miércoles, 23 de octubre de 2019

Diez Casas. Parte 7. Núñez de Balboa


En el 2013, si bien ya eran evidentes los efectos del chavismo sobre la economía, las instituciones y la vida cotidiana de los venezolanos, la crisis aún no explotaba con toda su fuerza y nosotros, que teníamos ingresos en dólares por los trabajos en los que participábamos fuera del país, vivíamos aún una situación privilegiada que nos permitía comodidades que, cada vez más, comenzaban a estar fuera del alcance de la clase media.

Por una parte, la empresa española en la que trabajaba ya me había planteado unos meses antes mudarme a otro país de la región, desde donde atender con mayor facilidad los proyectos en los que estaba participando en aquellos años, principalmente en Centroamérica. En aquella Venezuela del 2013 cada vez era más complicado conseguir vuelos, era imposible para una empresa, de manera legal, cambiar bolívares por otra moneda y el mercado local de proyectos se había reducido de tal manera que, prácticamente, vivíamos en Caracas pero trabajábamos fuera. Por otra parte, la empresa que habíamos fundado más de una década atrás junto a compañeros de trabajo de la Universidad Simón Bolívar, tenía cada vez menos trabajo, al punto de solo seguir funcionando subsidiada por lo ingresos que recibíamos en dólares por nuestro trabajo en la empresa española. Nuestros principales clientes eran del sector privado, oficinas de ingeniería o arquitectura, promotoras inmobiliarias, propietarios de inmuebles. Muchos de quienes nos contrataban o estaban mudándose fuera del país o simplemente estaban trabajando al mínimo ritmo para no cerrar. Los compañeros de clases de nuestros hijos se estaban yendo, también algunos maestros. Lucía se había graduado de bachillerato y había comenzado a estudiar su carrera, pero algunos de sus profesores desaparecían a mitad de semestre, en algunas materias para poder cubrir al menos una parte del contenido se sucedían los profesores sin solución de continuidad. En ese contexto comenzamos a plantearnos irnos del país, al menos por un tiempo.

Primero me plantearon irme a Panamá, pero luego me ofrecieron un contrato por 3 años en Perú. La oferta llegó a mediados de semana, condicionada a que debía presentarme en Lima la semana siguiente. Me adelanté a la familia, que hizo varias visitas de exploración los meses siguientes. Cuando fijamos la fecha de la mudanza de la familia, condicionada por el inicio del año escolar en Perú, alquilé un apartamento cerca de mi oficina con espacio para todos (anteriormente estuve unos meses en un apartamento, más pequeño y compartido, que la empresa usaba para dar alojamiento temporal a sus empleados internacionales). Desde donde me mudé, la Avenida Vasco Núñez de Balboa, hasta donde trabajaba, la Avenida Benavides, la misma por la que Pichula Cuellar hacía piques con sus amigos en la novela corta de Vargas Llosa y que Julius veía desde la ventana del carro familiar en la novela de Bryce, recorría unas 8 cuadras, la mayoría de las cuales eran de la calle Alcanfores, una calle arbolada, con edificios de apartamentos, algunos restaurantes (entre Benavides y 28 de julio) y algunas viejas casas miraflorinas con jardín, mayormente condenadas a ser demolidas en los próximos años. Me sigue gustando mucho caminar por Alcanfores, lo sigo haciendo cada vez que puedo.



Luego de mudarme al apartamento alquilado, mientras la familia estaba aún en Caracas (se mudarían a Lima 4 meses después del Alquiler, aunque lo visitaron dos veces en el interim), asumí una rutina: me quedaba hasta tarde en la oficina entre lunes y viernes, hasta el momento en que todos ya se habían ido. Hablaba un rato con Patricia por Skype. Apagaba las luces. Cerraba la oficina. Me compraba algo de comer en el automercado Vivanda, que queda cruzando la calle, y me iba hasta la casa caminando, básicamente a dormir en un apartamento grande y vacío, desde el cual escuchaba los carros pasar, veía a otros edificios y casas y, con suerte, en los días despejados, podía ver el mar a lo lejos e, incluso, hasta podía escucharlo golpear los cantos rodados de la Costa Verde. Los fines de semana salía a caminar todo el día, cámara en mano, recorriendo calles de Lima que no conocía y tratando de entender algunas lógicas de la ciudad. Retomé la costumbre, perdida en Caracas, de ir al cine. A tres cuadras me quedaba el Centro Comercial Larcomar, donde estaban unos multicines en los que pasaban películas nuevas y algunos clásicos como parte de ciclos sobre directores o actores.

Una noche de domingo, luego de pasarme el día caminando por el Barrio Chino en el centro de Lima, hacer la compra en el automercado y de conversar dos veces con la familia, me puse a leer el periódico. En la sección de cine anunciaban que esa noche se estrenaba la nueva película de Robert Redford. Ya era casi la hora de la película, lo dudé un segundo y salí corriendo de la casa. Cuando llegué al cine de Larcomar la sala ya estaba oscura y la película estaba en su primer minuto. Me senté en el primer asiento vacío que encontré, junto al pasillo, sin reparar en quienes tenía alrededor. Cuando terminó la película, apenas las luces comenzaron a encenderse, el señor que había estado sentado a mi lado toda la película me pidió permiso para salir. Entonces el muchacho que comenzó a conocer Miraflores desde Caracas, hace casi 4 décadas, leyendo Los Cachorros dio un paso al costado para dejar salir a Mario Vargas Llosa y a la que entonces era su señora. Afuera de la sala nos lo encontramos de nuevo, esperando en la puerta de los baños a que saliera quien le acompañaba. Estaba pensativo junto a una columna, mientras los demás asistentes a la última función de la noche lo veían de lejos y le hacían gestos de aprobación o saludo.



Vivimos tres años en el apartamento de Núñez de Balboa. El tiempo pasó rápido, siempre con la mirada puesta en Venezuela. Una noticia en la televisión, una llamada de la familia, un video por internet, celebraciones por Skype. Un viaje una vez al año. A diferencia de todas nuestras casas previas, nunca lo llenamos, nunca pintamos una pared, lo devolvimos a sus dueños como lo recibimos. Los niños a veces lo añoran, con su terraza en la que le poníamos una piscina inflable a Teresa en el verano y su depósito bajo la escalera, que Diego usaba como su estudio privado. Probablemente añoran más su cercanía al mar, los parques de la zona y esa mezcla tan agradable que tiene Miraflores de restaurantes, cafés y tiendas con calles arboladas y parques muy cuidados. Nosotros también extrañamos la zona a veces, no el apartamento, aunque nos gustaba poder hacer parrillas al aire libre cuando el frío y los cielos grises se iban de Lima por unos meses. Era un apartamento muy caliente en verano y era muy húmedo en invierno. Hicimos esfuerzos por darle a la familia cierto sentido de pertenencia, pero sabemos que no lo logramos. Colocar la lamparita de papel de Noguchi en el mueble de la entrada fue en vano. En Núñez de Balboa siempre estuvimos de paso. Al cumplirse el tercer año de contrato, el mismo año en que se quemaron los cines de Larcomar, y habiendo cambiado de trabajo, bajo un cielo azul pre-veraniego nos mudamos a un apartamento más cercano al colegio de Teresa y Diego.

Para finalizar la descripción de esta séptima casa, anexo lo que escribí la semana que me mudé a ella, en el 2013, aun sin la familia, aunque los primeros dos días que dormimos ahí estaba Patricia de visita. El tiempo da una perspectiva distinta. Esto es lo que pensaba entonces.  

