miércoles, 16 de marzo de 2011

Tsunami

En mi época a este asunto se le llamaba maremoto y las escenas de estos últimos días no dejan de recordarme unas cuantas de los programas japoneses de televisión, de ultraman, godzilla, el robot gigante y compañía, que veía un servidor por las tardes, en blanco y negro, cuando llegaba del colegio a la casa de mis padres.



No importa si la cultura milenaria ha convivido con estos eventos durante siglos, no importa si la vinculación de un pueblo con estos fenómenos naturales es tan fuerte que impone un nombre en su lengua al resto del mundo. Parece que nada de eso importa cuando a la naturaleza le da por hablar.

A continuación, un cuento que escribí hace 24 años -ahórrense las cuentas, el escritor tenía 19, unos cuantos kilos menos y mejor cubierta la cabeza-, pero creo que viene bien con los temas de estos días. Está incluido en el libro El Cuarto Oscuro de las Revelaciones (1987),  y espero les guste.


EL CARNAVAL
Gonzalo Tovar Ordaz (1987)

 
Me estoy guardando para cuando llegue el carnaval
(…)
Quién me ve siempre
parado, distante,
creyendo que no sé bailar
me estoy guardando para cuando llegue el carnaval
Sólo estoy
viendo, sabiendo
sintiendo, escuchando
y no puedo hablar
me estoy guardando para cuando llegue el carnaval
(…)
Y el que me ofende
humillando, pisando
pensando que voy a aguantar
me estoy guardando para cuando llegue el carnaval
y el que me vea apenado en la vida
pensando que todo me da igual
me estoy guardando para cuando llegue el carnaval
(…)
Chico Buarque

