jueves, 12 de agosto de 2010

Uno (parte del libro Balas Perdidas)

Me lo soltó nada más verme parado al otro lado de la reja, así, sin anestesia. Esta vez no comenzó nuestro encuentro semanal comentando mis ojeras ni mi aversión a los médicos y el ejercicio. Esta vez no me recriminó mi afición al trabajo y la comida de la calle. Simplemente lo dejó caer, en un tono que mezclaba la satisfacción de quien da una primicia, de quien tiene una información privilegiada, con un reproche ya repetitivo: me enteré por Mirta, la mamá de Luis. Es que tu no hablas, no comentas nada.

Yo entré a la casa y apenas crucé el umbral de la puerta de la cocina, me quedé paralizado viendo el televisor, como quien no escucha nada. Pero mamá seguía, parada a mis espaldas, hablando, completando la anécdota. Había sido fuera de Caracas. Había salido a comprar algo cuando, regresando a su casa, la atropelló un camión. El chofer, dicen, estaba borracho.

No fue así, dije en voz baja, interrumpiendo el monólogo. Fue un autobús sin frenos, el que se la llevó por delante. Ella iba en una bicicleta, iba a buscarle la comida al perro. El chofer del autobús era un muchacho que no tenia licencia. Me lo contó Luis en estos días que me lo encontré en la universidad.

Con eso contraataqué. Pasé la página. Cambié de tema.


Mamá me preguntó, ahora en un tono más tranquilo, casi en voz baja, como quien cuenta un secreto, si tenía tiempo sin verla, sin saber de ella, pero luego fue dejando de lado el asunto del accidente, mientras yo seguía viendo el televisor. Yo mencioné, también en voz baja, que la había visto no hacía mucho tiempo, en la universidad. Entonces pasó a temas más cotidianos, que no merecían ninguna respuesta de mi parte: el costo de las medicinas, la delincuencia y el calor que está haciendo.


La verdad no la había visto en años, pero en aquel instante podía verla claramente en la pantalla del televisor: tenía unos zapatos rojos, unas zapatillas puntiagudas cuya punta subía y se enrollaba en torno a sí misma, como los zapatos de los cuentos de las mil y una noches. Eran unos zapatos que había comprado en un viaje en barco a Brasil.


Cuando dije haberla visto hacia poco tiempo en la universidad, lo dije con absoluta convicción, con fe absoluta en que decía la verdad. Pero pronto caí en cuenta que ya tenía 3 años que había dejado de trabajar en la universidad y ese ultimo encuentro, producto de la casualidad – ella salía de dar unos cursos en extensión universitaria, yo salí a caminar por los jardines para oxigenarme el cerebro, buscando inspiración para redactar un informe que no pareciera la repetición de todos mis trabajos previos – ocurrió años antes de mi renuncia. La verdad, mentía. No la había visto en años, no sabía de ella, en dónde vivía ni qué estaba haciendo. La verdad, no sabía que había muerto. A Luis también tenía meses que no lo veía.


Su cara seguía estando en la pantalla del televisor. Los zapatos rojos, también.


Mamá subió a buscar algo al segundo piso de la casa y yo aproveché para volver a la calle. Antes de cerrar la reja, grité que ya venía, que iba un momento a comprar algo a la esquina, pero en cuanto estuve en la acera tomé el sentido contrario al del abasto. Me dejé caer por la calle, repitiendo en voz baja los nombres de quienes habían vivido en cada una de las casas de la calle. Si lo recordaba de inmediato, sonreía y seguía caminando. Si no podía recordar todos los nombres, me quedaba parado frente a la casa hasta poder recordar alguna referencia, por vaga que fuera, de quienes habían vivido allí. Por suerte es una calle muy poco transitada, nadie conocido me vio en aquel trance.

Pasé la esquina y la siguiente y llegué a la biblioteca, adonde nos habíamos conocido. Ya no era biblioteca, la habían cerrado hacía más de 10 años y desde afuera solo podía verse el muro y portón de hierro.


Pasé por el abasto a comprar cualquier cosa que justificara mi salida, mientras comencé a repetir la lista de nombres en mi cabeza. ¿A donde fuiste? Me preguntó mamá al volver a la casa. Dije cualquier tontería y con una excusa cualquiera me subí al carro y me fui. Pensaba irme directo hacia la casa, pero en el camino, sin pensarlo mucho, agarre hacia otro lado, por la autopista que va hacia el sur.