Hace poco más de cinco siglos y un mes que, según cuentan los historiadores, Vasco Núñez de Balboa se subió a un cerro de lo que hoy es Panamá y desde allí vió por primera vez el Mar del Sur, el Lago Español, el océano Pacífico. Había venido de lejos el conquistador extremeño, había tenido éxitos tempranos y también sonados fracasos -como su intento en convertirse en hacendado en La Española- y estaba en el istmo comenzando de nuevo, combinando su mano izquierda con la derecha en el trato con los nativos de esas tierras.

 Lo de Núñez de Balboa viene al caso porque esta semana he alquilado un apartamento, una promesa de casa familiar a la que espero mudarme la semana que viene, en la cuadra 2 de la miraflorina calle Vasco Núñez de Balboa, en Lima. Desde allí, desde su balcón de la séptima planta, entre mirando los otros edificios y agradeciendo la fugaz ausencia de niebla limeña, puede adivinarse una masa gris que se ilumina en el horizonte, el Mar del Sur, el Lago Español, el océano Pacífico.

Mudarse a una nueva casa siempre es un reto. En el norte de África y en el Medio Oriente hay una sabia maldición popular que reza sin piedad "ojalá te mudes" como deseo a los enemigos. Yo prometí públicamente, la última vez que me mudé, hace ya más de 6 años, cuando nos fuimos al Altolar de los sueños de Patricia, no hacerlo nunca más, salvo que tuviese que irme del país en que nací. Y aquí estoy, en otro país, preparándome para armar una casa que, aunque prestada pago mediante, pueda tener el sabor de lo propio en los tiempos por venir.



Cuentan que Núñez de Balboa bajó del cerro prontamente luego de su avistamiento de finales de septiembre de 1513 y en menos de dos días se encontró en la orilla del mar, en el cual se sumergió para tomar posesión en nombre de la corona española. Yo me voy a tardar algo más de una semana en tomar posesión del piso, en nombre de la empresa española en la que trabajo. Pero no soy, ni remotamente, un descubridor. Lima está llena de españoles, miles calculo yo, desde ejecutivos que duermen en piso con vista al campo de golf de San Isidro hasta arquitectos jóvenes que están aquí diseñando cosas por 3000 soles brutos al mes.

Es una mudanza sin mudanza, porque no hay muebles que mover, no hay cajas que desembalar, no hay libros que clasificar, no hay discos que embalar. Es en realidad un comenzar de nuevo. Esta vez es volver al ritual que creíamos ya superado de cubrir los mínimos, de satisfacer las necesidades básicas. Es pensar la ingeniería de procesos del hogar: la papelera para el baño, el batidor para la leche, el abrelatas para el atún, el sacacorchos para el vino, el plato para el cereal con yogurt, el cucharón para la sopa, el cuchillo para la carne, la alfombrita para el baño, la almohada para dormir, la olla para la pasta, el vaso para el jugo. Estos días estoy haciendo listas con las cosas que tengo que comprar para que la casa funcione como una casa, para que cuando venga la familia desde Caracas no asocie la mudanza con la precariedad, para que evite pensar en la provisionalidad.

En Caracas a estas horas de viernes por la noche están saqueando comercios con permiso y apoyo gubernamental. Mañana seguirán, que remedio queda. Ya estamos en la fase de repartir las sobras. No hay nada más. Como en los divorcios, como en los funerales. Y yo estoy en cambio con mi lista en la mano, viendo precios por internet, a ver a donde voy a buscar este fin de semana el televisor y la lavadora que necesito. Estoy comenzando de nuevo, subido a la séptima planta de mi montaña blanca que mira al Pacífico, aunque este se esconda tras la bruma limeña.

Alguien me dijo esta semana, en una reunión con colegas urbanistas, que era valiente comenzar de nuevo “a mi edad, con tres hijos y en tierras ajenas”. Y yo le respondí de inmediato que no, que valiente era tratar de quedarse en Caracas con 3 hijos en estos tiempos de oscuridad y escasez. Y obvié comentario alguno sobre la expresión "a mi edad" porque quien me lo decía tiene pocos años más que yo y porque el portero del edificio y la señora que me vende La República y El Comercio los sábados y los domingo me llama siempre con ese formalismo limeño que tanto me gusta "joven, ¿cómo está usted hoy?

Sartén con antiadherente, pañito para la cocina, mantel para el comedor, tabla para cortar, copa para el vino, plato para el postre, cesta para la ropa sucia, colgador para las corbatas. Aquí sigo, mirando el Mar del Sur, comenzando de nuevo. Fregona con su tobo, cuchillo grande, pela papas, envase de plástico para guardar las sobras, manta para la cama. Solo espero no perder la cabeza, como el español que da nombre a mi nueva calle.

viernes, 18 de octubre de 2019

Diez Casas. Parte 6. Altolar.


Comenzamos a buscar una nueva casa cuando vimos que estábamos por terminar de pagar el crédito del apartamento de Bello Monte. Sí se puede, dije. Vendemos este y damos eso de inicial y seguimos pagando un crédito como hemos estado pagando hasta ahora. Fiao hasta un vapor, decía mi bisabuelo. ¡Un balcón para poner mis matas! Un edificio más pequeño que este. Un apartamento al que no le pegue todo el sol de la tarde, que no se caliente tanto. Un cuarto más para poner más cosas. Una cocina más grande, que sea más cómoda. ¡Un apartamento en Colinas de Bello Monte, cerca de casa de mi mamá! Con esos criterios nos pusimos a buscar, bueno, en realidad Patricia se puso a buscar y cada vez que veía por internet algún apartamento que le interesaba venía a mí con el planteamiento. Durante algunas semanas no avanzamos mucho, ella hacía de interesada agente inmobiliaria buscando apartamentos con terraza o balcón en Colinas de Bello Monte y yo hacía sistemáticamente de aguafiestas. Cada vez que Patricia se me acercaba con una propuesta, inmediatamente, en frente suyo, sacaba la cuenta: anja!, este lo podemos vender en tanto, tenemos tanto en el banco y tendríamos que pedir un crédito de tanto más…las cuotas nos quedaría en tanto…ummm, no se puede, este es muy caro. Tienes que conseguir uno más barato, de máximo tanto…

Pasadas varias semanas de esta misma dinámica, Patricia abandonó la búsqueda, convencida de que todos los apartamentos que le gustaban eran demasiado caros para nuestro presupuesto y que los que podíamos pagar no le representaban una mejora significativa respecto a donde estábamos. Para mudarme a ese, mejor nos quedamos aquí. Entonces yo tomé la posta.

Como era el primero al que pasaba buscando el transporte del Señor Amadeo para ir al Colegio Santiago de León de Caracas y mi mamá era fiel practicante de la filosofía según la cual el que se despierta temprano coje agua clara y, además, uno no debe salir a la calle sin haber comido previamente en su casa, me paraban todos los días, desde el comienzo de la educación primaria, a las 5 de la mañana en punto, con tiempo suficiente para lavarse, ir al baño, vestirse y desayunar. Cada día mi mamá alargaba su margariteño brazo dentro de mi cuarto y encendía la luz de la lámpara, una que parecía el foco redondo de un carro, e iluminado directamente por aquella luz que parecía para interrogatorios policiales, saltaba de la cama a pasar por el baño, vestirme y bajar a comerme algo antes de salir a la calle y caminar una cuadra para esperar el autobús Ford amarillo del Señor Amadeo (Amadeo tenía, cuando entré al colegio, un microbús Mercedes Benz, primero azul, luego amarillo, pero cuando lo cambió por un bus Ford más grande, estando yo en tercero de primaria, no podía dar la vuelta en mi calle y debíamos ir a esperarlo en la esquina). Educado con semejante rutina, hasta el día de hoy, no importa si es laborable o feriado, día de semana o sábado o domingo, si me acuesto tarde o temprano, a eso de las 5 de la mañana me es imposible dormir. Patricia tiene un ritmo contrario, o lo podríamos llamar complementario si fuésemos a cubrir turnos. Ella se acuesta y se despierta tarde, yo me duermo temprano y me despierto temprano. La felicidad es una carrera de relevos.

