Desde siempre me han gustado los aeropuertos. Me gustaban antes, cuando un viaje en avión era un evento excepcional y me gustan ahora, que viajar en avión se ha hecho un tema cotidiano, de bolsa de maní y cocacola.
Me gustan los aeropuertos como punto de inicio de un viaje, que por más rutinario y desvinculado del ocio o el placer, como son a veces los viajes repetitivos por motivos de trabajo, no deja de ser un viaje y por ende una aventura. Siempre hay algo de adrenalina en el ambiente. Siempre hay alguna duda: se llegará a tiempo, el avión saldrá a la hora prevista, habrá mucha o poca gente abordo.
Los tiempos han cambiado, de eso no hay duda: En un pasado remoto, viajar en avión era un privilegio limitado a muy pocos y en muy contadas ocasiones. Quizá por ello o quizás por se vivía más despacio y había tiempo para poner énfasis en ciertos asuntos, la ocasión de volar, ese hecho tan antinatural para los seres humanos, era una ocasión singular, que se celebraba como tal. La familia -incluso la extendida- acompañaba al viajero o viajera al aeropuerto y este viajaba vestido con sus mejores galas. La conseja popular decía que "por la maleta se saca al pasajero". Escribo lo anterior pensando en una foto, que vi hace poco, mi suegra rodeada por su familia, unas 20 personas tal vez, en la terraza del viejo aeropuerto de Maiquetía en los mediados años 50s: la despedian antes de su viaje a Italia, donde la esperaba su esposo, el escritor y entonces director de la revista El Farol, Alfredo Armas Alfonzo.
Maiquetía años 50s |
Los tiempos han cambiado, de eso no hay duda: En un pasado remoto, viajar en avión era un privilegio limitado a muy pocos y en muy contadas ocasiones. Quizá por ello o quizás por se vivía más despacio y había tiempo para poner énfasis en ciertos asuntos, la ocasión de volar, ese hecho tan antinatural para los seres humanos, era una ocasión singular, que se celebraba como tal. La familia -incluso la extendida- acompañaba al viajero o viajera al aeropuerto y este viajaba vestido con sus mejores galas. La conseja popular decía que "por la maleta se saca al pasajero". Escribo lo anterior pensando en una foto, que vi hace poco, mi suegra rodeada por su familia, unas 20 personas tal vez, en la terraza del viejo aeropuerto de Maiquetía en los mediados años 50s: la despedian antes de su viaje a Italia, donde la esperaba su esposo, el escritor y entonces director de la revista El Farol, Alfredo Armas Alfonzo.
tiempos de aerolinea bandera...el tiempo pasó volando |
Conocí de niño el viejo aeropuerto de Maiquetía, donde los vuelos nacionales salían de un edificio tal vez de los años 50s, sino de los años 40s. El terminal internacional, probablemente construido en los años 60s, era un edificio racionalista de estructura vista de concreto y paredes de ladrillo, muy discreto para los estándares actuales, donde los aeropuertos son las catedrales de nuestro tiempo.. Pero no tengo memoria de viajes en avión, se que los hubo, pero no los recuerdo. El aeropuerto era un sitio al que se iba a despedir familiares o a recibirlos. Cuando entró en funcionamiento la primera etapa del aeropuerto de Maiquetía proyectado en los años 70s, se destinó a terminal internacional y el terminal nacional abandono el viejo edificio para pasar al terminal de los años 60s. Los años 90s vieron nacer el nuevo proyecto del aeropuerto, que aún está en ejecución, con ampliaciones sucesivas, instalaciones más grandes y cómodas, pero - para mi gusto- faltas de personalidad, como no sean las que le dan los avisos publicitarios del gobierno.
De Maiquetía siempre me llamaron la atención la obra de Cruz-Diez, que cruza bajo los pies de los viajeros, y las terrazas, que a estas alturas se han perdido, en medio de los procesos de ampliación. Desde las terrazas se veían los aviones aterrizar y despegar, en medio de, normalmente, mucha gente, que incluso comía y bebía al aire libre, esperando la llegada o la salida de sus familiares y amigos. Desde esa terraza vi el Concorde un mediodía de los finales años 70s de la Venezuela saudita, hay una foto de colores pálidos que da fe de ello y prometo buscarla en casa de mis padres para compartirla en otra ocasión.