 
        Los muchachos, que rieron de la broma hecha a mi costa y se burlaron cuando acepté pagar al guía, se retiraron de la mesa y se amontonaron alrededor mío, pegando la cara al vidrio de la cabina de teléfonos. Todos se enteraron de una vez. Finalicé la llamada y me volví hacia ellos, llevándome las manos a la cintura y sonriendo con cara de triunfo. Sé que brillaban mis ojos. Todos esperaban con expectación información más detallada de la que recién habían obtenido, más completa que la vaga referencia que recién había dado la prensa. Abrí de un golpe la puerta de la cabina y crucé el salón bajo una lluvia de peticiones y sobre las barajas que se habían volado de la mesa. “Si quieren saber algo, averígüenlo ustedes mismos”. No me digné, ni tan siquiera, a voltearme al hablarles, todo lo dije con la cara en alto viendo fijamente al frente, subiendo a saltos las escalares que llevan a las habitaciones. Todos subieron a tocar la puerta, a pedir a gritos, hasta que se cansaron, y salieron en busca del guía.
        Me asomé al balcón y gritando a todo pulmón le di las gracias por ser tan puntual. Inmediatamente respondió y su saludo retumbó por todo la casa, quebrando ventanas, partiendo vidrios, haciendo volar papeles. Apoyé los codos en la baranda y dejé caer la cabeza entre las manos. Me quedé un rato así, tocándome los lóbulos de las orejas y mirándole, mirando fijamente al mar. Ya no era blanco, ahora las olas rojas barrían la playa donde antes se jugaba pelota y dejaban marcas rosadas señalando su visita.
        Hace cuatro meses llegué en el autobús de la compañía de turismo. Viajaba solo, sentado con los zapatos puestos sobre el asiento y la maleta tirada al fondo. Siguiendo mi costumbre no abrí la boca en el camino y me limité a sacar la cabeza por la ventana, esperando el aire que nunca llegó. El hotel era una casa grande, blanca, sobre una gran duna de arena blanca, junto a un mar igualmente blanco. El mar muerto. Todo muerto. Desde el primer momento supe cuan cierta era la propuesta de la agencia de turismo: tranquilidad, tranquilidad, tranquilidad.
        Me dediqué, fundamentalmente, a dos cosas: jugaba a las cartas apostando tragos de ron, y salía, guiado por un muchacho que trabajaba en la cocina y como mandadero de los huéspedes, a recorrer los pueblos vecinos en los días de mercado, comprando cosas – casi siempre aparatos viejos y una que otra obra de orfebre – para adornar mi casa. Fue él, el guía, quien me dijo que conocía un lugar en la costa, ni muy lejos ni muy cerca, donde podía hablarse con el mar.
        Al principio me tomó por sorpresa, y me limité a creer que se trataba de alguna tradición. Algún mito o leyenda. Ya anteriormente había leído de la existencia de una historia similar que fue extraída de unos antiguos documentos descubiertos hace algunos años: todo el mundo ha oído hablar de los rollos del mar muerto. Pero la versión del guía sonaba más agradable: por las tardes me tiraba sobre la arena de la playa, con una cesta de comida y una botella de vino, a escucharle relatar cada una de las historias. Jamás quise pedirle que me llevara, temía perder todo lo que había logrado con el muchacho. No quería dejarlo ante la falsedad de su historia. Pero fue él quien me tomó la iniciativa de invitarme. Por una módica suma me llevaría a conversar con el mar.
        No tomé ninguna precaución para el día del viaje. Me levanté temprano, como siempre, y bajé las escaleras en silencio para no despertar a nadie. El guía me estaba esperando en la sala, sentado junto a la puerta de la cocina, por donde desapareció ante mi vista para reaparecer con una bolsa entre los brazos.
        Caminamos más de media hora por entre dunas de arena y cardones hasta que llegamos a una saliente que las mareas habían moldeado entre las rocas. El guía se acercó a la orilla y comenzó a llamar. Yo permanecí parado detrás. Comenzó de repente a moverse la superficie del mar y a sentirse una brisa suave. El guía se volteó hacia mí con una sonrisa enorme y dijo: “Aquí lo tienes”. La fuerza del viento había aumentado y comenzaba a oírse un susurro. El guía, arrodillado miró al mar; comenzó a hablar con voz fuerte y segura, y yo, paralizado por la sorpresa, empecé a oír al mar que le respondía balbuceando como un niño que aprende a hablar. El guía abrió la bolsa que había cargado desde el hotel y extrajo de ella una larga cuerda. “Voy a bajar un momento. No te molestes, quiere decirme algo en privado” me dijo y yo permanecí arriba, sosteniendo un extremo de la cuerda. El guía se dejó caer y se sumergió bajo el agua, mientras yo permanecí sentado sobre una roca, sintiendo la tensión en la cuerda, perfectamente extendida.
        Al entrar en el hotel sentí unas ganas enormes de detenerme en el salón, donde seguramente estarían todos ahogándose de cerveza y ron. Pero atravesé la sala sin hacer caso a las risas contenidas y subí corriendo a mi cuarto. Había oído a el mar. Y, definitivamente, no estaba nada muerto. Escribí cartas a todos mis amigos, relatando mi descubrimiento, pero ninguna llegó a salir de mi habitación: no es conveniente que lo tilden a uno de loco cuando ni siquiera se está presente para defenderse. Mandé a buscar una botella de vino blanco y me acosté a mirar el techo.
        A la mañana siguiente me paré de la cama tan temprano como me lo permitía una noche demasiado larga. Salí tratando de hacer el menor ruido. EL hotel parecía desierto, salvo por el guía, que me sonrió satisfecho desde la ventana de la cocina. Tenía el camino grabado en la mente, paso a paso, piedra a piedra, pero aún así tardé más que en mi viaje anterior: tres cuartos de hora, exactamente. Llegué a la misma saliente y grité: “Aquí estoy”, pero no obtuve respuesta alguna. Lo intenté nuevamente seis o siete veces sin obtener resultados. Comencé a desconfiar del guía. “Seguramente fue una trampa para quitarme dinero. Menos mal que retuve las cartas”. Por no dejar, caminé hasta la orilla y grité de nuevo: “Aquí estoy”. “Y que hay con eso” dijo. Una vergüenza enorme se apoderó entonces de mí, las palabras se me amontonaron en la boca sin poder salir. “¿A eso viniste, a quedarte parado como una estatua?” Levanté la cara un poco molesto por el tono en que me hablaba y dije: “Tú tampoco derrochas mucha agilidad”. Sentí entonces la súbita aparición de una corriente de aire que levantó una nube de arena y ramas. Sólo entonces comenzó a cantar El Carnaval.
Volví al hotel confiado en que el próximo domingo, poco después del desayuno, comenzaría el carnaval del mar muerto.