El tema viene al caso porque los sábados me levantaba a primera hora del día mientras todos en la casa dormían. Antes de que se levantaran podía darme un baño, leer o ver algo por internet, escuchar música con los audífonos, bajar a buscar empanadas o cachitos de jamón y, en la época de este relato, me puse a buscar por internet la nueva casa. Uno de los primeros días que me puse en esta tarea encontré un aviso que me interesó en un edificio que yo no conocía personalmente, pero del cual había leído y visto fotografías y del cual Patricia me había hablado muchas veces. Era su idea del tipo de edificio donde quería vivir. El apartamento que ofrecían estaba desocupado y, a juzgar por las fotos, necesitaba inversión para poder ocuparse. La cocina era un cuarto vacío, sin gabinetes y con las paredes cubiertas por cerámicas blancas en mal estado. Los baños se veían antiguos y faltos de mantenimiento. Daba la impresión de haber estado abandonado u ocupado por inquilinos sin consideración o por dueños sin capacidad de inversión. Hablamos de un apartamento con, entonces, más de 40 años de antigüedad. Pero estaba en el edificio adecuado, en el sitio adecuado, tenía 60 m2 más que el apartamento de Bello Monte, dos balcones y el precio, luego de un rápido ejercicio, calzó en mi estimación de lo que podríamos pagar metiéndonos en un nuevo crédito hipotecario.

No esperé a que Patricia se despertara y fui a avisarle de inmediato al cuarto. Me ignoró sin despegar la cara de la almohada. De hecho, recuerdo que se dio media vuelta y me dejó hablando solo. Después siempre me dices que no podemos comprarlo. Como media hora después se apareció en la sala, en pijama, con el pelo revuelto y cara de sueño me dijo a ver, enséñame,  ¿cuál es ese apartamento que conseguiste?   En lo que vio que era en el Altolar llamó de inmediato, hicimos una cita para poco más de una hora después, levantó a Lucía y a Diego, nos arreglamos y salimos para Bello Monte a ver la que suponíamos sería nuestra nueva casa.



Patricia conoció este edificio, que quedaba a pocas cuadras de su casa, desde muy pequeña y lo había visitado muchas veces. Allí iba con sus padres a visitar a Gego y Gerd Leuferd. Allí iban a visitar a Lourdes Blanco y Miguel Arroyo. Allí fue alguna vez a visitar a Lamis Feldman. Allí vivíeron Oswaldo Trejo y Rita Salvestrini. También vivían allí artistas de la televisión, periodistas, arquitectos conocidos.

Jimmy Alcock, el mismo arquitecto del edificio de dónde veníamos, había diseñado el Altolar en sus primeros años de ejercicio profesional, 20 años antes de su proyecto de Bello Monte, a comienzos de los 60s. Es un edificio largo y relativamente bajo, 6 plantas, ubicado sobre una colina, una montaña verde, viendo la ciudad a sus pies, adaptando su forma a la topografía del lugar donde fue implantado. Al exterior es una pared de ladrillos rojos con estructura de concreto vista, con ventanas blancas y cajas de concreto sobresalientes, en las que cada apartamento tenía un balcón y un solárium; al interior son unas torres cilíndricas para los ascensores y las escaleras y unos puentes que simulan colgar para comunicar los apartamentos con los ascensores, en un espacio protegido por un brisoleil, con vista a una vegetación tropical. Es un edificio moderno que combina austeridad en los materiales con una riqueza espacial, producto de un diseño que fue considerado uno de los atributos de su autor para otorgarle el Premio Nacional de Arquitectura. Tiene muchos achaques, pudo haber sido construido mejor, la segunda etapa está mejor construida que la primera, y el mantenimiento no ha sido el mejor, pero es un edificio con personalidad, con encanto. Tanto las autoridades nacionales como las municipales lo han declarado patrimonio cultural, lo cual no ha impedido cierta ranchificación por parte de sus vecinos. Muchos han cerrado los balcones, casi todos han cambiado los pisos, algunos han cambiado puertas y ventanas, algunos las barandas de la escalera interna de los apartamentos duplex. Dificultades para colocar los apartamentos en el mercado, costaban más o menos lo mismo que costaba una quinta en El Marques a mediados de los 60s, llevaron a la decisión de construirlo en dos etapas: la primera, la mitad oeste, en curva, construida alrededor de 1965; la segunda mitad, recta, al este de la parcela, se construyó en 1966-67. Los vecinos de la primera etapa no aceptaron integrarse con los de la segunda y luego de una serie de incidentes terminaron levantando un muro interno que divide en dos lo que había sido diseñado como un único edificio y debieron generarse dos espacios de conserjería y dos accesos de estacionamiento. A la segunda etapa se le llamó Loma Verde, aunque los arquitectos, a los que en la universidad, tanto las de Caracas como algunas del interior, los suelen mandar a ver este edificio (vaya y toque el intercomunicador y pregunte por el apartamento tal y cual, allí vive la arquitecta Patricia que tiene el apartamento original y le puede hablar sobre el edificio…zas!, se nos aparecían en la casa los estudiantes de la universidad, cámara en mano, orientados por un guachimán con vocación de guía turístico) lo llaman como un todo, Altolar.



Aquel día del 2007 nos esperaba la corredora inmobiliaria encargada de mostrar el apartamento. Era una arquitecta graduada en la Universidad Simón Bolívar, quien trató de convencernos que por ese precio podíamos conseguir algo mejor, allí mismo en Colinas de Bello Monte, que ella misma tenía otros apartamentos con un tamaño parecido que podía mostrarnos y que estaban en mejor estado por el mismo precio. Pero donde ella veía problemas nosotros veíamos oportunidades. Ella, a este apartamento no le hicieron nada en 40 años, nosotros, mira, tiene todo original, los pisos de terracota verde hechos en Italia, los mismos del apartamento de Gerd y Gego. Ella la cocina estaba tan mal que prefirieron quitar todos los gabinetes y dejar el cuarto vacío, nosotros uy, mira, no vamos a tener que quitar nada, vamos a poder diseñar la cocina a nuestro gusto, partiendo de cero. Ese mismo día en caliente le hicimos una oferta: 15% en efectivo de inmediato, 35% a través de un crédito hipotecario que tomaría de dos a tres meses y 50% a través de la venta de nuestro apartamento, que estimábamos se vendería en el mismo plazo del crédito. Incluso le ofrecimos a la corredora, para interesarla en el asunto, que le daríamos a ella misma la venta de nuestro apartamento, para que se ganara su comisión. Habían vendido varios apartamentos en los últimos meses en nuestro edificio de Bello Monte y sabíamos que se vendían rápido y el nuestro estaba bastante mejor que otros que se habían vendido recientemente.  Nos advirtió que ya había otros dos interesados y que la propietaria quería el pago de contado, de ser posible en dólares. Quedó en hacerle llegar a la dueña del apartamento nuestra oferta, pero no nos dio muchas esperanzas.

