lunes, 6 de septiembre de 2010

No me gustan los domingos, y menos en Montevideo



Bob Geldorf cantaba hace tres décadas (aquí se los puse en otro concierto más reciente), en el concierto de la banda de la policía secreta (junto a Sting, Phill Collins, Eric Clapton, Donovan y unos cuantos más) que no le gustaban los lunes. A mi, en cambio, no me gustan los domingos. Sobre todo hacia el final de la tarde, siempre los he asociado a soledad, a tristeza, a un cierto no se qué, que no es otra cosa que un avatar de la melancolía y la ansiedad.

No es una sensación nueva. Nunca me gustaron los domingos. Usualmente de niño estaba los domingos en la casa, lo que era una circunstancia que en lo personal, no me molestaba; me molestaba la sensación de ausencia de actividad, de lentitud en el paso de las horas, de ausencia de sonidos y, además, con el correr del día, me abordaba la ansiedad del final del fin de semana, de las cosas por hacer, de la proximidad del lunes, de las tareas pendientes.

Los años de la adolescencia estuvieron asociados a una rutina del domingo en la mañana y hasta primeras horas de la tarde: museo y/o galería, eventualmente cine mañanero en la cinemateca. Almuerzo de sandwich de falafel en Sabana Grande, o pizza en el Café Gaeta, o perro caliente en el Crema Paraiso o en el Drugstore del CC Chacaito, o crema de champiñones Knorr en Le Coq d Or de Sabana Grande, o ravioles en Real Past en Las Mercedes o simplemente algo en la panadería de Los Ruices, al bajarme del carrito por puestos para subir caminando hasta mi casa, en Los Chorros. Al final de la tarde, en medio de cierta atmósfera melancólica, volvía la ansiedad del inicio de semana, del balance entre los compromisos- con otros o con uno mismo- y los hechos comprobables. Los domingos en la noche, usualmente no iba al cine, siempre estaba en casa.

Ahora tampoco me gustan los domingos. La ansiedad no es tan fuerte como antes, pero la sensación de tristeza que transmiten sus tardes sigue igual.

Hace un tiempo conocí una ciudad donde todos los días parecen domingos. Y los domingos parecen primero de enero en la mañana. Esa ciudad, la capital de la melancolía, parece una ficción, pero no lo es: es la capital de la República Oriental del Uruguay; el paísito, como le oí llamarlo a varios de sus ciudadanos; o esa provincia argentina semi-independiente, como la llamó alguien en mi presencia, una mañana en el aeropuerto de Eseiza, en Buenos Aires.

Edificios en el barrio Pocitos, Montevideo (GT)

Montevideo produce sentimientos encontrados: me gusta y a la vez me entristece; le extraño y deseo huir de su presencia. He estado alli cuatro o cinco veces, siempre por motivos laborales, y los sentimientos no han hecho sino consolidarse. Y hay explicaciones para todo ello. No me encuentro ante sentimientos sorprendentes, incomprensibles. Ser trata de reacciones lógicas, comprensibles.

La capital del Uruguay alberga alrededor del 60% de la población del país, en una trama urbana de formas clásicas, que ha permanecido mayormente inalterada durante décadas. La población, con un componente muy importante de personas de eso que algunos llaman "adultos mayores" o miembros de la "tercera edad", vive alimentada por las nostagias y la melancolías, asociadas a un "todo tiempo pasado fue mejor", conduciendo sin mirar al frente, sin quitar los ojos del espejo retrovisor. La vestimenta y las costumbres también hablan mucho de esos tiempos pasados.


Desde la ventana de la oficina donde trabajábamos, en la Intendencia de Montevideo (GT)
El patrimonio construido de la ciudad refleja las riquezas de distintos momentos pasados, pero siempre lejanos, con al menos la apariencia de conservar sus formas originales, a veces desgastadas, a veces descuidadas, a veces torpemente pintadas, pero poco transformadas exprofeso. Lo anterior debería ser una fuente interminable de felicidad para un tipo como yo, enamorado sin razones genéticas que lo expliquen, de la arquitectura de la modernidad, del diseño - de muebles, de lámparas, del arte- de la postguerra. Lo anterior debería ser el equivalente a que mi hijo Diego le toque en suerte ir a pasar una semana a la isla de la película "Parque Jurásico", rodeado de todos esos dinosaurios de los que habla hasta dormido y que decoran cada rincón de su cuarto. Pero no lo es. El problema radica en que no es Montevideo una ciudad conservada, es más bien una ciudad muerta. Uno se lanza a aquellas calles aferrado a la cámara pensando que no alcanzarán todas las tarjetas de memoría y al rato cae en cuenta que está trabajando de fotografo para la dirección de medicina legal, que es parte del elenco de CSI Montevideo.  Son, en terminos funcionales, una suerte de ruinas habitadas, y eso cuando están habitadas por algo más que los recuerdos. ¿Cuántos edificios vacios? ¿cuántas calles sin una sola persona? ¿cuántas paredes con pintadas electorales de hace décadas? ¿cuántas tiendas de vitrina llena de polvo? ¿cuánta avenida amplia con un solo carro parado en el semáforo en pleno mediodía?  Y la tristeza y la melancolía son - y han sido por mucho tiempo, según entendí de las historias que me contaron unos cuantos de sus habitantes- amalgama importante de la construcción de esta sociedad. Onetti, uno de sus hijos predilectos, hizo de eso su obra, pero no tuve armado el rompecabeza hasta que, parado enfrente del edificio de apartamentos donde había vivido el escritor, trataba de unir los cuentos leídos en los años 80s en ediciones de bolsillo que inspiraron muchos de mis escritos de entonces con aquel lugar en donde estaba, bajo la luz amarilla de la tarde de domingo.