lunes, 14 de marzo de 2011

Los modernos: Soto en casa

Soy de una generación que creció bajo el eslogan del país en vías de desarrollo. El  argumento de la historia en cuestión inundaba prensa, radio y televisión, estaba escrito en nuestros libros de texto y, si nos quedaba alguna duda, para aclarar eso estaban nuestros profesores, ganados a la misma causa del optimismo, ese que tuvo su cenit cuando alguien dijo, años despues, que estábamos condenados al éxito. La realidad, con sus idas y venidas, al menos en los tiempos de mi infancia y desde la perspectiva muy particular del niño de clase media estudiante del Santiago que era yo, ayudaba a corroborar la especie, el progreso era una cosa de todos los días, que se expresaba en nuevos edificios, nuevos modelos de autos, nuevos electrodomésticos y muchas otras novedades. 

Habíamos sido de las colonias más pobres del imperio español en América, pero en eso no se hacía mucho énfasis; la historia comenzaba a tomar cuerpo cuando se entraba en el asunto de la indenpendencia y se machacaba hasta el cansancio que una generación de hijos de la periferia de la periferia del mundo se había paseado por las américas libertando a sus vecinos, liderando la guerra, la política e incluso la cultura regional, con personajes como Bolívar, Sucre, Andrés Bello o Simón Rodríguez, por citar solo los que aparecían en los billetes de entonces, junto al catire Páez, venido a menos en el reciente santoral criollo.  El otro gran énfasis de nuestra historia estaba en la modernidad, a la que decían nuestros textos, le habíamos entrado de la mano del petróleo, según algunos, a la muerte de Gómez; según otros, con el gobierno de Medina, pero en cualquier caso, hablamos siempre de los tiempos que engloban la guerra civil española y la segunda guerra mundial. Esa modernidad se expresaba en que éramos el país de América Latina con mayor población urbana, con mayor renta per cápita y se nos decía que nuestras ciudades tenían las mejores infraestructuras de la región; teníamos un gobierno democrático estable, como pocos en nuestro entorno, que nuestros profesionales estaban a la par de los mejores del mundo y que disfrutabamos de una calidad de vida que, solo era cuestión de tiempo, se equiparase a la de los paises desarrollados. Si revisan en un closet y encuentran sus viejos libros de texto de los años 70s, seguramente encontraran argumentos que soportan toda la idea anterior.

La idea de la modernidad se expresaba tambien, como no, en lo artístico, en una generación estelar -esa que tuvo a París como norte desde los años cuarenta - que era reconocida más allá de nuestras fronteras y que, a decir de nuestros maestros, se insertaba e incluso lideraba movimientos planetarios. Habían distintas formas y colores, habían distintas aproximaciones; pero nada ilustraba tan bien la particular idea venezolana de la modernidad como el cinetismo. Los libros de texto con los que nos enseñaba Candido Millán terminaban siempre allí, en algunos movimientos que hacían las veces de vanguardia, y ahí, junto a Vasarely y a Julio Le Parc y a Agam, entre otros, estaban siempre Carlos Cruz Diez y Jesús Soto (y Alejandro Otero, y Debourg, y...). Líderes de lo moderno, de lo que queríamos ser, de lo que estábamos en vías de ser, de acuerdo a la mensajería oficial.

Jesus Soto, fotografía de Ricardo Armas
Pero a pesar de tanto encumpramiento universal, más allá de los libros y las clases, no los sentía uno como personajes distantes: los cinéticos estaban en la vida cotidiana de este país que se movía tan rápido; con obras en lugares y edificios públicos de Caracas y en casas a las que uno visitaba. Quizás por ello, una de las primeras obras que compramos Patricia y yo para el primer apartamento con documentos a nuestro nombre fue una gráfica de Jesús Soto, cuya adquisición es una historia digna de ser contada.

Estando de vacaciones en Nueva York, por allá en los lejanos años 90s, entramos a la tienda que por aquel entonces tenía el museo Guggenheim en el Soho. La tienda en cuestión, vecina de la sucursal del museo en el sur de Manhhatan y hoy desaparecida, constaba de dos espacios: una primera sala, repleta de móbiles, bolsos, imanes, libreticas, postales, libros, tazas para el cafe y toda la cacharrería propia de estas típicas  tiendas de museo; y una segunda sala, más pequeña, ubicada al fondo, en la cual se ofrecian algunas obras gráficas y/o de pequeño formato. 