Pasaron los días y no hubo mayor avance. La corredora reiteró el interés de la propietaria por algún comprador que tuviese el dinero para pagar de contado. Nuestra oferta había sido rechazada. Seguimos pendientes de los periódicos, lamentando haber perdido la oportunidad de comprar el apartamento deseado, hasta que unas semanas después, otro sábado, en la misma rutina mañanera me encontré, revisando la web de un periódico, con otro apartamento interesante.  También era en el Altolar y costaba 10% menos que el que habíamos visto unas semanas atrás, no había fotos. De inmediato hicimos la cita y nos atendieron ese mismo día. La corredora era una abogada muy amable. Entramos al edificio sin saber el número del apartamento que íbamos a ver y mientras conversábamos con la corredora nos acercábamos al apartamento en venta, hasta darnos cuenta que era el mismo que ya habíamos visto. Le hicimos saber que ya lo habíamos visitado, pero nos lo había mostrado otra corredora, con otro precio. Nos dijo que ella era parte del bufete que había logrado la desocupación de los inquilinos, luego de un juicio de varios años y que tenían un poder para ofrecerlo en venta. Hicimos la misma oferta que habíamos hecho a la otra corredora y esta vez si nos mostraron interés por lo que ofrecíamos. Cuando hicimos saber a la corredora inicial que había otra persona ofreciendo el mismo apartamento y a un precio menor y que había manifestado interés por nuestra oferta se abrieron las puertas a que pudiésemos tener el apartamento deseado. Fue bonito pasar de ser un oferente rechazado a ser perseguido por las dos corredoras, quienes alegaban tener el derecho de vendernos el apartamento, quienes solicitaban de nuestra parte el compromiso de tratar con solo una de ellas. Al cabo de dos semanas la propietaria se decidió por la primera de las corredoras y, en la misma decisión, luego de conocernos personalmente, aceptó nuestra oferta. Había decidido venderle el apartamento que compró 40 años atrás, recién graduada, con sus primeros ingresos como abogada, apartamento que nunca habitó, a la muchacha con la que estuvo hablando durante un largo rato sobre el cultivo de bromelias. Cuando la corredora nos llamó para avisarnos el veredicto me dijo, literalmente, que “La señora Pacanins me ha dicho que le va a vender el apartamento a la muchacha de las bromelias”.




Vendimos nuestro apartamento con relativa rapidez. En solo una semana habíamos conseguido unos compradores, quienes tuvieron problemas luego con su banco y debieron desistir de la compra. Un mes perdido. Pero una semana más tarde teníamos nuevos compradores y logramos concretar la venta sin mayores complicaciones. Nuestro crédito con el banco estuvo un poco más complicado, pero finalmente logramos resolverlo. Tres meses después de acordar la compra estábamos recibiendo las llaves.

Los árabes tienen una maldición milenaria cuya traducción literal reza “ojalá te mudes”. Los maracuchos han hecho suya esa maldición, por lo que no es raro escuchar en el Zulia a alguien desearle el mal a otro diciéndole “ojalá te mudéis”. Tuvimos presente esa maldición mientras empacábamos más de 300 cajas con libros, juguetes y objetos diversos.

Los primeros 3 meses en el Altolar, entre septiembre y diciembre de aquel año, estuvimos inmersos en una continua remodelación. Dormíamos arriba mientras los obreros avanzaban con la remodelación de la cocina, abajo. Nos bañábamos en casa de mi suegra mientras arreglaron el primero de los baños. Teníamos un baño para todos mientras arreglaban los otros dos.  Tuvimos días sin luz, sin agua. Hubo que cambiar las tuberías de agua y el cableado eléctrico. El termo y todas las lámparas. Recubrimos la cocina, los baños y uno de los balcones con mosaico vidriado. A Patricia le pagaron un trabajo con piezas sanitarias alemanas y unas griferías de lujo que probablemente nunca hubiésemos comprado. Pusimos pisos nuevos de granito en la cocina y los baños, donde los pisos originales estaban muy deteriorados o, incluso, en algunas zonas, habían desaparecido. Tres meses después de iniciar los trabajos llegaron los gabinetes para la cocina, que compramos en el IKEA de Elizabeth, New Jersey (costaban, incluyendo el transporte, la mitad que los que nos presupuestaron en Caracas por unos similares)  y los arme en un fin de semana, para que el lunes viniera el granitero para poner el tope de la cocina. Para el día de navidad del 2007, ajustando algunas cosas los días previos, teníamos cocina y baños.

A los muebles que ya teníamos le sumamos dos seibos daneses. Compramos dos butacas azules de segunda mano diseñadas por Grete Jalk en 1960. Compramos una mesa de centro italiana usada. Vivíamos persiguiendo las ventas de segunda mano, buscando muebles y adornos de los 50s o los 60s. Pintamos unas paredes de gris, otra de amarillo. Colgué un cuadro de Starsky Brines a la entrada de la sala y otro de José Vivenes al lado de la cama. Colgué mi chinchorro de moriche en el balcón, entre las bromelias y las orquídeas de Patricia y encedimos la lamparita de papel de Noguchi en un rincón de la sala. Lucía tuvo el perro que quería. Dos años después llegó Teresa, a la que bautizamos teniendo en mente a la cantante de Madredeus. Desde nuestras ventanas veíamos el sol salir por el este de Caracas y el encender de las luces de la autopista cuando llegaba la noche. Pusimos una puerta roja en la entrada de la casa y colgamos en la escalera los avisos de metal que recolectamos a lo largo de una década, incluyendo un aviso grande de Cocacola que Ricardo nos regaló cuando se fue a Nueva York. Patricia llenó el cuarto de servicio con sus juguetes. Nos rodeaban las cosas queridas.

Nunca nos mudamos del Altolar. Hace 6 años que no vivimos allí, el mismo tiempo que lo ocupamos a diario, pero volveremos. Esta es la sexta casa de la historia pero podría ser la última. La vida solo tiene sentido si hay una meta, aunque distante o difusa. Como dice un pañuelito bordado que cuelga en la pared de la cocina de la familia en Nueva York, traducción mediante, hogar es donde está el corazón. El mío está en el Altolar aunque duerma en Lima.

lunes, 14 de octubre de 2019

Diez Casas. Parte 5, Bello Monte


El nuevo apartamento de Bello Monte era 43 m2 más grande que el de La Carlota y, además, quien lo diseñó exprimió esos 89 metros al punto de que siempre hemos creído que es muy difícil sacarle más provecho a ese metraje. Cuando nos mudamos tenía pisos de cerámica, sala comedor con un techo con un escalón, tres habitaciones y dos baños, cocina beige con mesita para el desayuno y paredes – a diferencia del apartamento que habíamos dejado atrás- de colores, azul, naranja, verde claro, verde oscuro, gris; paredes de concreto en las que colgar un cuadro requería de mucho esfuerzo, y ventanas corredizas con vista sobre la autopista y Colinas de Bello Monte, que Patricia llenó de plantas rápidamente y desde las cuales veíamos todas las tardes el atardecer meterse hasta el fondo de la casa y por las cuales se colaba el murmullo permanente, día y noche, de los carros pasando a toda velocidad por la autopista Francisco Fajardo, la columna vertebral que vincula el oeste, el centro y el este de Caracas.

El Conjunto Residencial Bello Monte, a la izquierda de la foto, al norte de la Autopista Francisco Fajardo y el Río Guaire

El arquitecto Jimmy Alcock había diseñado, cuando el bolívar todavía se cambiaba a razón de 4,30 por dólar, un conjunto de cinco torres de apartamentos de más de 20 pisos cada una y un centro comercial, conectados por una gran plaza, en una zona en la que predominaban pequeños edificios construidos 50 años antes, que me recordaban de alguna manera a los de La Carlota, y filas de casas de dos pisos que con los años, dada su cercanía a Sabana Grande, se habían convertido principalmente en comercios, oficinas y consultorios médicos u odontológicos, sobre unas calles en las que aún se conservaban algunos árboles grandes y un ambiente que mezclaba la actividad céntrica de Sabana Grande con cierto ambiente pueblerino. 

