la premisa de que era mejor tener una camisa buena
que el closet lleno de cosas que se se deteriorarían rápidamente. A partir de
los 18 años mis visitas a la isla fueron más cortas, algunas incluso de fin de semana (era muy barato viajar en avión en esos tiempos) y ya por
mi cuenta, sin la compañía de mis padres.
En los 80s vino el viernes negro y el control de cambios,
pero Margarita tuvo un tratamiento especial, incluyendo el dólar preferencial
para la importación de licores, lo cual mantuvo el atractivo de la isla como
fuente de aprovisionamiento nacional de whiskies escoceses y otras bebidas
internacionales. La situación económica no eran tan buena como en los 70s,
disminuyó significativamente el número de revendedores que iban a la isla a
comprar mercancía para ofrecerla en otras zonas del país, pero en la isla se
siguió viviendo del turismo y el comercio, la cantidad de turistas nacionales
seguía siendo muy alta y además se sumaron turistas internacionales, por
ejemplo, obreros canadienses que venían en vuelos charter de vacaciones a
Margarita y Puerto La Cruz atraídos por paquetes turísticos muy baratos o turistas españoles que llegaban huyendo del invierno. Esto
se mantuvo por lo menos hasta mediados de los años 90s. En 1991 las agencias de
viaje de Alcalá de Henares, donde se había ido a estudiar este servidor, solían
colocar en sus vitrinas ofertas para ir a Isla Margarita, en donde algunas
empresas españolas habían invertido en complejos turísticos, como el de Isla
Bonita, financiado por la ONCE de España.
La avenida 4 de Mayo siguió creciendo hacia Los Robles y la
rápida urbanización de los terrenos entre Los Robles y Pampatar (proceso que se
había iniciado a finales de los 60s con la Urbanización Playa El Angel y otras
posteriores, como la Urbanización Jorge Coll, que tuvo su apogeo en los 80s y
90s) para la construcción de casas y apartamentos comparables a los del Este de
Caracas contribuyó a desplazar el eje comercial hacia esa zona, aunque todavía
en los años 90s la Santiago Mariño y la 4 de Mayo seguían siendo las zonas
comerciales de mayor prestigio y sus tiendas seguían ofreciendo productos de
muy alta calidad, como el reloj Rado de material cerámico negro que mi mamá se
ponía cada vez que tenía una ocasión especial y que había comprado a comienzos
de los 90s en una joyería de la 4 de Mayo o las corbatas italianas que yo me
compraba para lucir en las reuniones de mi trabajo en la Universidad Simón
Bolívar o los sartenes, juegos de ollas y cubiertos que Patricia y yo compramos
en Rattan en 1994 cuando, recién casados, fuimos a pasarnos unos días en la isla y nos quedamos en un hotel de la Avenida 4 de Mayo.
El desarrollo de centros comerciales, a partir de la
inauguración del CC Central Madeirense
de la urbanización Jorge Coll en 1985 incidió el desplazamiento del
interés comercial fuera de los corredores de la Santiago Mariño y la 4 de Mayo.
En un proceso que tomó un cuarto de siglo, los clientes se fueron desplazando
hacia otras opciones. En 1996 se
inaugura una nueva tienda Rattan (Rattan Plaza) de muchas mayores dimensiones
frente a la urbanización Jorge Coll, dejando a la de la avenida 4 de Mayo como
una sucursal de menor tamaño y en 1999 Central Madeirense inaugura su Hipermecado
Central. Ya a comienzos de este nuevo siglo se inaugura en Pampatar el Centro
comercial Sambil, cerca de donde funcionó desde 1986 hasta 1996 el canódromo y
a sus costados, algunos años más, la gallera monumental y el parque de atracciones
isla mágica. Los Centros comerciales La Redoma, la Vela, el Costa Azul, el mal Center,
el Caribean Center, el AB, entre otros,
entraron a competir por la clientela que progresivamente se fue alejando de las
dos avenidas principales de Porlamar para desplazarse a los centros
comerciales, que ofrecían mayor seguridad y comodidades para estacionarse.
A finales de 2009 visitamos la isla por última vez con la
familia y todavía sobrevivía parte del ambiente comercial de las avenidas Santiago
Mariño y la 4 de Mayo. Aunque muchas de las compras en esa oportunidad las
hicimos en los centros comerciales, todavía podían verse los bodegones llenos
de licores, embutidos y quesos importados y en Bencamar todavía ofrecían los sartenes
de Teflón que eran la marca registrada de la cocina de mi mamá.
El rápido deterioro económico de Venezuela en la última década
se reflejó también en la isla, al punto que para el 2018 más del 70% de los
locales comerciales de las avenidas Santiago Mariño y la 4 de mayo estaban
cerrados y los que sobrevivían lo hacían con inventarios modestos, en muchos
casos con mercancía de una calidad que nada recuerda lo que allí se vendió
décadas atrás. Hoy la situación es peor, con centros comerciales abandonados y
casi total ausencia de visitantes.
Los finales tienen sus símbolos. Uno de ellos podría ser el
platillo volador, hoy en ruinas, que quedaba cruzando la calle frente a Adams (donde luego estuvo Clouds, tienda que tambien tenía una sucursal en la Santiago Mariño), muy cerca de la
agencia del Banco Unión, el edificio que tenía una acera recubierta de baldosas
de color cobrizo, a pocos metros de Saks, pasando el Hotel Flamingo. También podría ser el momento en que quitaron la bola de luces de la puerta de Saks para hacer espacio a una venta de pollos Arturos. Aunque
probablemente el final llegó mucho antes, no tanto como el viernes negro de
comienzos de los 80s ni el sacudón que supuso los saqueos de 1989 o los
intentos de golpes de estado de 1992. El verdadero símbolo del final de una
época llegó en 1998, cuando demolieron el viejo domo de La Media Naranja
para dar paso a un centro comercial de tiendas sin encanto, como adivinando que
en esa fecha también se comenzaba a demoler lo que quedaba del país que construyó
“el centro comercial a cielo abierto” de Porlamar.
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Hotel Margarita Concorde 1979 |