Mientras Patricia se detenía para juntar unos regalos en la primera sala, yo, por mi parte, luego de una muy rápida pasada por el bazar, me adentré, sin saber a lo que me enfrentaría, por el cuarto del fondo. Era una sala pequeña, cuadrada, sin otra vinculación al exterior que la puerta batiente que le comunicaba con el resto de la tienda; las paredes estaban pintadas de rojo y en ellas estaban colgadas, en total, no más de 10 obras (serigrafías, dibujos, afiches e incluso algún aviso en metal esmaltado), tambien había un mesón en el centro de cuarto, donde se ofrecían 2 o 3 obras más. En la pared de la derecha, de inmediato, llamó mi atención una caja de madera pintada de blanco, que contenía en su interior, como flotando sobre un fondo de tela beige, una serigrafía  -80 x 80 cm. aprox, cuadrado azul oscuro intenso como fondo, otro cuadrado más pequeño girado y superpuesto con muchas rayas negras, y múltiples rayas negras diagonales que sobresalen a los 2 cuadrados anteriores- firmada por Jesús Soto en 1970. Pero lo que definitivamente llamó mi atención fue la pequeña etiqueta pegada en la pared junto a la obra, en la cual se decía que aquella pieza era obra de Jesus Raphael Soto, venezolano y que costaba 650 US$ tal y como estaba montada, o solo150 US$si se quería únicamente la serigrafía. 


Obra de Jesús Soto en el Pompidou ,Paris

La cifra de 650 US$ me sonaba coherente con los cerca de 500 US$, en bolívares equivalentes de la época prebolivariana, que me habían solicitado en Caracas poco tiempo antes por una serigrafía de Soto,  sin montar y fechada en los años 90s; pero, definitivamente, ambas estaban fuera del presupuesto financiado por mi sueldo de investigador universitario recientemente comprometido con la hipoteca de un apartamento. Pero la oferta de  entregar la serigrafía sin montura por solo 150 de los verdes puso mi cabeza a dar vueltas de inmediato: ¿por qué la venden tan barata? ¿será legítima? ¿cómo puede el Guggenheim vender en Nueva York una serigrafía de Soto a un tercio de su valor en Caracas? ¿cómo puede valer solo 150 sin montura y 650 con montura? Esas ideas me estuvieron dando vuelta en la cabeza hasta que en la noche, al llegar a la casa de mi cuñado Ricardo, que entonces vivía en la calle Windsor Place, justo al sur de Prospect Park, en Brooklyn, le comenté lo que había visto y le planteé las ganas que tenía de pasar la American Express a cambio de la susodicha, que ya veía colgada en la sala de mi apartamento caraqueño.

Ricardo me escuchó sin decir nada, mientras sacaba del horno y ponía sobre la cocina una bandeja de metal con un pavo que había preparado para la cena. Solo entonces me preguntó si estaba firmada y cuál era la fecha. También me preguntó cómo era la montura. Ante mi respuesta, se detuvo un momento y me señaló que esa fecha le hacía pensar que esa serigrafía seguramente formaba parte del lote que el Guggenheim había comprado para revenderlas  con motivo de la exposición individual de Soto en ese museo en los primeros años 70s, ganando algo de dinero con la proyección que el museo daba al artista y su obra, pero que realmente los cinéticos nunca había tenido mucha aceptación en norteamérica y luego de 25 años de tenerlas en sus depósitos sin encontrar compradores, el museo estaría interesado en salir de estas obras en papel a un precio de saldo. Tambien me explicó que la montura no parecía ser prefabricada sino hecha ad hoc para la pieza en cuestión y que eso en Nueva York podía costar fácilmente los 500 dólares de diferencia que pedía el museo por la obra montada.

A la mañana siguiente, el día de nuestro viaje de regreso a Caracas, tomé el metro desde Brooklyn hasta Manhhatan con la intención de comprar la serigrafía sin montar; pero al llegar a la tienda el encargado me explicó que si quería la pieza montada me la podía llevar de una vez; pero que si, en cambio, la quería sin montar, debía esperar que la enviaran desde el depósito, proceso que tomaría unos 5 días. Igual la compré, pero pedí que la entregaran, vía correo, en la casa de Ricardo, pensando que en otro viaje la llevaría a Caracas y le mandaría a hacer una montura similar a la que había visto en Nueva York.