"Es de cuando eramos ricos" me dijo un señor entrado en años, muy educado él, como tantos de los uruguayos, a menos en lo que a las formas corresponde. Yo estaba parado en una acera, haciendo fotografías de un edificio de apartamentos que debía tener unos 60 años."le molesta si hablo un rato con usted, yo conocí al arquitecto; tambien al constructor...los dos murieron ya" me dijo, cigarro en mano. Estábamos los dos en una amplia avenida por la que apenas pasaba de cuando en cuando un carro o un autobus. Terminé invitándole un café y escuchando historias de Montevideo.

La cubierta de uno de los edificios que diseñara décadas atrás el ingeniero Eladio Dieste en el Puerto de Montevideo (GT)
Golpeados por sucesivas crisis económicas, que ya casi es una sola que dura 50 años, los que decidieron quedarse a vivir en Montevideo (porque buena parte del país, especialmente los jóvenes, se han marchado a muchas otras partes, especialmente a Brasil y Argentina, pero también a España e Italia) se han ido desplazando hacia la periferia, en búsqueda de alquileres más baratos. Como no hay atascos, aunque te vayas más lejos no implica grandes tiempos de viajes. Como resultado de ello, el centro de la ciudad se ha ido despoblando. Y esa realidad abarca zonas ricas y pobres, zonas comerciales y residenciales. La primera vez que fuí, le pregunté al taxista que me llevaba desde el aeropuerto a la dirección que me habían dado de un hotel en el barrio de Pocitos si había algún feriado ese día, si siendo miércoles como era había alguna razón para tanta soledad en las calles. El hombre no me entendió o entendió mis palabras en el sentido contrario al cual yo quería orientarles y comenzó a hablarme de lo complicado que estaba el tránsito, que cada vez había más autos en la calle. Estábamos parados al final de la mañana en un semáforo, en una esquina cualquiera de una avenida de tres canales por sentido y solo había otro auto esperando el cambio de la luz. No había peatones en ese cruce.

Calle céntrica de Montevideo
Al segundo o tercer viaje encontré en Montevideo otra dimensión para los sentimientos, un vínculo directo con nuestra realidad de Caracas. Me imagine en unos años diciéndole a alguien, que mira cámara en mano, por ejemplo, las ruinas de la Plaza Altamira o de una estación de metro cualquiera, "es de cuando éramos ricos". La nuestra es una ciudad enferma, pero aún está viva, a pesar que los síntomas de actividad son cada vez menos evidentes. Para muestra un botón: prueben salir a darse una vuelta más allá de las 10 de la noche y verán calles vacías, ausencia total de actividad, incluso en zonas tradicionalmente asociadas a la vida nocturna, incluso en los alrededores de locales vinculados con el trasnocho. O prueben darse una vuelta por el tramo oeste de la Avenida Urdaneta, el que va más allá de la Avenida Fuerzas Armadas, incluso en un día de semana y cuenten cuántos locales están cerrados a las once de la mañana, cuántos edificios están deshabitados.

No se si llegará ese día en que extrañemos la congestión de Caracas. No sé si ese día quedará algo en pié, a salvo de nuestro enamoramiento con la metodología del "acoso y derribo" como técnica de aproximación a la ciudad. Vivimos tiempos de demolición y emigración en lo urbano, en lo social, en lo político y en lo económico. No se si algún día la "Sucursal del Cielo" acompañará en sus sentimientos a la "Atenas de América".

Es domingo en la tarde en Caracas y Jorge Drexler está cantando - eso sí, desde España, porque hace años que no vive en Uruguay- que "en un sistema cerrado, nada se destruye, todo se transforma...". Hace un rato ya que Los Traidores cantaron una del disco Montevideo Agoniza.


Carátula del disco y letra de una de las canciones del grupo uruguayo de rock  Los Traidores

SOLO FOTOGRAFÍAS


Vidas en blanco y negro
vidas que no son nada
película y fantasías
identidad revelada.

Luces que juegan solas
luces que no alumbran
que solo apuntan y acusan
para que nos descubran

Solo fotografías
en las calles de todos los días.
Solo fotografías
de vidas que no son nada
que no son vidas.

Lugares donde nadie antes
ha puesto sinceridad
tocados, colgados con guantes
lugares en la oscuridad.

Solo fotografias
en las caras de todos los dias.
Solo fotografias
de vidas escondidas
de vidas que no son vidas.

Vidas en blanco y negro
vidas que no son nada
pelicula y fantasias
identidad revelada.

Solo fotografias

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