He tenido oportunidad de ver unos cuantos aeropuertos, grandes, medianos y pequeños. Por supuesto algunos me gustan más que otros. En América Latina se han renovado unos cuantos durante la última década, cambiándole radicalmente su aspecto, capacidad y funcionalidad. Vi pasar al Jorge Chavez, de Lima, de la vieja terminal a una más amplia y cómoda con un mobiliario de porte internacional. Vi crecer notablemente el aeropuerto de Panamá, suerte de mezcla de centro comercial y terminal de pasajeros. Descubrí los dos terminales de México, comunicados por un monorriel, de un tamaño ajustado a la magnitud interminable de la ciudad. Me decepcionó Eseiza, en Buenos Aires, que esperaba más acorde a la grandilocuencia del ego de sus pobladores. El de Santiago de Chile me pareció sobrio como los chilenos y ajustado al afan de competitividad moderna de esos lares. Montevideo tiene un tamaño asociado a la modesta dinámica económica y social del país, que es casi la ciudad. El Dorado en Bogotá no brilla tanto como su nombre y parece haber sido dejado atrás por sus pares de la región. El de San Salvador me sorprendió por su amplitud, que no parece corresponder con el tamaño y actividad del país al cual sirve. El de San José de Costa Rica es una mezcla de modernidad a muy pequeña escala con una terminal de 50 años de uso, algo inusual para los venezolanos, acostumbrados a la demolición y sustitución como metodo constructivo. De Tegucigalpa guardo la poca distancia para aterrizar y el aviso de "se venden bombonas de gas" justo enfrente a la cerca que limita el final de la pista. El de San Juan no lo recuerdo especialmente, no debe tener nada de particular.
El Concorde en Caracas |
He tenido oportunidad de ver unos cuantos aeropuertos, grandes, medianos y pequeños. Por supuesto algunos me gustan más que otros. En América Latina se han renovado unos cuantos durante la última década, cambiándole radicalmente su aspecto, capacidad y funcionalidad. Vi pasar al Jorge Chavez, de Lima, de la vieja terminal a una más amplia y cómoda con un mobiliario de porte internacional. Vi crecer notablemente el aeropuerto de Panamá, suerte de mezcla de centro comercial y terminal de pasajeros. Descubrí los dos terminales de México, comunicados por un monorriel, de un tamaño ajustado a la magnitud interminable de la ciudad. Me decepcionó Eseiza, en Buenos Aires, que esperaba más acorde a la grandilocuencia del ego de sus pobladores. El de Santiago de Chile me pareció sobrio como los chilenos y ajustado al afan de competitividad moderna de esos lares. Montevideo tiene un tamaño asociado a la modesta dinámica económica y social del país, que es casi la ciudad. El Dorado en Bogotá no brilla tanto como su nombre y parece haber sido dejado atrás por sus pares de la región. El de San Salvador me sorprendió por su amplitud, que no parece corresponder con el tamaño y actividad del país al cual sirve. El de San José de Costa Rica es una mezcla de modernidad a muy pequeña escala con una terminal de 50 años de uso, algo inusual para los venezolanos, acostumbrados a la demolición y sustitución como metodo constructivo. De Tegucigalpa guardo la poca distancia para aterrizar y el aviso de "se venden bombonas de gas" justo enfrente a la cerca que limita el final de la pista. El de San Juan no lo recuerdo especialmente, no debe tener nada de particular.
Donde más he corrido es en Atlanta, donde por alguna razón siempre tengo unas conexiones a prueba de electrocardiograma. Miami me es tan ajena como el estilo postmodernistas de los 80s con que está decorado. Heathrow me gustó, en su mezcla de viejo y nuevo; el de Frankfurt también, con ese look años 70s mezclado con los edificios high tech más recientes. El de Madrid no me gustó cuando amanecí allí en enero de 1991, pero tengo a la Terminal 4 de Rodgers y el Estudio Lamela en los puestos más altos de mi ranking, porque transmite esa sensación emocionante que uno atribuía a viajar en avión. No es un lugar para la rutina. Allí uno se siente importante, aunque tenga por delante el escaneo de los tios de inmigración, el Río Bravo europeo.
T4 Barajas Rodgers / Estudio Lamela |
En el tope de mi ranking está un aeropuerto que visité sin proponérmelo. Quizá fueron las circunstancias. Quizas tiene que ver con que no he vuelto a ese sitio, pero cuando aterrizé en el aeropuerto Dulles en Washington, en medio de una tormenta de nieve que impidió nuestro aterrizaje en NY una hora antes, la tarde previa al fin de año y al fin de milenio, y caminé bajo ese enorme lienzo de concreto tendido según el diseño de Eero Saarinen, sentí que la palabra belleza tenía un significado profundo, que abarcaba lo técnico y lo estético como una sola cosa.
Dulles Int Airport. Eero Saarinen |
Siempre me ha gustado el terminal de Delta, y que fuera de la Pan Am, en el JFK de Nueva York, me traslada a otros tiempos, con los aviones llegando bajo su techo; pero sin duda el que siempre me ha llamado la atención es el que fuera de la TWA y ahora, luego de muchos años en desuso, de Jet Blue y también obra de Saarinen. Sin embargo, siempre lo he visto desde el carro. Nunca he caminado por sus espacios, que si hacen un poco de justicia a la fotografías, que de él abundan, debe ser la materialización del glamour que tenía viajar en otros tiempos menos veloces, menos prácticos y ya pasados.
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