El Conjunto Residencial Bello Monte se comenzó a construir en la primera mitad de los años 80s, pero solo terminaron las dos primeras torres, Alfa y Beta, el estacionamiento y en su techo, el espacio de la plaza que iba a conectar con el centro comercial, al norte, sin completar. Cuando comencé la carrera de Urbanismo en la Universidad Simón Bolívar a mediados de los 80s, en el primer trabajo de campo que me encomendaron los profesores, justamente me asignaron esta zona, donde las dos primeras torres del conjunto, con su arquitectura brutalista de concreto, destacaban desde lo lejos y en la que entonces ya estaba instalada la oficina de ventas con un apartamento modelo para que los compradores pudieran hacerse una idea tridimensional de lo que se ofrecía. Recuerdo haber entrado a pedir información en mi condición de estudiante y salir con las manos vacías. Tuve que volver días después con una compañera de clases, María Eugenia, haciéndonos pasar por recién casados que estaban buscando su primer apartamento, para conseguir información sobre el número de apartamentos ya construidos y los planes futuros, planes que nunca se llegaron a materializar. Ni idea tenía yo que poco más de una década después, exactamente ahí, en ese edificio, tendríamos nuestra primera vivienda propia.

El apartamento lo compramos -luego de que los astros se alinearan, varios familiares nos prestaran dinero para completar la inicial y convenciéramos al banco de darnos un crédito a 20 años, a pesar de no tener ninguno de los dos un empleos fijo, lo que en Perú llaman “en planilla”- a los cuñados Ríos Armas, que se habían mudado a un apartamento más grande y con vista a unas matas de níspero en La Florida. Nos dejaron un aire acondicionado en el cuarto principal, medio closet lleno de libros, una biblioteca marrón y negra en uno de los tres cuartos (lo que nos impulsó a convertir esa habitación en una suerte de oficina y sala de exhibición de la creciente colección de juguetes), y durante unos meses, un dibujo sin papel de Gego, que valía más que el apartamento, obra que alguna vez estuvo expuesta en el Museo de Bellas Artes y que estuvo colgada frente al comedor de la casa, sobre una pared verde, hasta que viajó a la nueva casa de sus propietarios.

En los alrededores del apartamento teníamos el bulevar de Sabana Grande, a unas cuatro cuadras, más o menos, por donde solía ir caminando a trabajar – en 1998 comencé a trabajar cerca de Plaza Venezuela- y todavía, en los tiempos previos a la invasión de buhoneros que vino con el nuevo milenio promovida por un Gobernador de Caracas, militar retirado, que para justificar sus cuentas en dólares alegaba que eran el producto de las regalías de sus libros de poesía, podía regresar del trabajo en la noche, muchas veces entre las 8 y las 9, caminando por el bulevar sin pensar que se le iba a uno la vida por ello. Por ahí también solíamos ir a comer, usualmente los fines de semana, muchas veces al Da Vito, a dos cuadras de la casa, un negocio que conocí como pensión y pequeño restaurante familiar en mi época de estudiante y que para la época en que nos mudamos a Bello Monte era casa familiar de los dueños, en el piso de arriba, y restaurante económico con menú de precio fijo en la planta baja.  Otras tantas veces íbamos al Vecchio Molino, en la Avenida Solano, el cual me recordaba la época en que solía ir con mis padres los sábados o cuando, siendo niño, acompañaba a mi papá a saludar a alguno de sus conocidos, cuando desde allí se gobernaba a la República del Este. También solíamos ir a buscar dulcitos a La Ducal, a tres cuadras de la casa desde 1958, a pesar de las señoras cascarrabias que solían estar a cargo del mostrador. Íbamos también a los restaurantes del recientemente abierto Centro Comercial El Recreo, a buscar los golfeados de la Pan 900, a buscar los dulces de la Pastelería Carmen, a pedir arroz a Las Cancelas o La Huerta, a Las Nieves, donde a veces íbamos a buscar comida para almorzar los fines de semana o simplemente pasábamos buscando las colas de langosta con jugo de naranja y los mejores croasanes de Caracas. En ocasiones especiales, íbamos al Urrutia a buscar sus pimientos de piquillo rellenos de calamares en su tinta.

El mostrador de la Ducal, con sus huevos de chocolate

Cuando nos mudamos a Bello Monte un servidor todavía pasaba por la barbería una vez al mes y volver a la Roma, en la Avenida Rómulo Gallegos, solía tomarme medio día, que no me sobraba. Siguiendo la sugerencia de Patricia me cambié a la Barbería Grecos de la calle Unión de Sabana Grande, a donde en el pasado se cortaban el cabello el papá y los hermanos de Patricia. Eran dos barberos, uno italiano, que daba nombre al negocio, y otro canario, que había sido el asistente personal de Carlos Andres Perez durante su gobierno de los años 70s. Salvo una vez, por enfermedad de mi barbero usual, siempre me corté el cabello con el barbero canario, que además de preguntarme por mis cuñados, echaba cuentos de las intrigas de palacio, de quienes visitaban a Carlos Andrés en Miraflores o de cómo eran los viajes acompañando al presidente en la época de la bonanza petrolera de los 70s. Enfrente a la barbería quedaban una papelería, unas tiendas de juguetes y otras de materiales para hacer maquetas en las que compraba carritos de metal y tinta para las plumas fuente.

Los 46 m2 del apartamento de La Carlota parecían poca cosa cuando nos mudamos recién casados, pero los habíamos llenado de tal manera que cuando comenzamos a meter en cajas o a envolver en plástico las cosas que habíamos acumulado en algo menos de nuestros primeros 4 años de casados, terminamos llenando dos camiones medianos. Sin embargo, al llegar al nuevo apartamento, todo ello se diluyó de tal manera en el espacio en el que el arquitecto Alcock había rendido al máximo, que parecía que la casa estaba vacía.

Como la familia Tovar Armas, al igual que la naturaleza, sufre de horror vacui, en los siguientes meses y años a nuestra mudanza fuimos acumulando, como quien tiene una misión que va más allá de su voluntad, muebles y cuadros, adornos y libros, alfombras y cosas, llenando todos los espacios, completando la decoración en la que nos sentíamos a gusto. A veces es la necesidad de rodearse de cosas que nos son afines, en las que sentirnos cómodos, acompañados. A veces es la necesidad de salvar cosas que, percibimos, desaparecerán si no les damos cobijo y sentido dentro de un grupo, un contexto. A veces es la creencia de que las cosas hablan por uno y uno quiere, cuando dice “esta es mi casa”, en el fondo decir “así soy yo”. El caso es que las fuentes de los objetos fueron varias y el flujo, durante años, fue continuo. Patricia trajo algunas cosas de la Lejarazú. Recogimos cosas en la calle. Compramos algunas cosas en Bima o en Capuy. Cuando descubrimos que en Capuy recibían la tarjeta de crédito y se podía pagar en 12, 24 o 36 cuotas sin afectar su límite de crédito, nos hicimos con una mesa de comedor larga, plegable, de madera de haya con unas bisagras a la vista en la parte superior, un diseño italiano de los años 60s que Capuy vendió mucho, con distintas opciones de acabados en madera o en fórmica, hasta entrado este siglo, y que Patricia había visto desde niña en el apartamento de Miguel Arroyo en el edificio Altolar y decía siempre que quería esa mesa para su casa. Acompañando la mesa compramos seis sillas de madera de capure y cojín de la misma tela naranja del sofá que nos regaló mi mamá, que reproducían el diseño de las sillas leggera de Gio Ponti. Para acompañar el sofá naranja que nos había regalado mi mamá cuatro años atrás compramos dos sillones del mismo diseño y tela, pero en color azul oscuro. También compramos dos mesitas auxiliares que hacían juego con la mesa del comedor y una lámpara española de vidrio blanco para colgarla sobre el comedor. En una venta de lámparas que estaba cerrando en Sabana Grande compramos a precios de remate unas lámparas españolas de los años 60s o comienzos de los 70s. Le compramos un cuadro rojo y grande al cuñado Enrico, que colgamos justo detrás de las dos butacas azules y comenzamos a llenar las paredes con cuadros que venían de la familia, fotos de Ricardo, grabados de Annella, de compras a artistas conocidos y de subastas. Compramos un saldo de muebles de oficina en el segundo piso de Capuy en Chacaíto, donde vendían los sobrantes de pedidos anteriores, muebles golpeados y remanentes de líneas descontinuadas, y los modificamos agregándoles, entre otras cosas, ruedas para habilitarlos como bibliotecas y para colocar el equipo de sonido y los discos, que estuvieron siempre debajo de la ventana de la sala.