Desde Caracas me enteré que había llegado puntualmente el empaque del Guggenheim a casa de Ricardo y que lo habían guardado, sin abrir, a la espera de nuestra próxima visita. 

Pasaron unos dos meses y en el contexto de la visita a Brooklyn, desde Caracas, de Carlos Cesar, el esposo de Edda, la hermana mayor de Patricia, al parecer decidieron echarle un ojo  a lo que yo había comprado. Para sorpresa de Ricardo, su esposa Victoria y Carlos Cesar, solo encontraron cartones al interior del empaque que habían recibido del Guggenheim. De inmediato y sin hacerme del conocimiento de lo que pasaba, Victoría, como buena ciudadana de un país organizado y con mayor noción que la nuestra en relación a los derechos del  consumidor (aquello de "el cliente siempre tiene la razón...") llamó de inmediato al Guggenheim y, factura en mano, explicó lo que pasaba, reclamando la entrega de la obra en cuestión.

En el Guggenheim dijeron que harían una averiguación y dejaron espacio para creer que era posible que por un error involuntario hubiese llegado el empaque sin la serigrafía, solo cartones. Casi de inmediato avisaron que subsanarían su error y enviaron a la dirección en Brooklyn otro ejemplar que formaba parte de la serie numerada del 1 al 100. Esa es la serigrafía que está colgada ahora en una pared de la sala de mi casa en Caracas y que ha acompañado nuestra decoración al menos durante una década; desde aquí, desde el sofá, la estoy viendo, montada en una caja de madera pintada de blanco, flotando sobre un fondo de lienzo beige, una montura hecha en Caracas por Marcos Duplex a imagen y semejanza de la que vi en el Guggenheim.

Obra de Jesus Soto (2000)
Cuando los alumnos de Victoria, en Brooklyn, escudriñaron entre los cartones que les había traido desde su casa su profesora para que cortaran e hicieran sus tareas, unos cartones que habían quedado de un cierto asunto con el museo Guggenheim, vieron como de entre dos cartones pegados y que tenían la apariencia de ser uno solo, hasta que a golpe de cuchilla fueron rebanados en piezas más pequeñas, surgían pequeños pedazos de papel con trozos de azul, con trozos de líneas negras, con trozos blancos. Alguno de esos pequeños papeles que surgían de entre los cartones rebanados tenía, al menos en parte, la firma de Jesús Rafael Soto, artista cinético venezolano que alguna vez expuso su obra en el Museo Guggenheim de Nueva York.

sábado, 5 de marzo de 2011

Teresa

Voy a comenzar diciendo que mi hija Teresa ha cumplido en estos días su primer aniversario. Y de momento lo vamos a dejar ahí; luego volveremos sobre ese asunto.

No tiene uno otras Teresas en la proximidad familiar ni es este un nombre común entre los amigos. Uno lo piensa, así sin mucho esfuerzo, y se pasea de inmediato por Teresa Carreño - a quien nunca escuché interpretar el piano, por razones obvias del desenvolvimiento del tiempo de cada quien; pero de quien siempre me atrajo el desenfado y el atrevimiento con el que, según cuenta la historia, llevó su vida - y por Teresa de la Parra, a quién conocí a través de la tarea escolar, esa que me impuso leer Las Memorias de Mama Blanca, allá por los años del Santiago de León. Tambien estaba un libro de una señora cuyo segundo nombre era Teresa, Ana Teresa Cifuentes, y a quien en Venezuela se le conocía en épocas pretéritas como "la perfecta ama de casa" , que mi madre usaba para perpetrar las tortas con las que se celebraban mis cumpleaños (mi madre siempre ha sido muy sincera a ese respecto, a ella le gustan otras cosas, la cocina, definitivamente, no).

A otra Teresa la conocí a través del cine: el cineasta aleman Win Wenders hizo, en los mediados años 90s, una película sobre Lisboa (Lisbon Story) en la cual participa - en la banda sonora y en escena- un grupo musical luso, presentado a través de la voz de su cantante, una entonces veinteañera de nombre Teresa Salgueiro. El grupo era entonces desconocido para el resto del mundo y tenía por nombre Madredeus.