Hacía años que no vivía ahí. Tampoco se si su mamá seguía viviendo ahí. La última vez que la vi, esa vez en la universidad, me contó que estaba viviendo con alguien en una casa por El Placer, que su pareja tenía un barco y que viajaban mucho. El tenía un negocio de importación de telas y ella daba cursos de maquillaje mientras aparecían oportunidades para trabajar en obras de teatro o hacer películas. Me trasmitió cierta idea de precariedad, de estancamiento, pero se veía feliz, al menos eso me pareció. Cuando le di la cola hasta su casa, me di cuenta que era una casa parecida a ella: parecía un platillo volador, con un collage de piezas de madera junto al puente que comunicaba la calle con la puerta de la casa, colgada al borde de un barranco en el cual los zamuros daban vueltas. Ese día, a esa hora, el sol estaba cayendo con esa luz amarilla tan de esos días y de esa hora, al final de la tarde. Era diciembre. El cielo era muy azul y se sentía una brisa fría, de esa que se sentía antes por allá por la Bolívar. Mientras íbamos en el carro me habló de un viaje a Grecia, su esposo era de por allá. Yo la veía igual que cuando nos habíamos conocido. Pensaba que el tiempo no había pasado por ella. Yo estaba más gordo, pero a ella la veía igual, el mismo cabello liso, la misma risa y mismo hablar cantando.


Dudé entre parar el carro en el sótano de Concresa o en estacionamiento al aire libre del Cine Humboldt.


Desde donde estaba, sentado en una mesa afuera de la panadería al otro lado de la calle de su edificio de La Ciudadela, solo podía ver el muro. Un muro gris salpicado por uno que otro grafitti y una que otra propaganda electoral desteñida. Antes, hace años, cuando solía venir a su casa, su apartamento se veía desde la panadería, se veía la ventana de la sala y la jardinera. Ahora no. El muro es más alto que entonces y cubre los 3 primeros pisos del edificio. Será por los ladrones, pensé. Esta zona ya no es como antes. Antes bajábamos a comprar refrescos a la panadería y desde aquí escuchábamos la música de police saliendo desde la sala del apartamento. Tan tacatán. Police en unos discos que ella trajo desde Francia. Tan tacatán, sonaba Masoko Tanga. El equipo no era muy grande, era un Sony 3 en 1, de plástico color madera, sí, de esos que tenían arriba para poner los discos y enfrente la radio y la ventanita para los cassetes, pero sonaba duro. Walking on the moon. Tenía 4 cornetas grandes y se escuchaba desde aquí afuera, desde la panadería, y mientras caminábamos de vuelta, corriendo con la bolsa de hielo en las manos, podíamos escuchar desde la calle el sonido, el bajo en sincronicity 2 cada vez más fuerte. Birup birop. Bájenle el volumen a esa vaina, gritaban siempre desde los apartamentos vecinos, pero igual seguía sonando Police. También Uk. Los Beatles. Los Rolling. Pink Floyd. Genesis. Yes. Dire Straits. Pero sobre todo, Police. Roxanne se escuchaba ahora, con solo mirar el muro gris.


Estuve más de una hora en la panadería. Mientras me tome dos jugos, escribí en una hoja de papel la lista de nombres que daban vueltas en la cabeza desde hacia un rato. Había reconstruido el directorio de los vecinos, los que iban a las fiestas de Prados del Este y los que no, los del grupo de teatro y los que no, los del cineclub, los de las clases de fotografía, los de los viajes a la playa. Los novios y las novias de entonces. Los que aparecían y desaparecían de vez en cuando. Puse todos los nombres que recordaba: en algunos casos eran nombres y apellidos completos, en otros era solo un nombre o un apodo. Doblé la hoja en 4 partes y la guardé en el bolsillo de la camisa mientras me paraba de la mesa. Después de pensármelo un rato, crucé la avenida por arriba, por la pasarela. Desde allí sí se veía el apartamento: Tenía los vidrios cerrados y la ventana tenía un papel plateado que impedía ver hacia dentro. No había rastro de vida en la jardinera.

Allí me quedé un rato, viendo hacia la redoma de Prados del Este, viendo los carros pasar por debajo de la pasarela. Miré hacia los lados y saque el extremo de los audífonos del bolsillo del pantalón y me los puse discretamente en las orejas. Cuando comenzó a lloviznar, ya estaba sonando mensaje en una botella.

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