La silla Leggera, diseñada a comienzos de los 50s por el arquitecto italiano Gio Ponti. Son fabricadas en Italia por Cassina. En Venezuela eran importadas por Capuy, quienes luego comenzaron a fabricarlas con maderas locales, como el capure.

No recuerdo que en La Carlota, salvo que estuviésemos trabajando allí, pasáramos mucho rato dentro del apartamento. Era un lugar más para dormir. Por el contrario, en el apartamento de Bello Monte, a pesar del murmullo permanente que venía de la autopista y entraba por la ventana – al cual nos acostumbramos rápidamente, al punto de a veces no sentirlo cuando alguna visita nos lo hacía notar – y del sol que calcinaba el apartamento en las tardes y calentaba los espacios hasta hacernos sudar hasta bien entrada la noche, a menos que te enclaustraras en el único cuarto con aire acondicionado, fue un apartamento en el cual solíamos estar e invitar y en el cual estaba encendido el equipo de sonido casi todo el día. La historia de los poco menos de 10 años que vivimos allí tiene una banda sonora. El apartamento de Bello Monte sonaba a Nat King Cole y Genesis; Soledad Bravo y Presuntos Implicados; Mecano y Charlie García; Serrat y Los Beatles; Pink Floyd y el Quinteto Contrapunto; Diane Krall y Cecilia Todd; Norah Jones y Elisa Rego; Los Rodríguez y Guillermo Carrasco, Rosario Flores y Fito Paez, Charles Aznavour y Sade, Police y Rubén Blades, Soda Stéreo y Madredeus, Paco de Lucía y Antonio Carlos Jobim. 
  
Cuando todavía vivíamos en La Carlota comenzamos a viajar cada año a Nueva York, primero al hotel Wolcott, en la calle 31, cerca de las tiendas de mayoristas donde Patricia y mi cuñada Gabriela compraban un montón de cosas que luego vendíamos en la Feria del Ateneo de Caracas en diciembre y, cuando nos mudamos a Bello Monte, integramos en la decoración de la casa unas vitrinas de madera que Patricia había comprado en el remate de una quincalla antigua, por Boleíta, y que, luego de quitarles la pinturas con unos químicos capaces de matar a cualquiera, fueron la decoración del puesto que durante varios años teníamos cada diciembre en la feria del Ateneo. Cuando dejamos de tener el puesto –luego lo tendría varios años Annella, mi cuñada- las vitrinas quedaron para exhibir una parte de la colección de juguetes, pero seguimos viajando cada año a Nueva York, usualmente para recibir el año nuevo, pero a veces para estar en la fiesta de thanksgiving con la familia o para estar en el cumpleaños de Ricardo o para asistir a la graduación de alguno de los sobrinos. Por eso la casa solía tener discos con etiquetas de J&R y Tower Records, platos, adornos, cojines y alfombras de Ikea, velas y portraretratos comprados en Century 21 o en Pier1 Import y bolsas de FAO Schwartz y Macys para llevar y traer cosas desde la Lejarazú, al otro lado del río, o desde la casa de mis padres en Los Chorros.

A mi hermano, cuando teníamos poco tiempo viviendo en Bello Monte, la empresa donde trabajaba lo envió a Canadá y, después de un año pasando frío en Windsor y cruzando a hacer las compras en Detroit, lo enviaron a Madrid, donde estuvo más de 2 años . Luego de un breve regreso a Venezuela, justo en la época del paro petrolero y las marchas en Caracas, se fue a Puerto Rico, cuando teníamos como 4 años viviendo en Bello Monte, anticipándose a los tiempos por venir. Con mi hermano y mi cuñada que habían llegado no hacía mucho desde Madrid fuimos Patricia y yo a la marcha del 11 de abril del 2002 y, luego de volver en la noche, luego de llegar hasta la Avenida Baralt, de que nos lanzaran bombas lacrimógenas desde las torres de El Silencio y viéramos pasar muertos y heridos cerca de la estación del metro en Capitolio, en el apartamento de Bello Monte seguimos las noticias sobre la renuncia de Chavez y los decretos de Carmona, el breve. Al día siguiente, trasnochado, en mi cumpleaños, recibí en el fax que teníamos instalado en la sala de la casa, llamadas de los amigos quienes, además de felicitarme y alegar la situación del país para no ir a la casa ese día, señalaban que el regalo era innecesario puesto que ya me lo habían dado la noche anterior. Cuando Chavez regreso dos días después nadie me dio razón de mis regalos perdidos. En los años siguientes presenciamos, y participamos, en diversas protestas que se dieron frente a la casa, en la autopista, pero probablemente la más relevante fue en el 2004 cuando, molestos porque varios vecinos del edificio tocábamos cacerolas en protesta porque la Guardia Nacional estaba reprimiendo una manifestación que se desarrollaba en la autopista, a tres motorizados de la GN no se les ocurrió mejor forma de callar las cacerolas que disparando varias veces hacia la fachada del edificio y lanzando bombas lacrimógenas dentro del conjunto residencial, lo que hizo que tuviésemos que salir de los apartamentos en medio de la humareda y escondernos en las escaleras del edificio.

Lucía comenzó a ir al colegio cuando vivíamos en el apartamento de Bello Monte y allí vivíamos cuando nació Diego en el 2004. Al principió Diego compartió cuarto con su hermana y luego, el cuarto que llamábamos “la oficina” pasó a ser su cuarto y la computadora y la impresora y algunos de los muebles fueron a dar a una oficina que habíamos alquilado en Chacaíto, en el edificio EASO, desde un tiempo antes. En esta época, con el comienzo del nuevo milenio, también registré con dos amigos de la universidad la empresa con la que nos ganamos la vida mientras estuvimos en Venezuela y a la que simbólicamente mantenemos activa hasta hoy, con la esperanza de volver a trabajar en ella algún día.

La inflación y la devaluación diluyeron el monto del crédito que nos parecía gran cosa cuando compramos el apartamento y cierta consolidación profesional, que hacía que cada vez tuviésemos más trabajos y mejor remunerados, además de comenzar a trabajar cada vez más fuera de Venezuela en este período, permitieron amortizar el crédito hipotecario en menos de la mitad del tiempo acordado inicialmente con el banco. Cuando avizoramos que estábamos por terminar de pagar el apartamento y que el crédito que alguna vez representó hasta el 60% de mis ingresos ya no suponía ni el 10% del mismo, comenzamos a pensar en una nueva casa, en la que seguir llenando los espacios. Patricia volvió entonces a su interés inicial, cruzar el río hacia el sur, buscar un apartamento por Colinas de Bello Monte, la zona en la que había vivido casi toda su vida. En los meses siguientes vendimos el apartamento de Bello Monte e invertimos los ahorros en el que seguimos pensando será nuestra casa definitiva, aunque desde hace 6 años no vivamos en ella.

martes, 8 de octubre de 2019

Diez Casas. Parte 4 La Carlota


A Patricia le costó decidirse, su mundo giraba en torno a Colinas de Bello Monte y ella se imaginaba viviendo más cerca de la Lejarazú, la casa en la que había vivido toda su vida, y centro de la intensa vida familiar de los Armas Ponce, pero el caso es que entre las opciones que evaluamos y las prisas del caso, finalmente decidimos alquilar un apartamento en la Avenida Principal de La Carlota, rodeado de restaurantes y pequeños negocios, a tres cuadras de La Casona, la vivienda presidencial, a dos cuadras de la Avenida Francisco de Miranda y la estación del Metro de Los Dos Caminos, más cerca de la zona en la que yo, residente de Los Chorros, me había movido los 20 años previos a 1994.