No tengo problema en reconocer una especial debilidad por las mujeres que cantan, y Teresa Salgueiro canta como poca gente puede hacerlo, así que, en principio, no tengo una explicación para no haberme anotado en su club de fans desde entonces, desde la puesta en escena en 1995 de la película de Win Wenders, que además es uno de mis directores de culto. Pero, pensándolo bien, mientras veo las luces de la noche caraqueña titilar desde el bancón de la sala de mi apartamento, me digo a mi mismo que yo no vi esa película hasta varios años despues, a sugerencia de Lorenzo González, que la mencionó en una de esas tertulias informales que se montaban sin aviso previo entre dos escritorios del Instituto de Estudios Regionales y Urbanos, y por supuesto, Lorenzo, con su usual sabiduría, mencionó a la película y a la vez mencionó su banda sonora, así, con todas sus letras: Madredeus.




Por allí llegué a Madredeus y a Teresa Salgueiro, que ya tenían más de una década de andadura musical y unos cuantos discos en la calle, aunque no en la calle caraqueña, a pesar que la colonia portuguesa en Venezuela es una de las más grandes del mundo. El primer disco que compré del grupo era una recopilación de éxitos, que muy acertadamente bautizaron como Antología, y lo conseguí por internet, en Amazon, si mi memoria no me falla.

Antología fue un descubrimiento que pasó, casi de inmediato, a formar parte de la banda sonora de mi casa y se propagó hacia otras casas conocidas. Compré varios para regalarlos. Uno se lo di, recuerdo ahora, a mi cuñado Ricardo, que lo tuvo un buen tiempo en el tope del hit parede de su sótano de Brooklyn. A partir de allí comencé a ponerme al día, comprando algunos de sus discos de años anteriores, averiguando como era que estos portugueses cultores de esa categoría musical en la que ponen todo lo no comercial y del primer mundo, el world music, se había convertido en músicos de culto en varios paises de Europa, en Japón y en otros lugares del mundo donde el buen gusto prevalece, aún, a la sordera.


Madredeus Aula Magna UCV 2006

A Madredeus y a su cantante, Teresa Salgueiro, ya en sus treinta y pico largos, la vimos una noche mágica del año 2006, bajo las nubes de Alexander Calder, en el Aula Magna de la Universidad Central de Venezuela. Patricia y yo estábamos sentados en el medio del patio, cerca del escenario, y recuerdo ver salir a Teresa, cuando ya se escuchaba la música, con un vestido verde que recordaba a las viejas divas del star system de Hollywood. Luego se cambio por un vestido rojizo. La combinación de aquella imagen y su voz era para dejar boquiabierto a cualquiera, y yo no fui una excepción entre quienes le vimos y le aplaudimos aquella noche.

Esa noche del 2006 Madredeus presentó en Caracas su disco Faluas do Tajo, del 2005, y que a la postre sería el último de la agrupación con la Salgueiro como su voz, luego de dos décadas de exitosa carrera, porque al año siguiente la mitad de los músicos de Madredeus acompañó a Teresa por la puerta de salida, esa que lleva a una carrera como solista, a la fecha con 4 discos.

Teresa Salgueiro
Cuando Patricia y yo supimos, en una fecha del 2009, que el último miembro de la familia, en camino, era una niña, nos embarcamos en la tarea de ponerle nombre. Alegando mi poca incidencia en la escogencia de los nombres de Lucía y Diego, nuestros dos hijos mayores, me reservé la palabra final respecto del nombre de la niña  a la que veíamos solo a través de los ecosonogramas. Hubo varias propuestas, se hicieron los ejercicios esos de revisar las páginas web donde hay un montón de nombres y su significados, se hicieron listas cortas y, como siempre en esta familia, familiares y allegados dieron opiniones solicitadas o expontáneas. Pero el encabezado de las listas no cambió en ningún momento.

Volviendo a donde comenzamos, un 23 de febrero del 2010 nació Teresa Tovar Armas y, ahora que ha cumplido un año,  los dueños de los viveros -lusitanos todos en Caracas- a los que acompaña con frecuencia a su mamá sonrien al verla y dicen que parece portuguesa, y no deja uno de preguntarse si eso tendrá algo que ver con lo que tenía en mente este humilde narrador cuando le puso el nombre a su menor hija, esa que al sentir las aguas en la Iglesia de Las Mercedes recibió por nombre el mismo de Teresa Salgueiro.

Teresa Salgueiro