La Principal de La Carlota, con sus vecinos que juegan dominó, cartas o ajedrez

El San Vicente es un edificio pequeño, cuatro pisos más sótano y penthouse, seis apartamentos en total, con un diseño racional típico de los 60s, un poco más moderno que la mayoría de los edificios de la zona, con un ascensor forrado de fórmica marrón, espejo y aluminio con franjas en relieve, con pisos y escaleras de granito gris, barandas de madera, ventanas macuto de aluminio sobre marcos de metal pintado de marrón, cerámicas cuadradas de pequeño formato, blanca en la cocina, gris en los baños con piezas sanitarias amarillas, y closets de madera. En el sótano del edificio funcionaba una distribuidora de repuestos para autos de los mismos propietarios del edificio, quienes también usaban el local comercial de la planta baja como depósito. Los dueños, italianos, vivían en el último piso, en el penthouse, y uno de sus dos hijos vivía en el primer piso, en un apartamento que parecía escapado de un videoclip de MTV, amoblado con un sofá blanco, un bar, una mesa de billar y un televisor gigante.

Los dueños del edificio hablaban italiano. En el resto de los apartamentos también, salvo en el nuestro (mientras vivíamos allí se mudó otra pareja joven en el apartamento que quedaba justo debajo del nuestro). La edad promedio del predio debió haber bajado algo, quizás unos dos o tres años, tal vez cinco considerando que en todo el edificio no vivíamos  más de 10 personas, cuando un par de veinteañeros nos mudamos en octubre de 1994 al apartamento pequeño del cuarto piso. En el apartamento de al lado al nuestro, más grande y con balcón hacia la Avenida Principal de La Carlota, vivía sola - aunque venía una persona a ayudarla- la señora Cleila, que veíamos bajar todas las tardes y sentarse en los bancos del bulevar arbolado a conversar con otras vecinas; que veíamos recibir todas las semanas a su hijo que venía a comer de vez en cuando; que invitaba a Patricia a tomar café y escuchar cuentos sobre su esposo fallecido, sobre Italia, sobre los años que tenía en Venezuela.

Habíamos puesto fecha para el matrimonio unos 4 meses antes de la mudanza, ante la inminencia de una beca y el consecuente viaje a España a hacer un doctorado en la Politécnica de Cataluña. Patricia y yo habíamos aplicado a becas en febrero de 1994 junto con otros 500 aspirantes, ambos habíamos quedado en mayo de ese año dentro de los 100 candidatos preseleccionados en la Embajada de España en Caracas, que tenía previsto ese año adjudicar 50 becas de estudios de postgrado, pero el desencadenante de la decisión fue el encuentro en junio de aquel año con un compañero de trabajo en la Universidad Simón Bolívar, hijo de un alto funcionario de la embajada, quien me felicitó por mi inminente viaje de estudios a España. Los resultados de la evaluación  de los 500 postulantes a la beca no eran públicos, en la Embajada de Caracas solo te hacían saber si habías pasado a la segunda vuelta (y con ello tus papeles viajaban a Madrid para ser evaluados por otro equipo de la Agencia Española de Cooperación Internacional), pero este compañero de trabajo, que también estaba aplicando a una beca de doctorado, tenía aquel día de junio –cortesía de su padre, claro está- la evaluación con los puntajes obtenidos por los aspirantes. El había quedado en el puesto 28, un servidor era el segundo en la lista de quinientos aspirantes ordenados de acuerdo al puntaje asignado a una carpeta que incluía notas, recomendaciones, curricula y varios ensayos explicando qué temas nos interesaban, qué aportes harían al país aquellos estudios o el por qué de esa universidad o ese programa de estudios en particular y de allí la felicitación anticipada. “Hay 50 becas –me dijo parado en el descanso de la escalera del edificio de Mecánica y Estudios Urbanos el tipo, que unos años más tarde terminó vinculado a una trama corrupta del chavismo conformada por varios excompañeros de trabajo en la USB y fue también, durante una larga temporada, cónsul de Venezuela en un país nórdico- por más que la evaluación en Madrid se haga con otros criterios, tu seguro estás entre los 50, tú te vas seguro, tu quedaste de segundo entre quinientos”. 

Esa misma noche pregunté a amigos en España e hice cuentas para ver si en el peor escenario, con una sola beca, podíamos sobrevivir Patricia y yo en Barcelona. Había vivido en Alcalá de Henares en el 91, pero siempre me habían comentado que vivir en Barcelona era más caro que vivir en Madrid. De allí a decidir la fecha del casorio, entendiendo que, en caso de recibir la beca, a finales de noviembre debía reportarme en la Politécnica, solo fue cosa de pocos días.

Dedicamos julio y agosto a acumular ahorros, sacar papeles y a organizarnos para el viaje. Yo estaba coordinando un proyecto grande del Banco Mundial cuyo principal atractivo era que estaba muy bien remunerado y me permitiría hasta octubre o noviembre de aquel año juntar dinero suficiente para llegar a España con una reserva suficiente para no pasar trabajo. Decidimos organizar un matrimonio por lo civil en la Lejarazú, la casa de Patricia en Colinas de Bello Monte, invitando solo a la familia y los amigos más cercanos. Pero se acabaron las vacaciones de verano en España y con la entrada de septiembre llegaron a la embajada desde Madrid las noticias de los resultados de las becas de AECI de aquel año y ni Patricia ni yo estábamos en la lista de los 50 afortunados (tampoco el compañero de trabajo que me mostró la lista de la primera evaluación impresa en una hojas de formas continuas, esas que tenían huequitos a los lados y a las que luego de impresas se le podían desprender los bordes). El jurado había decidido en España que en los últimos años había otorgado muchas becas a estudiantes de arquitectura y urbanismo y automáticamente quedamos excluidos todos los que pretendíamos hacer maestrías (Patricia en la Cátedra Gaudí) o doctorados en esos temas (yo en servicios públicos urbanos). Pero ya habíamos puesto fecha y soltado la noticia en la familia, así que seguimos adelante con el matrimonio y el dinero ahorrado para el viaje sirvió para ponerse a buscar apartamento y a comprar de manera apresurada algunos enseres domésticos para una familia en ciernes que tenía muchos libros y discos, tenía un equipo de sonido Sony que compré con mi primer sueldo de graduado en 1990, tenía un Fiat Uno CS motor 1500 modelo 1992 que volaba por la Autopista del Este, pero no tenía ni una lámpara, ni un mueble, ni un plato ni un sartén. Estábamos en septiembre y habíamos fijado la boda para el 20 de octubre.

En los siguientes días compramos una nevera (que 25 años después todavía es una de las dos que funcionan en casa de mis padres), una lavadora, una licuadora y un colchón ortopédico tamaño queen. Yo, como parte del proyecto del Banco Mundial en el que estaba trabajando, viajé a Margarita en esos días y aproveché de comprar en Rattan un juego de ollas que 25 años después sigue siendo el juego de ollas de la casa de Caracas y unos cubiertos Oneida que comparten las gavetas de la cocina de Caracas con otros comprados años después en IKEA. Media cuadra más allá, en la misma Avenida 4 de mayo, en Bencamar, compré unos sartenes, un abrelata y una plancha con teflón para hacer las arepas. También compramos una sanguchera. Mi mamá nos compró un juego de sábanas con manchas de colores en la Santiago Mariño y me preguntó qué mueble necesitábamos para la casa, para regalarnos uno a lo que le respondimos que un sofá. 

Con el dinero que me dio mi mamá de regalo compramos un sofá naranja de dos puestos, versión criolla de un diseño de Florence Knoll de los años 60s y, puestos en el sitio, la tienda CAPUY de Chacaito, compré la mesa redonda, versión local de un diseño de los esposos Eames, en la cual me puse a hacer el cheque por la compra del sofá. Patricia hizo gala de su título de arquitecto recibido ese mismo año en la UCV para que la mueblería nos diese el 10% de descuento correspondiente. Para acompañar la mesa redonda, tapa de madera y pata central de acero, Patricia se trajo de la Lejarazú cuatro taburetes daneses que Alfredo Julio, el papá de Patricia, había comprado en Capuy 30 años atrás. Yo me traje un televisor pequeño de la casa de mis padres, en la que había 3 y solo quedaban con mi partida dos personas. En la pared de la sala colgamos una serigrafía que le compramos a Enrico, el hermano de Patricia, y la abuela Amanda nos prestó una cocina blanca que ya no usaba y que creo había sido de su apartamento en La Urbina o de El Silencio. En una pared del cuarto colgué un pequeño cuadro que me regaló el arquitecto Julio Coll Rojas.

El apartamento tenía una sala-comedor con piso de granito blanco y líneas rojas donde pusimos el sofá naranja y la mesa con los taburetes bajo una lámpara con estilo de los 60s, que también vino desde la Lejarazú. Ese espacio se iluminaba con un amplio ventanal que daba al oeste, con vista hacia los tejados de las casas vecinas y en la distancia a los arboles del Museo del Transporte y el Parque del Este y al Avila. En el único cuarto, con ventana hacia el sur, hacia la azotea de un edificio vecino, más bajo, en donde todos los residentes se hablaban en portugués y hacían unas comilonas los fines de semana en el techo, recién casados el colchón estuvo como durante un mes en el piso hasta que llegó la cama que compramos en BIMA, apenas inauguraron esa tienda en Los Chorros, cerca de la casa de mis padres (de hecho probaron el sistema administrativo de las cajas con nuestra compra, la primera oficialmente registrada en esa tienda y que incluyó también una biblioteca de madera que pusimos frente al sofá).

No recuerdo si fue para inaugurar la nueva casa o fue un evento espontáneo, recién llegados de la primera parte de la luna de miel por Margarita y Sucre, en nuestro segundo fin de semana de casados, tuvimos de visita a la familia  que, obviamente, no cabía en los 46 m2, no tenía donde sentarse, los abrasaba el sol de la tarde (pusimos los cartones que envolvían la nevera tapando la ventana) y tenía más apetito que las cuatro cosas que teníamos en la cocina. Cuando se fueron todos, al final de la tarde, desaparecido el caos momentáneo, Patricia y yo nos quedamos solos en un apartamento silente donde no había absolutamente nada de comer o beber y las pocas cosas se veían revueltas, nos miramos a la cara y sin decirnos nada cerramos la puerta y nos fuimos a la pizzería Mr. Pepe, que quedaba cruzando la calle de enfrente. Nunca tuvimos nuevamente a la vez a toda la familia en este apartamento.

Como no teníamos teléfono en el San Vicente y al parecer no había líneas disponibles en la zona, al poco tiempo de mudarnos compramos nuestro primer celular, que costó más que dos meses de alquiler y que en realidad usábamos como teléfono fijo. Unos meses después apareció la línea de la CANTV y comencé a llevarme al trabajo el celular colgado en el cinturón. Con el paso de los meses el apartamento se fue llenando de plantas y muebles, cojines y juguetes, avisos de metal en las paredes, algunas de las cuales cambiaron de color: amarillo claro en la pared de la entrada, amarillo oscuro, casi marrón, en el espaldar de la cama, que ahora no estaba bajo la ventana del cuarto, como estaba cuando nos mudamos, sino en la pared opuesta.

Poco a poco fuimos descubriendo los negocios de la zona. Solía hacer la compra semanal en el Automercado Victoria del Centro Comercial Los Dos Caminos, pero disfrutaba más ir a comprar al Automercado París, cruzando la esquina de la casa, con su surtido de mortadelas y salamis, con sus mozarelas de búfala, con sus latas de aceite de oliva, con sus botellitas de Campari Soda que yo acumulaba sobre nuestra nevera Goldstar, con su señora gorda en la caja, que le lanzaba gritos a su hijo, aún más gordo, detrás de la nevera de la charcutería. La panadería Rocarena, con sus cachitos de jamón y sus pizzas, sus golfeados y su jugo de naranja natural, con su cola en navidades para comprar el pan de jamón. La pastelería Doris donde a mi mamá la llamaban los dueños, nada más verla, “la maestra Carmen”, porque mi mamá fue la que les enseñó a leer a sus dos hijos, quienes luego heredaron el negocio en el que me compraban las tortas de fresa y crema batida en mi infancia, y lo mudaron a la Avenida Rómulo Gallegos. En la esquina comprábamos frutas a dos personajes pintorescos que se hacían llamar Pixi y Dixi y alguna vez compré empanadas en una arepera que hacía esquina con la Avenida Francisco de Miranda. Al poco tiempo de mudarnos pusimos unas cortinas hechas con palitos de madera que nos hizo un muchacho portugués que vendía cestas y cortinas en la zona y al que llamábamos Joao, pero que en realidad nunca conocimos más allá de saludarlo cuando pasábamos frente a su pequeño negocio.

La Rocarena

Patricia se inscribió para estudiar la maestría en restauración de monumentos en la Central y comenzó a trabajar en proyectos con su hermano Carlo, por lo que la casa solía estar llena de planos y cartones, olor a goma UHU y tinta, incluyendo una entrega masiva para la restauración de la iglesia de Clarines, que era una suerte de proyecto familiar, porque en el último siglo había sido restaurada dos veces, la primera vez por el tío-abuelo de Patricia a comienzos del siglo XX, la segunda vez por su tío 40 años antes. Yo dejé de trabajar en la Universidad Simón Bolívar y me emplee con uno de mis profesores, Omar Hernández, primero en una oficina en Sabana Grande, al costado del Gran Café; luego en Chacao, en el Multicentro Empresarial del Este. Teníamos suficiente trabajo para pagar las cuentas y vivir con cierta holgura, pero no tanto para que no nos sobrara el tiempo. No era raro ir a almorzar a la casa cuando Patricia estaba allí (A veces trabajaba desde la casa, a veces trabajaba desde la oficina de sus hermanos en Colinas de Bello Monte, la quinta Manoa). Ella manejaba el Fiat Uno, yo andaba en Metro entre Chacao y Los Dos Caminos.

Lucía nació cuando estábamos cerca de cumplir año y medio en el edificio San Vicente. De allí salimos una mañana con el Fiat Uno lleno de cosas rumbo a la clínica en San Bernardino, era el cumpleaños de Patricia y desde entonces celebramos dos cumpleaños el mismo día, y volvimos unos días después con una muchacha gordita, blanca, de pelo castaño, que se bañaba sobre nuestra cama en una bañera plástica y usaba la que había sido mi cuna, que ahora ocupaba una esquina del único cuarto. Año y medio después del nacimiento de Lucía nos mudamos para nuestro primer apartamento propio, en Bello Monte, pero seguimos frecuentando algunos de los negocios de la zona, como la Rocarena y la Doris, incluso durante un tiempo la barbería Roma de la Avenida Rómulo Gallegos.